V

Mientras la mujer yace agotada en una casucha del barrio del Congo, la noticia se propaga de boca en boca.

Unos blancos han asesinado a toda una tribu en el este, y un pelotón de soldados ha rematado a dos supervivientes. Incluso han llegado a disparar contra uno de los suyos y a arrestar a otro, un soldado alto de pelo negro y mostacho prominente, de ojos azules como un cielo claro.

Poco importa que la mujer no tenga manos y, por tanto, todo el mundo sepa que había sido expulsada del poblado. En cualquier otro caso, ni siquiera la habrían mirado a los ojos, condenada a la soledad por su infidelidad. Pero ahora que los corazones están calientes, sus palabras son el atizador para terminar de reavivar el fuego.

Hay que ir a Villa Penitencia, a matarlos a todos. Ellos son los culpables. Ellos son los que asesinan impunemente a los bubis de la selva. Y también hay que matar a Bartolomé Brugués, que es quien les incita a hacerlo.

—Percival Cartwright —acusa la mujer sin manos.

Es uno de los nombres que el pelotón ha mencionado de regreso a Santa Isabel. Y ahora es uno de los nombres en la lista de los negros del Congo, que recogen machetes y guadañas y preparan antorchas para prender fuego a la ciudad.

Brugués tendrá suerte, porque hoy, lunes de Pascua, ha cerrado la taberna y ha ido a Banapá con Isolina. Se librará por poco: media hora después de partir, una treintena de negros llamarán a la puerta cerrada y le conminarán a salir. Los gritos despertarán a Dámaso Echanove, el camarero, que observará a los hombres desde la ventana entreabierta del primer piso, atemorizado. Él no será tan afortunado. Los negros reventarán la puerta y arrasarán el local. Subirán hasta las habitaciones y sólo encontrarán al pobre chaval, acurrucado entre la cama y el armario, suplicando no, no, no, por favor. Cuando salgan de la taberna, arrastrarán su cuerpo magullado e inerte y lo abandonarán en plena calle, en señal de advertencia.

Pero antes, dos grupos de bubis de unos cuarenta hombres cada uno se separan y avanzan hacia Villa Penitencia y la finca de Percival Cartwright, respectivamente.

El doctor Rozadilla se cruza con ellos cuando regresa del hospital, con la inyección del preparado de sulfato de quinina entre las manos. Se detiene, valorando la situación. Debe administrar la medicina al capitán, pero teme dejar desatendido el hospital si los bubis deciden asaltarlo. Confía en que Arsenio Vallés los detenga, así que acelera el paso para llegar a Villa Penitencia antes que la turba para poder avisar al cuerpo de guardia. Sube la cuesta corriendo, resbala un par de veces, resopla, su cuerpo, tan enclenque, no está hecho para el ejercicio, y menos aún con este calor y los nervios que apenas le dejan respirar.

—Unos cuarenta negros vienen hacia aquí armados hasta los dientes —consigue decirle a Sobacos—. Da el toque de alerta.

La corneta suena justo cuando él entra en las dependencias de Ulises Balboa. Dedoslargos, sentado al borde de la cama, se levanta, alarmado.

—¿Qué pasa?

Mientras el doctor Rozadilla prepara la inyección va explicando lo que ha visto en el pueblo. Lleva paños húmedos para colocar en la frente y en las extremidades del capitán. Y cuando Dedoslargos salga a organizar el zafarrancho de combate, le aplicará una lavativa de sulfato de sosa y agua. Deberá inyectar la solución muy despacio, con cuidado, bajo la piel, para evitar la aparición de flemones, y esperar que el paciente se recupere. Reconoce que es un método poco científico, pero también cruza los dedos.

El primero en disparar contra la multitud es Bizco. Al oír el toque de corneta ha abandonado el puesto de guardia en el calabozo y ha visto a los negros abriéndose paso entre los cacahuetes del camino que asciende hasta Villa Penitencia. Ha cargado el fusil y ha abierto fuego. Un negro ha caído y el resto se ha parado de golpe. Han empezado a gritar y a amenazarlo de muerte. A Bizco le han temblado las piernas, pero ha continuado apuntándoles, a la espera de refuerzos. Codogallina y Piernadepalo llegan a tiempo para añadirse y contener el avance de los negros. Dan el alto, y cada vez que alguien lo rompe, disparan.

—¡Atrás! —ordenan.

Moisés Corvo se ha encaramado al lecho para atisbar qué está pasando a través de las rendijas de los tablones de madera. Si los negros rompen esta primera línea de defensa, está perdido.

—¡Dejadme salir! —pide, a gritos.

Los soldados le ignoran.

Percival Cartwright está en la cama, abrazado a las dos hijas del señor Cuarón, un cubano que, como el señor Crespo, cumple condena en la isla, pero que, contrariamente a su compatriota, no se relaciona con ningún europeo. Las chicas, piel suave del color de la canela, aún siguen durmiendo. Hace rato que Percival está despierto, pero aprovecha la tranquilidad del día para pensar, abrazado a ellas. Le molesta la insistencia de aquel soldado entrometido. Espera que los militares a quienes ha contratado para que le sigan hagan bien su trabajo y no se limiten a cobrar en especies y a rascarse los huevos, como siempre suelen hacer.

