XII

Los krumans se niegan a continuar ante los dos arcos hechos con troncos de helecho arborescente y palos de iko, de los que cuelgan hasta una docena de cráneos de mono y antílope, plumas de todos los colores, conchas gigantescas y calabazas rellenas de patas de gallina. Se arrodillan y niegan con la cabeza, y no quieren ni mirar la entrada a una empalizada que asciende en espiral hasta el poblado, todavía invisible. Melitón grita ¡Oloitia! y se pierde por entre los muros de caña y estacas. Surgate le llama, pero Melitón ha desaparecido tras la curva y no contesta ni vuelve.

—¿Son amigos, hermano Jeremías? —pregunta Julio Veracruz, nervioso.

—Nos han dejado llegar hasta aquí. Si no fuéramos bienvenidos, nos habrían detenido antes —responde Surgate, que no las tiene todas consigo.

Cejajunta se faja el fusil en el pecho.

—¿Es absolutamente necesario entrar?

—Si queremos saber dónde están los ingleses, sí. —Julio Veracruz se rasca la nariz, preocupado—. Los braceros pueden esperar aquí.

—Entonces entraremos nosotros primero. Tatuajes, cubre la retaguardia. Huevazos, Sincuello, venid conmigo. Amunicionad las armas. —Y de nuevo, dirigiéndose a Julio Veracruz—: ¿Nos da permiso para disparar?

—Sólo si ellos atacan antes.

Inician la ascensión por el pasillo formado por las cañas, que va girando poco a poco hacia la izquierda. En los postes encuentran cazuelas llenas de agua y de resinas, ristras de saín reseco y calaveras de animales que les inquietan. Sopla un poco de aire que mueve los penachos y hace entrechocar los huesecillos anudados entre sí, que producen un tintineo aterrador. Es como si hubieran abandonado la selva —las estacas de la empalizada tienen más de dos metros de altura— y ya no oirán ningún ruido salvo el de los objetos que les rodean.

La espiral aún se alarga unos cincuenta metros y no ven su final cuando oyen el cántico lastimero de los braceros implorando piedad a los espíritus del bosque. Detienen el paso, la piel de gallina. Surgate vuelve a gritar:

—¡Melitón!

Ninguna respuesta.

Siguen avanzando, y el sol ya se oculta tras la empalizada, filtrándose en destellos entre las cañas. Parece que la sombra se abata veloz sobre ellos y que el frío le acompañe. El frío. Quizá será por la altura, se dice Julio Veracruz, pero es la primera vez desde que puso un pie en esta isla que el bochorno ha desaparecido. El vello de la nuca se eriza y las palmas de las manos sudan a causa de los nervios. Julio blande un machete ante sus morros. Ahora se arrepiente de estar aquí. Podría esperar a los ingleses en Concepción, cuando volvieran al barco, y abordarles con la seguridad de quien lo tiene todo a su favor. Pero no, había que arriesgarse, internarse en esta jungla donde una misteriosa tribu de monstruos blancos no les pierde de vista. Muy bien, Julio, muy bien. ¿Dónde queda ahora la vida fácil del ministerio? ¿Dónde queda ese despacho que te prometieron cuando volviste de Alejandría con metralla en la pierna? Serás inconsciente…

—Jefe. —La voz de Baltasar Coronado le saca de sus preocupaciones—. Jefe, tenemos compañía.

Tres guerreros negros les siguen a unos quince metros de distancia. Llevan hojas resecas de plátano en la cabeza y en los genitales, y todo el cuerpo pintado con franjas rojas y amarillas. Y lo más importante: blanden lanzas más altas que ellos.

—Tranquilo, Tatuajes. Si no hacen nada, tú tranquilo. Sigamos caminando.

Los tres guerreros no les pierden de vista, y los soldados están más pendientes de ellos que de lo que tienen delante. Por eso no ven aparecer a cinco guerreros más, estos con arcos y flechas y enormes escudos, hasta que es demasiado tarde. Los militares no pueden continuar y los guerreros que llegan desde atrás les alcanzan en un santiamén. Están rodeados.

—Hermano Jeremías, demuestre que Dios está de nuestra parte —aconseja Julio Veracruz.

