XIII

—¿Quieres ir a ver elefantes?

Osvaldo es quizá uno de los pocos soldados en quien Moisés todavía puede confiar. Bobalicón, simple y con un sentido del humor propio de un niño de cuatro años, Osvaldo siempre ha sido más un estorbo que alguien con quien contar. Ahora mismo, sin embargo, Moisés no está en condiciones de seleccionar aliados.

El plan es viajar a la finca de Vainillas Holandesas para encontrarse con Judas Malthus e intentar convencerle de que devuelva a Rosario a Adolfo Leopoldo Crespo. Por lo que ha podido sacar en claro de la conversación con Boluba —que la resaca no ha borrado de su cabeza—, la hermana de Chocolate se quedó embarazada de uno de los inversores de la compañía para la que trabaja Judas. Ahora, el hombre ha enviado a buscarla. ¿Qué intenciones tiene con respecto al bebé? ¿Quiere llevárselo a Europa o quiere hacerlo desaparecer? Chocolate dijo que ella temía por su hijo, y eso podría poner en peligro la vida de Rosario, que está a punto de salir de cuentas. Quién sabe si Judas provocará un aborto y regresará en el San Francisco la primera semana de junio, cuando el vapor vuelva a la isla. Quién sabe si el padre quiere que secuestre a Rosario y se la lleve a Europa.

Sólo hay una forma de saberlo, y es encontrándole y hablando con él.

Moisés debería haberse dado cuenta antes, la última vez que vio a Judas. Fue el día que le arrestaron por incordiar a Percival Cartwright, cuando hacía un control de paso con el cabo Uñas. Judas venía de Casa Habano, adonde había ido con la intención de encontrar braceros. De acuerdo que en aquel momento Rosario aún no había desaparecido, pero cuando Boluba dijo que unos blancos que buscaban un guía le habían vapuleado, debería haberlo pensado. Pero podría haber sido cualquiera, a la postre. No valía la pena romperse los cuernos. Saldría de Santa Isabel hacia Baney y volvería antes de que finalizara el permiso que le había concedido el capitán Balboa. Y llevaría a Morritos con él. No era cuestión de pasearse solo por la isla y tener un susto.

Quizá se acabaría quedando en Baney. Quizá colgaría el uniforme y se enrolaría en Vainillas Holandesas, con Judas Malthus como jefe. Menos quebraderos de cabeza, claro que sí. En Fernando Poo, el uniforme no ha hecho más que traerle problemas con todo el mundo. Y Judas le ha tendido la mano desde el principio.

—¿Pero no me dijiste que sólo había elefantes en el continente? —responde Osvaldo.

—¿Te acuerdas de aquel pelirrojo del San Francisco?

Osvaldo apenas recuerda el nombre del barco.

—Sí —miente.

—Fue él quien me lo dijo. Y lo sabe porque ha cazado elefantes. Tiene algunos disecados en su finca.

—¿Y está muy lejos?

—Nadie nos echará de menos.

La mañana del 10 de abril de 1887, domingo de Resurrección, Moisés Corvo y Osvaldo Estrada preparan lo necesario para el viaje mientras medio pueblo se encuentra en la iglesia improvisada que los militares han levantado durante los últimos días. Comen en el hotel Thompson un caldo de pescado que les hace sudar la gota gorda y salen en dirección este hacia las tres de la tarde. Tienen por delante veinticinco kilómetros de caminata hasta Baney, pero la carretera bordea el bosque y es bastante ancha, y con suerte se cruzarán con algún carro que les ayudará a avanzar. Por si acaso, Moisés Corvo lleva encima la escopeta que le quitó a Bartolomé Brugués, y le ha dicho a Osvaldo que robe del cuartel varios cartuchos de munición. Nunca se sabe.

Cuando ya llevan un buen rato caminando y han dejado tan atrás Santa Isabel que ya no se ve la ciudad ni la costa, sino plantaciones a la izquierda y selva espesa a la derecha, Moisés toma la palabra:

—¿Qué se dice en Villa Penitencia estos días?

—Nada.

—¿No has hablado con los demás sobre la matanza de la tribu bubi?

—Conrado Silva no quiere que se toque el tema. Dice que distrae. Está más preocupado por las revueltas de los negros que por lo que pasó.

—Eso es porque no lo vio, Morritos.

—Tendría que haber ido.

—¿Qué?

—Aquella noche estaba de guardia contigo, donde Muertecita. Saliste corriendo y yo fui a buscar al doctor. Por el camino me encontré con Tatuajes y Sobacos, y les dije lo que pasaba. —La mirada de Osvaldo se pasea fugazmente por un hormiguero que cruza el camino—. Tuve mucho miedo. Y me dio vergüenza, porque no es propio de un soldado. Creí que no podría soportar lo que vería, y decidí quedarme en Santa Isabel.

—No podrías haber hecho nada.