Si hoy es festivo, se debe a la multitud de catalanes, mayoría en la isla, que celebran el lunes de Pascua. Es uno de los pocos días del año en que se permite descansar a los jornaleros, por lo que Percival Cartwright se puede levantar al mediodía sin tener que oír los cánticos ni la palabrería incesante. Incluso puede oír el gorjeo de los pájaros que anidan bajo los tejados.

Olor a cacao, el mejor del mundo, el suyo.

Una de las chicas suelta un pequeño ronquido y se da la vuelta, dormida, rozándole la pierna con el culo.

Percival Cartwright esboza una sonrisa.

Diez minutos más tarde, la sonrisa se ha transformado en una mueca de pánico. Las chicas han salido a toda prisa, completamente desnudas, y a él lo bajan por las escaleras atado de pies, golpeando los escalones con la cabeza.

Los negros se han distribuido por todas las habitaciones de la mansión y le han prendido fuego.

Percival Cartwright pide ayuda a gritos. Los negros le miran en silencio. Ahora no es nadie. Ahora ya no es poderoso. No les puede hacer nada. Es un miserable atemorizado y llorón que suplica por su vida.

Los negros que llevan el cadáver de Dámaso Echanove se dirigen a la iglesia improvisada, a buscar al padre Juanola.

Alguien le ha advertido a primera hora que los ánimos se estaban calentando en la ciudad, que habían encontrado a otra tribu asesinada y que era muy posible que hubiera altercados de nuevo.

El padre Juanola ha corrido al palacio del gobernador a informar de la situación a José Aguirre Montes de Oca y a buscar refugio.

—¿Dónde ha sido esta vez?

—No lo sé, señor. En la selva, hacia el este. Es todo lo que me han sabido decir. Por lo visto, un pelotón de soldados lo ha descubierto. Han llegado a primera hora.

El padre Juanola no sabe nada de la detención de Moisés Corvo, ya que el fernandino que le ha puesto al corriente tampoco estaba enterado.

—¿Y qué hacían allí los militares?

—No sabría decirle, señor, pero me temo que eso es lo que menos nos importa ahora mismo.

El secretario Roque Plaza hace acto de presencia en el despacho del gobernador. Lleva la camisa mal abrochada y no se ha peinado. En la barba le quedan bolitas de la manta. Se sorprende al encontrar allí al padre Juanola.

—Me acaban de comunicar que hay disturbios en toda la ciudad. Y han visto a algunos negros del Congo dirigiéndose hacia Villa Penitencia.

—Sabía que esto acabaría ocurriendo —masculla el gobernador.

—Mandaré un cable a Muni para que el destacamento que tenemos en el continente venga lo antes posible —dice Roque Plaza—. Pero no los tendremos aquí antes de dos días.

—¿Cuántas patrullas hay ahora mismo en Santa Isabel?

—Lo desconozco, señor. Normalmente hay un par de guardia, pero hoy…

—Ordene que vengan al palacio. Si a alguno de estos salvajes se le pasa por la cabeza asaltarlo, no tenemos ningún tipo de defensa.

—También voy a enviar un boy a Villa Penitencia —propone Roque Plaza—. Cuando el capitán Balboa tenga la situación controlada allí, ordenaremos que se desplieguen por toda la ciudad y entren en el Congo.

—Sí. —José Aguirre Montes de Oca acecha por la ventana, preocupado—. Se me ha acabado la paciencia. Quiero a todos los alborotadores bajo tierra.

Codogallina y Piernadepalo se están quedando sin munición cuando les llega el relevo. Bizco dispara sin apuntar, parapetado detrás de una palmera, con la intención de asustarlos y que se marchen, para que los soldados puedan salir del cuartel. Este camino es la única vía de entrada desde la ciudad, y el otro acceso conduce a la selva. Cruza los dedos para que ninguno de esos negros haya pensado atravesar la vegetación y atacarles por la retaguardia.

—¿Cuántos son? —pregunta Silva.

—Unos veinte o treinta —calcula Codogallina—. No lo sé, se esconden y salen en grupos de tres.

Disparo, disparo, hijosdeputa, disparo.

—¡Silva! —grita Moisés desde la cárcel—. ¡Silva! ¡Déjame salir, maldita sea!

El alférez le oye, pero ahora mismo lo último que quiere es tenerle a su lado. No ha dormido desde ayer, y le cuesta pensar con claridad.

—¿Qué hacemos, alférez? —Codogallina, levantando una ceja—. ¿Le sacamos?

—¡Calad las bayonetas!

—Pero…

—¡Calad las putas bayonetas!

La tropa mira sorprendida a Conrado Silva. Ahora son siete soldados, turnándose para disparar en dos hileras. Los bubis aprovechan el momento y avanzan unos cuantos metros.

—Con el debido respeto, señor, pero necesitamos a todos los que estén disponibles —interviene Piernadepalo.