Surgate habla bubi, aunque no con fluidez. Se dirige al que cree que debe de ser el líder de los guerreros, el negro más alto, con máscaras en los codos y caracolas de rodillas para abajo. Venimos en son de paz, no queremos haceros ningún daño, queremos hablar con vuestro botuko. El guerrero oculta sus intenciones tras una cara llena de arrugas. Sus compañeros tensan los arcos.

—¿Disparo? —Sincuello, tembloroso.

—Aguanta, aguanta. —Julio Veracruz no levanta la voz, por si acaso—. Hermano Jeremías, ¿por qué no responden?

—Nos están estudiando. Aún no tienen claro si confiar en nosotros o no.

—¿Y qué tenemos que hacer para que confíen?

—Bajar las armas, para empezar.

Cejajunta se tensa aún más.

—Ni de broma.

—Haga caso al hermano Jeremías —murmura Julio Veracruz sin mirarle siquiera.

—El Remington es lo que les impide matarnos.

—Haga el favor de ordenar a sus hombres que dejen los fusiles en el suelo.

El tono ha sido tan agresivo que los guerreros se preparan para utilizar las lanzas.

—Démosles un obsequio —propone Surgate ante el mutis de los guerreros—. Una prueba de nuestra cordialidad.

—¿Qué le parece si les obsequiamos con plomo? —Baltasar Coronado, que amartilla su fusil.

El sol se está poniendo y la oscuridad difumina los contornos de los negros, que parecen espectros. Aún debe pasar un rato hasta que los ojos de los expedicionarios se acostumbren a la falta de luz. Un murciélago los sobrevuela, aleatoriamente díscolo.

Julio Veracruz rebusca en los pantalones, y los guerreros reaccionan suspicaces, acercando las lanzas. El espía ralentiza los movimientos, de acuerdo, de acuerdo, de acuerdo, todo va bien, ¿lo veis?, todo va bien, y rescata un reloj del fondo de un bolsillo.

—¿Bastará con esto?

—Debería bastar —responde Surgate, que coge el reloj, se pone de rodillas en el suelo y se lo ofrece al líder de los guerreros—. Bötuhò.

El líder baja la môchica y se acerca a Surgate con reticencia. Surgate aparta la mirada de los ojos, en señal de sumisión. El líder coge el reloj y lo mira del derecho y del revés. Un destello en la esfera por los últimos rayos de sol del día parece satisfacerlo. Se vuelve y habla a sus hombres en un dialecto tan cerrado que Surgate no lo entiende.

Pero debe de estar contento, porque el resto de los guerreros parece relajarse. Sin embargo, les siguen apuntando.

—Ahora estaría bien que dejáramos las armas en el suelo.

—Ya habéis oído al hermano, mecagoenlaputa —reniega Julio Veracruz.

Cejajunta tiene a uno de los guerreros husmeando a poca distancia y maldita la gracia que le hace deshacerse del fusil. Poco a poco, se agacha para dejarlo sobre la hierba. Los otros soldados le imitan, y los guerreros corren a coger las armas.

—Más vale que sepas lo que te haces —amenaza Cejajunta.

El líder se da media vuelta y camina hacia el poblado. Los bubis empujan a los soldados a seguirle con sus juguetes nuevos y cargados.

La espiral se va cerrando y cada vez se apiñan más negros en el exterior de las cañas, curiosos, moviendo las cabezas para buscar un resquicio por donde ver a los blancos que llegan al poblado. Finalmente, al cabo de un centenar de metros, la estacada desaparece y entran de lleno en una gran planicie plagada de cabañas entre colosales árboles de iko.

Los guerreros les conducen hacia una de las casas, que por la ostentosa decoración de la entrada debe de ser la rijala del botuko de Oloitia. Los niños les salen al paso, atemorizados, y se empujan y les tocan con los dedos para luego salir corriendo. Las mujeres les miran fijamente desde las puertas de las casuchas, mientras algunos negros se hacen los valientes tirándoles del pelo y hurgándoles la nariz, para volverse a poner a cubierto a toda prisa cuando alguno de los soldados les aparta con las manos.

De la rijala sale un negro gordo, medio desnudo, completamente pintado de amarillo, la cara como un reino de taifas, que recoge el reloj que lleva el líder de los guerreros.

—Creo que sé qué buscáis —dice, en castellano.