II

Tic tac tic tac el reloj se balancea en manos del botuko de Oloitia.

Tic tac tic tac.

El interior de la rijala es fresco y está lleno a rebosar. Están los guerreros que han conducido a los soldados, sí, pero también otros hombres medio desnudos pintados de pies a cabeza, con toda seguridad mirones curiosos ante la presencia de los hombres blancos.

A la derecha del botuko, dos o tres cabezas más bajito que él, su negativo: un hombre viejo y apergaminado, las costillas formando un acordeón bajo la capa de colgajos y amuletos, la sonrisa carente de dientes y un bigote de pelos perezosos y solitarios, las uñas largas como garras, todo él embadurnado de un blanco lleno de grietas. Es el bojiammò, respetado y escuchado por todos los habitantes de Oloitia, siempre con un pie en el mundo de los espíritus y un ojo en el de los vivos.

Sarpulan, que es como se ha presentado el botuko, habla algunas palabras de castellano. Julio Veracruz se sorprende de que este hombre conozca el idioma, pues los misioneros no han llegado hasta esta región. Por cortesía, sin embargo, no se atreve a preguntarle aún dónde lo ha aprendido, quién se lo ha enseñado. Es prioritario encontrar a los ingleses, y parece que este rey barrigudo, risueño como un crío, sabe dónde están.

—Vosotros venir buscar Eököríbba ba o bòllá —dice Sarpulan con un festivo sonsonete, mientras sigue meciendo el reloj delante de los ojos.

—El Lago de los No-Nacidos —traduce Surgate.

—Sabemos que lo busca más gente —Julio Veracruz, adoptando un tono de voz diplomático—. Quisiéramos saber si les han visto pasar.

Una culebra roja serpentea por entre los reunidos y obliga a los soldados a pegar un bote. El botuko se ríe de nuevo, la garganta rosada abierta como un volcán a punto de estallar.

—Sí, hombres blancos pasar por Oloitia hace días.

—¿Cuándo?

—Aquí no ser importante cuándo.

—¿Cuántos eran?

El reyezuelo pone los ojos en blanco para contar, mientras mueve los dedos.

—Cinco.

—¿Y han encontrado el… —Julio trata de encontrar la expresión en bubi, pero no lo consigue—… el lago?

—Depende.

El bojiammò se acerca al Sarpulan y le susurra algunas palabras al oído. Julio y los soldados esperan que siga hablando. Fuera, frente a la rijala, se apiñan las mujeres del poblado, y el ruido de sus voces va en aumento hasta volverse un ruido agudo y nervioso. Hay algo que las inquieta. Los hombres las ahuyentan a gritos, lo bastante como para que retrocedan un par de metros y luego vuelvan a tapar la entrada de la casucha. Un muchacho entra con un plato rebosante de troncos de palmito, que los huéspedes aceptan hambrientos. Otro par más de serpientes se cuelan entre las piernas y se enroscan en las patas del taburete del botuko, el único que no se sienta en el suelo.

—¿Qué quiere decir con depende? —interviene Cejajunta.

La papada de Sarpulan tiembla al volver la cabeza. Va tocado con unas hojas de plátano resecas a modo de corona. Y no deja el reloj por nada del mundo.

—Hombres blancos encontrar lago, sí. Pero hombres blancos no saber ver lago.

Cejajunta lanza un fuerte resoplido, harto de adivinanzas.

—¿Y eso qué cojones significa?

—¡Cojones significa! —repite Sarpulan, y el bojiammò aplaude.

Julio Veracruz trata de resolver el intríngulis:

—Ese lago, ¿está muy lejos?

—Depende.

—Órale —se queja Baltasar Coronado, las piernas cruzadas bajo las nalgas, un rictus de asco. Le da un bocado al troncho, suculento—. Preguntamos si los ingleses han encontrado el lago y nos dice que tal vez, preguntamos si estamos muy lejos, y vuelta a empezar. ¿Alguien más, aparte de mí, tiene la sensación de estar perdiendo el tiempo con esta bola de grasa?