—Soy un cobarde, eso es lo que soy. Mi obligación era ir, y me escapé. Ya ves tú qué soldado de medio pelo estoy hecho.

—No pienses más en ello. Ir sólo me ha traído problemas. ¿Nadie te ha dicho nada?

—No, ya te digo que Conrado no quiere que hablemos de ello.

—¿Nadie ha hablado de la matanza?

—No, Conrado dice que…

—No me refiero a eso. ¿Has oído a alguien vanagloriándose de ello?

—¿Vana qué?

—Si alguien presumía de haber estado allí.

—Pero allí sólo fuiste tú. Y después Baltasar y Sobacos.

—Mira, Morritos. —A ver cómo lo dice para no asustarle—: Creo que algunos soldados del cuartel acudieron al poblado bubi y mataron a los negros. Creo que lo hicieron siguiendo las órdenes de Roque Plaza. Y creo que lo volverán a hacer si nadie les detiene.

Osvaldo se para en seco y traga saliva. Está procesando la acusación de Moisés. No quiere creérsela.

—Eso no puede ser verdad.

—Es una sospecha, Morritos. Pero va cogiendo fuerza con cada día que pasa.

—No son capaces de hacerlo.

—¿Por qué no? ¿Porque tú no lo serías? ¿Has visto con quién estamos conviviendo, Morritos? ¿Sabes quién viene a parar a Villa Penitencia? Somos la fruta podrida que no entra en la cesta. Aquí, cualquiera de nosotros es capaz de lo peor.

—No es cierto. Somos militares, defendemos España.

—Abre los ojos, Morritos. Aquí la gente sólo defiende su culo. Y para mantenerlo blanco, sano y partido por la mitad, hay quien sería capaz de actuar como una auténtica bestia. Ya me lo advirtió el hombre al que vamos a visitar: esta isla puede dar la vuelta al corazón de la gente. Y no tengo ninguna duda de que lo está haciendo. Nos está volviendo salvajes a todos.

—Eso también te incluye a ti, Bocas.

—No lo dudes.

La noche anterior, Moisés Corvo había apostado dinero por la vida de un hombre. Lo había hecho impulsado por el momento, un dinerillo que ni siquiera era suyo, el ambiente de euforia lúdica que reinaba en el establo de Percival Cartwright. Lo que más le molesta de esa apuesta es que lo sitúa al mismo nivel de Roque Plaza, a quien cada vez tiene más cruzado. ¿Cómo puede pretender demostrar que el secretario es el culpable de las masacres si él mismo acaba haciéndole la pelota? Moisés quiere creer que fue el alcohol, pero sabe que se engaña.

—Entiendo que no les gustes a los compañeros. Me das miedo cuando dices esas cosas.

—El problema no está en decirlas. El problema, precisamente, está en fingir que no existen.

—¿Has matado a alguien?

—¿Y tú? —Moisés formula una pregunta como respuesta.

—No. Y no sé si podría hacerlo. Cada vez me veo menos capaz. No por falta de voluntad, claro. Pero sólo de pensarlo se me hielan las piernas y el corazón se me sale por la boca. ¿A ti no te pasa?

—No he entrado nunca en combate, si es lo que quieres saber. Me han disparado más a menudo algunos que se hacen llamar compañeros que el enemigo. Y no he tenido que devolver el fuego.

—Este es mi primer destino. Estoy aquí de casualidad. Me enrolé en Cádiz y buscaban a alguien para relevar en Fernando Poo.

—Y pensaste que verías elefantes.

—Sí.

—Pues espero que ya hayas aprendido la lección.

—¿Qué?

—Nunca te presentes voluntario para nada en la Marina.

Los mosquitos hacen acto de presencia en masa con la llegada del atardecer. Primero son invisibles, sólo un zumbido molesto; más tarde, los soldados preferirían no haberlos visto, teniendo en cuenta su tamaño.

A medida que avanzan van pisando sus sombras, cada vez más alargadas. Como es la primera vez que hacen el camino, no saben cuánto les queda para llegar a Baney, pero sí empiezan a tener claro que tendrán que acampar. No se han cruzado con nadie que pudiera acortar el trayecto. Es como si caminaran por una isla desierta y fueran los dos únicos supervivientes de un naufragio.

—Antes no me has contestado —retoma la conversación Osvaldo, como si alguna chispa hubiera saltado en su cerebro.

—¿A qué?

—Cuando te he preguntado si habías matado a alguien. Me has dicho que nunca habías entrado en combate. No me has contestado.

Una sombra les sale al paso, de entre los árboles. Los dos hombres se asustan al toparse con ella de repente, y Moisés le apunta con el fusil. La sombra alza los brazos sin manos, ¡iálla bapotó, iálla!

Es una mujer, el pelo recogido con un pañuelo y los pechos al aire, llenos de rasguños. Acerca los muñones a Moisés, iálla, iálla, como invitándoles a seguirla hacia el bosque.