El cabo Uñas le suelta un sopapo y brama:

—¡Ya habéis oído al alférez, cagüenvuestrosmuertos! ¡A callar y punto! ¿Me se entiende?

El sol desaparece detrás de una nube negra, y el camino a Villa Penitencia se vuelve oscuro. Los bubis comprenden que esto les da una pequeña ventaja y dejan de gritar. Algunos empiezan a reptar por el suelo, como serpientes. Otros intentan avanzar desde la espesura de los árboles a ambos lados del camino para pillar a los españoles por la espalda.

Llueve.

Una lluvia repentina e intensa, el cielo se rompe e inunda la isla con un agua caliente, de gotas pesadas que rebotan contra las hojas de los árboles en un estruendo ensordecedor, levantando manchas de un suelo tan seco que se agrieta.

Uno de los bubis profiere un alarido mientras corre hacia la hilera de soldados con un machete en la mano. El grito se corta en seco cuando un disparo le fulmina y le hace caer de bruces sobre el barro. Otros dos bubis le imitan. Uno de ellos cae abatido por otra detonación, pero el otro llega hasta los soldados y adentra el cuchillo en el estómago de Conrado Silva. El alférez coge al bubi por los brazos y se defiende con un cabezazo que le deja aturdido. Luego mira el mango del cuchillo saliéndole del abdomen. No siente el dolor, pero está ahí. La sangre que va empapándole la camisa es suya. A su lado, Uñas no sabe cómo reaccionar. El alférez sigue de pie, pero se ha puesto tan pálido que parece un espectro.

—¡Avise al doctor! —le grita el cabo.

El alférez Silva se dobla de rodillas y cae sobre su espalda. Tiene la vista perdida en el cielo negro de Fernando Poo y se sujeta el cuchillo con fuerza. Dos soldados le recogen y le llevan en brazos a cubierto. No llegará al cuartel. Es hombre muerto. Ha muerto en combate, como su padre siempre afirmaba que era honroso morir. Pero siente que ha fallado a sus hombres. Que no ha estado a la altura de lo que se esperaba de él. Que no es justo. No es justo morir aquí y ahora, acuchillado por un negro rabioso que yace a pocos metros de él.

Ya no oye llegar a los caballos. Ni oye el trueno que enmascara los disparos de los jinetes. A los bubis que retroceden aterrados. A Pecholobo que les persigue espoleando la montura colina abajo. El alférez Silva muere y su último pensamiento es que no ha estado a la altura.

Percival Cartwright cuelga cabeza abajo de una palmera, en la plaza, frente al palacio del gobernador. Se mueve como un pez recién pescado e implora que le liberen.

Héctor, el negro a quien hizo luchar en la mansión que ahora está en llamas, lo ha cargado hasta Santa Isabel.

Percival Cartwright les ha ofrecido dinero. Les ha ofrecido la finca. Ha intentado hacer lo único que sabe hacer bien: comprarlos. Pero esta vez no, señor Cartwright. Nosotros no queremos dinero.

El gobernador y Roque Plaza observan la escena desde una ventana del palacio. Están escondidos detrás de una cortina, con la esperanza de que los bubis no les vean. Las puertas del edificio están bloqueadas por dentro, pero no saben cuánto podrán resistir, ahora que no queda ningún soldado de guardia.

Héctor coge un machete y detiene el movimiento espasmódico de Percival Cartwright con una mano. Le mete los dedos en la boca y se la abre. El terrateniente no se atreve a moverse, por miedo a que le arranque media cabeza de un tirón.

El padre Juanola reza en la capilla del palacio.

Olor a chamusquina y a hierba mojada. La lluvia apaga el incendio de la finca del señor Cartwright.

Toque de corneta en Villa Penitencia.

Ventanas cerradas.

Pies descalzos sobre el barro.

El tiempo se detiene.

El Primer Regimiento Destacado de Infantería de Marina se dirige a Santa Isabel.

Los caballos relinchan.

Moisés Corvo trata de reventar la puerta a patadas.

Héctor alza el machete hasta la yugular de Percival Cartwright.

El sierraleonés chilla como un animal en el matadero.

El hierro rebana el cuello y hace brotar un chorro de sangre.

Percival Cartwright chapotea mientras se desangra.

Los bubis levantan los brazos y las voces, y se dirigen a las puertas del palacio.

Dos disparos abaten a uno de los sublevados por la espalda.

El resto no se da cuenta hasta que no cae el segundo.

Pecholobo, desde el caballo al galope, atraviesa el pecho de un negro con el sable.

Una bala astilla la cabeza de Héctor, que tarda en caer, como si su cuerpo no aceptara que ha muerto.

Los bubis se dispersan ante el ataque de la caballería.

La puerta del calabozo cede y Moisés logra tirarla al suelo. No hay nadie vigilándole.

A un lado, el camino a Santa Isabel, donde el sonido arrítmico del tiroteo se impone al aullido rabioso de los sublevados. Al otro, el camino a Basilé, a la plantación de Adolfo Leopoldo Crespo.

Un relámpago ilumina la selva.