Sarpulan le mira con expresión de interés, de naturalista catalogando una nueva especie de fanfarrón. Mueve la cabeza de un lado a otro, como un gallo que quiere tenerlo todo controlado. Con un gesto de las manos, pide a los guerreros que cojan a Baltasar y le lleven ante él. Estos le pinchan suavemente bajo las axilas con la punta afilada de la môchica, y Baltasar se ve obligado a enderezarse y a dar un par de pasos ante la expectación de todos. El rey le invita a sentarse y, cuando está en el suelo, le examina con cuidado, estudia sus tatuajes, comprueba la tensión del pelo y hace un recuento de sus dientes amarillentos. Baltasar no se atreve a llevar la contraria y se deja examinar por Sarpulan, que va intercambiando algunas palabras con el bojiammò.

—¿Qué están diciendo, Chocolate? —pregunta, con un hilo de voz.

—No les entiendo, no conozco el dialecto.

Julio Veracruz espera a que Sarpulan se canse de Coronado para volver a inquirir.

—Nos gustaría saber si tenemos su permiso para llegar hasta el lago, y si nos podrían facilitar un guía.

Sarpulan reflexiona sobre la petición —o trata de entenderla, en silencio, durante unos instantes— y responde:

—Eököríbba ba o bòllá ser lugar sagrado para mi tribu. Hombres blancos querer poder suyo, que ser poder de Bioko. Mi abuelo ya custodiaba el lago, y abuelo suyo también, y abuelo de abuelo suyo también. Nosotros no poder evitar que estos hombres blancos lo despierten. Estar escrito en destino nuestro que tarde o temprano ellos aprendan a despertarlo.

—¿Despertarlo? —pregunta Julio Veracruz.

—Lago duerme sólido como roca dorada. Nadie que no conozca sabrá nunca que está delante, o encima. Lago sólo despierta con estallido de relámpago y fuerza de tormenta. Entonces roca vuelve líquida y brilla como oro. Es el momento en que los No-Nacidos brotan de él y se pierden en la selva. Hombres blancos aún no han conseguido despertarlo, pero lo harán pronto. Y vosotros debéis estar allí en el momento en que lo consigan.

El bojiammò refrenda las palabras con un murmullo grave. Pone los ojos en blanco y eleva las manos en un temblor ascendente. Los bubis se arrodillan todos a la vez y repiten la salmodia en voz baja. Las serpientes se desenroscan y abandonan la casucha. Una araña grande y peluda, de llamativos colores, escala por el tobillo del bojiammò hasta las rodillas, y de allí hacia el estómago, donde se detiene. Surgate quiere advertirle, pero se reprime. Los españoles no paran de mirar a ambos lados y se persignan. Huevazos reza un padrenuestro. Baltasar aprovecha para volver con el resto y alejarse del botuko.

—¿Qué tiene ese lago? ¿Qué es? —interrumpe Julio Veracruz.

Sarpulan se acaricia la papada, en señal de que todo lo que está diciendo es cierto.

—En el Eököríbba ba o bòllá no hay pasado, presente ni futuro, como vosotros lo conocéis. Todo está entrelazado, como en selva es imposible separar raíz de ceiba vieja de tronco de otra que nace.

Julio Veracruz busca las reacciones de sus compañeros de expedición. En sus rostros, una mezcla de incredulidad, fascinación y miedo. Surgate toma la palabra:

—No sé si lo he entendido bien. ¿Está diciendo que el lago es una puerta abierta a otros tiempos?

El reyezuelo se hurga el ombligo con el dedo índice, despacio, y responde:

—El lago es todos los Tiempos.

—El último rincón de la Atlántida, como dijo el hermano Lacunza —le dice Surgate a Julio Veracruz.