—¿Qué dice? —se alarma Osvaldo.

—Nos está pidiendo ayuda.

—Pero ¿por qué?

—¿Ké è? —interroga Moisés.

Las palabras de la mujer, sin embargo, son incomprensibles. Los nervios y un acento cerrado las blindan al oído de los soldados. Ella vuelve hacia la selva, las hierbas altas ocultando sus piernas hasta las rodillas.

—¿Qué hacemos?

La mujer se da la vuelta y ve que no la siguen. Vuelve a implorar, entre lágrimas. Bukeubuilé, dice. Y Moisés ahora sí la entiende, porque hace apenas dos semanas que escuchó esa misma palabra de boca del bojiammò Siacca.

Los malvados.

—¿Ö bösalábbë ehöbbá? —grita, desde lejos.

¿Los malvados del bosque?

—Ëë, böiè.

—¿Ahora?

—Tyuíi… —responde ella.

Por favor…

—Mierda.

—¿Qué hacemos? —Osvaldo, agobiado.

—Correr.

Cuando los dos se abalanzan en dirección a ella, la mujer sin manos sale corriendo hacia la selva mucho más deprisa de lo que habrían esperado. Conoce bien el sendero —un sendero casi inexistente— y se detiene de vez en cuando para esperarles. A medida que se adentran en la jungla, el sol se olvida del mundo real y les rodea la oscuridad. Si alguien ha pensado alguna vez que la selva es verde, se equivoca. La selva es negra, muy negra, se dice Moisés. Aún no han transcurrido cinco minutos cuando cae la noche y deben aminorar el paso. La mujer sigue corriendo y ellos la pierden de vista en cuanto acelera un poco. Luego vuelven a encontrarla, quieta, jadeando, indicándoles el camino con los muñones cicatrizados.

En un claro, les esperan otras dos mujeres. Tampoco tienen manos. Y tampoco hablan español. Una de ellas tiene los brazos salpicados de sangre, pero cuando Moisés se los examina no encuentra ninguna herida. No es su sangre.

—¿Cuánto falta para llegar?

Ellas no saben responder.

Las tres mujeres hablan entre sí y reemprenden la marcha. Osvaldo pregunta qué pasa, y Moisés le hace callar con el dedo índice en los labios. Poco a poco inician la ascensión de una colina. Tienen que ayudarse con las raíces de los árboles para poder escalar. Les sorprende que a ellas no les cueste nada trepar de roca en roca. Al cabo de un rato —¿cuánto tiempo habrá pasado desde que abandonaron la carretera?, ¿cuántos kilómetros llevan deambulando por el bosque?— llegan a una zona pantanosa. Hunden los pies en el lodo hasta los tobillos y ralentizan el paso. Sus ojos se han acostumbrado a la oscuridad, y ahora la luna, en cuarto menguante, lo pinta todo de un tenebroso color plateado.

A la izquierda de los soldados se ilumina una lumbrera. Y como si fuera una señal, otra, y otra, y otra. Son luciérnagas que quieren aparearse y llenan el bosque con sus farolillos dorados. Algunas, sin miedo, se acercan a Moisés, que las ve batir las alas y elevarse hacia las copas de los árboles. Hay decenas, cientos, y les siguen en la carrera hacia quién sabe dónde, volando arriba y abajo, en una danza azarosa. A la luz de las luciérnagas, Moisés puede ver que una de las mujeres todavía lleva hojas de plátano atadas a los muñones. Y entiende quiénes son. El profesor Condeminas se refirió a ellas cuando habló de su esposa. Las mujeres que han sido infieles a sus maridos son expulsadas y abandonadas a su suerte en la selva, después de haberles cortado las manos. Estas tres habrán sobrevivido ayudándose mutuamente, cerca del poblado que las rechaza. Cerca de sus hijos.

Las luciérnagas se van apagando poco a poco hasta convertirse en un recuerdo onírico del paso por el pantano. Un poco más allá se adivina movimiento. Las mujeres se detienen y se agachan, atemorizadas.

Moisés no se lo piensa dos veces y grita amenazas y blasfemias que su fusil piensa secundar. Osvaldo le sigue a distancia. Los bramidos del soldado resultan ser en vano cuando irrumpe en el poblado bubi y se repiten las imágenes de hace quince días.

Las mujeres lloran y corren a buscar a sus hijos, pero son incapaces de reconocerles, y eso aumenta su desesperación. Apartan los cuerpos de los niños con los brazos ensangrentados.

Como en la noche de la Anunciación, hay un montón de mujeres amontonadas en el centro del poblado. Como entonces, hay un montón de cadáveres alineados en la entrada de las cabañas. El movimiento que había atisbado es el de cuatro cabras que yerran entre la masacre.

No queda nadie vivo.

Pero ahora tiene tres testigos.