III

Moisés se lanza sobre Osvaldo, pese a los gritos de Conrado Silva ordenándole que se esté quieto.

Abre la casaca y busca la herida entre la tela ensangrentada. Ignora los gritos de los soldados y se centra en encontrar la hemorragia, mientras Osvaldo agoniza, pálido, la mirada perdida, las manos aferrándose a los brazos de Moisés con la poca fuerza que conserva. Moisés coge el reloj y se lo guarda en el bolsillo, tembloroso.

Alguien le clava una coz en las costillas y le hace caer de lado. Dos soldados se apresuran a atender a Osvaldo, y un tercero clava una rodilla en la espalda de Moisés para retenerlo sobre el barro. Cuando Moisés intenta liberarse, la voz de Pinreles le susurra al oído:

—Ya te dije que no nos gustaban los justicieros.

Y le hunde la cara en el lodo.

Moisés se maldice por haberle dado ese puñetazo a Pinreles el día que le amenazó. Pero ahora no puede lamentarse, no con Osvaldo muriéndose a su lado.

Mejillas y Ceras intentan reanimarle, pero no saben por dónde empezar. La sangre les llega hasta los codos, y las miradas entre ellos son cada vez menos alentadoras.

Conrado Silva se acerca y coge el fusil de Moisés. Acecha el poblado, como si no hubiera reparado antes en él. Traga saliva ante el horror de los cadáveres distribuidos por todas partes de forma macabra. Moisés no puede verle murmurando un padrenuestro.

Mejillas se aparta de Osvaldo y se dirige hacia Moisés. Patada en las costillas. Ceras le imita. La rabia esconde el dolor, y Moisés aprieta los dientes y contiene el llanto.

—Él no se lo merecía. Él no tenía la culpa —le dice Conrado Silva, finalmente.

—¿Qué hacéis aquí? —responde Moisés Corvo.

—Te estábamos siguiendo.

La mujer que ha recibido el disparo en la pierna chilla de dolor. Uñas se acerca, saca el revólver y le descarga un tiro en la cabeza.

—¡No! —grita Moisés.

—¿Te gustan tus amigos negritos? —Pinreles, disfrutando—. ¿Te ponen cachondo las negras? ¿Cómo se llama esa? ¿Rosario, verdad? Sí, la mujer del señor Crespo. Seguro que te la has querido cepillar.

La otra mujer reprime un grito de terror. Se lleva los muñones a la boca y cae de rodillas, las piernas flaqueándole. Uñas pide permiso con la mirada al alférez, pero este niega con la cabeza.

—Asesinos… —les acusa Moisés Corvo.

Conrado Silva se coloca en cuclillas, a su lado.

—¿Quiénes? ¿Nosotros? Nos hemos limitado a seguirte hasta aquí.

—¿Quién es Minias Brota?

Pinreles se apoya un poco más y le hace resoplar de dolor.

—¿Qué?

Conrado Silva frunce el ceño, confuso.

—¿Quién es Minias Brota?

—Ese es tu problema, Bocas. Haces demasiadas preguntas. Y con tanta pregunta has hecho enfadar a mucha gente en esta isla. Y a gente muy poderosa. Te lo advertí en el San Francisco: todas las acciones conllevan una consecuencia, y tú has tensado la cuerda demasiado tiempo. El señor Cartwright está muy disgustado con tu actitud, Bocas. Te prohibí que fueras a verle, y me desobedeciste delante de todos. Y después aún insistes en perseguirlo en su casa.

—Y me pegó un puñetazo —remacha Pinreles, mostrando el ojo morado.

—Y le pegaste un puñetazo —añade Conrado Silva.

—Sólo hablaré con el capitán.

—Pues claro que hablarás con él. Cuando te haga el consejo de guerra.

Deciden que Moisés cargue con el cuerpo de Osvaldo hasta que lleguen a la carretera principal. Una vez allí, lo atarán a la grupa de uno de los caballos con los que han venido. Así, de paso, evitarán cualquier intento de fuga.

No muy lejos, mientras cruzan el pantano donde ahora no hay ni rastro de las luciérnagas, Moisés piensa si no sería mejor fugarse y dirigirse a Baney, a la finca de Judas Malthus, donde encontraría refugio. Pero no lo conseguiría. Está derrotado, y no podría recorrer ni diez metros sin que le dispararan por la espalda, sin contemplaciones.