—Y ahora está en manos de los ingleses —protesta este, que vuelve a dirigirse al botuko—. Pero dice que custodiabais el lago desde hace muchas generaciones.

—Sí.

—De camino a Oloitia fuimos atacados por una tribu de monstruos blancos. Tenía entendido que eran ellos quienes lo protegían.

—Y tener razón. Ellos vigilan quién entra y quién sale.

—¿Y por qué permiten que los ingleses lo hayan encontrado? ¿Por qué no les han detenido? ¿Por qué no hacéis nada?

El bojiammò se adelanta al botuko a la hora de responder. Pronuncia unas palabras en bubi, el semblante serio. Sarpulan traduce:

—Ser misión vuestra.

Cejajunta se pone en pie, enfurecido, y señala con el dedo al botuko.

—Ya me he hartado de cuentos de hadas. Quiero ver a esos salvajes blancos cara a cara, a ver si tienen cojones de decírmelo en persona. Todo esto no tiene ningún sentido, señor Veracruz. Son un grupo de negros intentando engatusarnos, a saber con qué intenciones.

—Pienso lo mismo que el cabo —aprueba Baltasar Coronado.

Sincuello y Huevazos asienten con la cabeza.

El bojiammò coge la araña de su regazo y le pega un mordisco. De la boca del hombre chorrea la sangre del insecto, que todavía mueve las patitas peludas sobre las mejillas pintadas de blanco. Intenta fugarse sin saber que ya está muerta. El bojiammò mastica el abdomen y, cuando la araña ha dejado de moverse, le arranca las extremidades de un tirón. Se acerca a Cejajunta y le agarra por el cuello. Baltasar salta para ir en su ayuda, pero los guerreros le detienen con las lanzas. Julio Veracruz y Surgate se temen lo peor. Las manos del bojiammò rodean la cabeza de Cejajunta, que ha palidecido. De pronto, el negro le escupe una masa gelatinosa, mezcla de saliva y vísceras del artrópodo. Cejajunta quiere gritar, pero se obliga a no abrir la boca. El bojiammò le restriega la mezcla por toda la cara hasta teñirla de un tono granate. Dice unas palabras en un idioma que Surgate no reconoce. Suenan a imperativo, pero también a bendición.

—Marcharéis pasado mañana —indica el botuko Sarpulan.

—Quisiéramos llegar al lago mañana, si es posible —negocia Julio Veracruz.

—Tormenta no llegará hasta mañana de mañana. Lago no estará listo hasta entonces. Os debemos preparar a vosotros también.

—¿Preparar?

—Los monstruos blancos así lo desean.

—¿Quiénes son esos monstruos blancos? ¿Por qué no podemos verlos ahora?

—Binokonokko böhótótó sólo se muestran a quien está preparado para verlos.

—¿De dónde salen? ¿Por qué nos siguen?

—Su voluntad es que cumpláis vuestro Destino.

—Y si nos necesitan, ¿por qué no podemos verlos? ¿Por qué usted sí y nosotros no?

—Porque monstruos blancos me criaron y me enseñaron idioma vuestro para cuando llegara ese día.

—Y el día es mañana —interviene Baltasar Coronado—. No perdamos más tiempo.

Sarpulan coge el reloj y lo sostiene de nuevo ante él. Les hace un gesto para que lo observen con detenimiento.

—Tiempo, amigos, aquí es nuestro.

Hasta ese momento no se han fijado. Se les había pasado por alto. Incluso después de darse cuenta de que los días eran sorprendentemente más cortos en esta zona de la isla. Las agujas del reloj describen su arco ininterrumpido más rápido de lo que deberían hacerlo. Los segundos, los minutos y las horas transcurren precipitadamente. Cada vez que parpadean han pasado dos segundos. En cada respiración, diez. En el tiempo que tarda la palma que les han servido en caerles de las manos al suelo, asombrados, la manecilla de los segundos da una vuelta completa a la circunferencia.

Tic tac tic tac

Tictac tictac

Tictactictactictac