Silva, Uñas, Pinreles, Mejillas y Cera. Fabuloso. El comité de amigos de Moisés Corvo. Seguro que se han ofrecido voluntarios. Ya puede imaginarse a Percival Cartwright reclutándoles en Villa Penitencia, seguramente a cambio de nada. Necesito gente que me tenga controlado a ese soldado vuestro, el que hace preguntas. Necesito que cometa un error, que haga algo que no deba hacer, que esté donde no deba estar. Y entonces necesito que le cacéis.

Lo que Moisés desconoce es que Conrado Silva ha conseguido la promesa de mejoras para el cuartel y el destacamento por parte de Percival Cartwright si cumplen su parte del trato.

Cargan a Osvaldo sobre la grupa de uno de los caballos y le atan las manos a Moisés.

—¿Y con esta qué hacemos? —pregunta Pinreles, señalando a la mujer.

Silva se lo piensa.

—Es un estorbo. ¿De qué nos servirá llevarla hasta Santa Isabel?

Uñas amartilla el revólver y la mujer rompe en un llanto silencioso.

El alférez Silva vuelve a negar con la cabeza, no es necesario.

—Déjala. Volverá al poblado y no nos molestará. ¿Verdad que no, señorita? ¿Verdad que no nos molestarás?

Ella no lo ha entendido, y sigue con la mirada clavada en el suelo, esperando el tiro de gracia.

—En marcha —dice Ceras—. No me gusta estar fuera de la ciudad por la noche. No sabes a quién te puedes encontrar.

Mejillas y Uñas le ríen la gracia.

El pelotón llega a Villa Penitencia con los primeros rayos de sol. La guardia de la noche se sorprende al verlos aparecer con Moisés Corvo, sucio y harapiento.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Culitos.

—Despierta al capitán —ordena Silva—. Le llevamos a la cárcel.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Tú avísale.

Aún no han pasado ni dos minutos desde que Culitos ha entrado en el cuartel, y en Villa Penitencia no se habla de otra cosa. Han arrestado a Moisés Corvo.

Los soldados salen corriendo del dormitorio en ropa interior, sin apenas tiempo de calzarse las botas. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?

Moisés guarda silencio. Sólo quiere hablar con Ulises Balboa.

El sargento Pecholobo llega con la camisa completamente abierta, haciendo honor a su mote. El mostacho despeinado, como un cartucho de pólvora a punto de estallar, los ojos aún legañosos.

—Alférez, ¿puede darme una explicación?

—Hemos encontrado al soldado Bocas rodeado de cadáveres en el bosque, camino de Baney, sargento. Le hemos arrestado como sospechoso de asesinato.

—¿El soldado Bocas? —Y a Moisés—: ¿Tú qué dices, muchacho? ¿Qué tienes que decir?

—Sólo hablaré con el capitán —repite Moisés.

Ya no puede fiarse de nadie.

En ese mismo instante, el capitán Balboa se revuelve en la cama, sudoroso, la luz del sol filtrándose entre las maderas. Ha dormido muy mal. Se ha levantado un par de veces a vomitar, y siente unas punzadas en el vientre que lo doblan por la mitad.

Culitos trata de despertarle desde el otro lado de la puerta. ¿Capitán? ¿Capitán?

Ulises Balboa abre los ojos y la estancia parece dar vueltas a su alrededor.

—Espero que no sea urgente.

—Han arrestado a Bocas, señor.

El capitán no ha entendido ni una palabra. Es como si todavía continuara dentro del sueño. El delirio todavía durará unas horas. A media mañana, el doctor Rozadilla le atenderá y se irá con cara de preocupación. La fiebre demasiado alta.

—¿Es grave? —preguntará Dedoslargos.

—Aún no lo sabemos, teniente. Pero no pinta bien.

En este tiempo, Moisés creerá que el capitán también le ha abandonado.

Y la mujer sin manos que les ha estado siguiendo a escondidas toda la noche encontrará refugio en el barrio del Congo, donde contará todo lo que ha visto.

Este lunes de Pascua quedará marcado a fuego en el calendario de Santa Isabel como el día en que estalló la revuelta.