XI

La segunda vez que Moisés Corvo se planta ante la finca de Percival Cartwright lo hace acompañado de Alfonso XII Por La G. De Dios, retratado en las monedas de dos pesetas que le bailan en el bolsillo. Su primera visita acabó con una estancia en la cárcel. Cruza los dedos para que hoy la noche termine de otra manera.

Es sábado por la noche y el camino entre Santa Isabel y la mansión de Cartwright está bastante más transitado de lo que habría esperado. Algunos carros le adelantan y debe saltar al margen del camino para no verse salpicado de barro. Durante la tarde ha llovido un poco —¡por fin, por fin!, ha dicho Moisés—, lo suficiente como para dejar los dobladillos de los pantalones hechos un asco y hundir las botas en el lodo a cada paso.

Allí delante, la casa está iluminada. Sea lo que sea lo que ocurra, Percival Cartwright no se esconde. El doctor Rozadilla sólo ha dicho que se hacían apuestas. De acuerdo. Se juegan dinero. Él se gastará dos pesetas en la entrada y aún le quedará otra moneda para apostar. Lo que le preocupa es qué tipo de apuestas se realizan, sobre todo teniendo en cuenta que el señor Cartwright compra a los negros arrestados de Villa Penitencia para su uso.

En la puerta le recibe un negro delgado y viejo, tocado con una gorra de plato blanca y una guerrera llena de trencillas doradas, el bigote canoso chorreando hasta el cuello, la parodia de un botones. Moisés deja la moneda en su mano y le cierra el puño. El hombre ni se inmuta. Cuando Moisés hace el gesto de pasar, el hombre le cierra el paso.

—¿A quién viene a ver?

La contraseña. Había una contraseña, pero Moisés no la recuerda. Ya tiene bastantes problemas en la cabeza como para recordarla. Hace memoria. Sabe que era algún personaje de la mitología griega. Pero ¿cuál? Su conocimiento sobre las divinidades de la Grecia clásica es, como mínimo, ínfimo.

—¿Apolo?

Por la nula respuesta gestual y verbal de su interlocutor, deduce que erró el tiro.

—Era algo así. Un tipo griego —intenta convencerle—. Un dios o un héroe. Pero ahora no lo recuerdo.

—Será mejor que se vaya —recomienda el portero.

—Lo sabía, créame.

Pero no le cree.

Y lo que es peor, el hombre ya se ha embolsado la moneda. Quizá por la vía del soborno… Moisés toma la segunda y última moneda de dos pesetas con el rostro del monarca muerto en una cara y el escudo de España en la otra. El escudo con la inscripción Plus Ultra de las columnas…

—… ¡de Hércules! Vengo a ver a Hércules.

El negro abre la boca con una sonrisa de piano roto y le deja pasar.

—Bienvenido, señor —dice, y espera nuevos invitados.

Pasada la reja de la entrada, Moisés recorre un sendero cuyos márgenes están iluminados con farolillos de papel, deja a un lado la mansión y enfila una pendiente hacia los establos. A medida que se acerca, oye el ruido de la gente y el inconfundible sonido de copas brindando. Un trago no le vendrá nada mal. Tiene la garganta seca por los nervios. A pocos metros del establo, el millonario Eugeni Narváez le sale al paso.

—¡Amigo mío! ¿Qué le trae por aquí?

Le abraza. Moisés odia que le abracen. Sólo se deja abrazar si ha pagado antes y los pechos de la chica son generosos.

—La taberna ha cerrado temprano.

—Pues déjeme que le invite a una copa.

—No le diré que no.

Entran en el establo, que está lleno hasta los topes. Moisés calcula por lo menos unas doscientas personas. Ni rastro de caballos. Sólo hay un espacio vacío, una especie de escenario en el centro, delimitado por vallas de madera de unos siete metros cada lado. Desde el piso de abajo cuesta ver el interior del cercado, hay que acercarse mucho a los tablones para vislumbrar algo a través de las rendijas. Es por eso que debe de haber un piso superior, una gran balaustrada donde Moisés reconoce a algunos de los europeos que viven en Santa Isabel. Allí están los vascos que llegaron con el San Francisco, por ejemplo, pero también algunos hombres de la Compañía Hispano-Africana, de la Liverpool African o de la Woerman. Rodeado de gente, con una copa en la mano y una mueca seca en los labios, el secretario del gobernador, el excelentísimo don Roque Plaza Carbonell.

—Y su amigo, ¿no va a venir?

—¿De qué va esto?

Moisés prefiere obviar la pregunta del millonario. La frustración por no reencontrarse con Osvaldo le dura un par de segundos a Eugeni Narváez, lo que tarda en aparecer el entusiasmo por las novedades.

—No lo sé muy bien. Yo también soy nuevo.

Y deja la mano reposando sobre el antebrazo de Moisés, como quien no quiere la cosa.

No me toques, no me toques, no me toques.

Moisés retira el brazo con discreción.

Todo el establo es un estruendoso contenedor de conversaciones y tabaco, el humo ordeñando los lagrimales de Moisés. Los únicos negros que hay son los cuatro camareros que se afanan en servir a los europeos. Moisés llama a uno de ellos, que desaparece entre el gentío y vuelve al cabo de un rato con una copa de champán.

—Percival Cartwright sabe cuidar bien de sus huéspedes —afirma, y prueba el champán por primera vez.

Ceño fruncido y ataque de tos. Orín de rata con gases. Donde esté un buen anís…

—En esta isla tenemos que estar bien avenidos, ¿no cree?

—Sospecho que hay gente que no piensa como usted. —Moisés ve pasar a Liberto Reverte y encuentra la excusa para deshacerse del millonario—. Si me disculpa.

—Oh, por supuesto. Nos vemos luego.

Espero que no.

—No lo dude. —Huye—. ¡Liberto!

El vasco se detiene al oír su nombre y mira a Moisés. Durante unas milésimas de segundo parece que le cuesta reconocerlo, pero en seguida se arquean las cejas y se ensancha el bigote:

—¡Ah, nuestro amigo del San Francisco! ¿Qué está haciendo aquí?

—Eso me pregunto yo.

—¿No había venido antes?

—Estuve una vez en la finca, y la cosa no terminó bien. —Al ver que Liberto ya está buscando a alguien con la mirada, va al grano—. ¿Qué es todo esto?

—¿Esto? ¡África en estado puro, amigo! —Da una calada al cigarro que sostiene entre los dedos llenos de anillos de oro—. ¡Un combate limpio entre dos héroes de marfil!

—¿Una pelea?

—¡No lo reduzca a algo tan simple, hombre! ¿Conoce el boxeo inglés?

—No.

—Dos hombres se enfrentan en ese escenario. Lo llaman ring. Hay diferentes asaltos. Usted apuesta dinero por uno de los dos. Si su hombre gana, usted se lleva un dineral. Si pierde, mala suerte.

—A mí me suena a una pelea.

—No, no, no. Nada de eso. Una pelea es algo sucio. —Liberto Reverte debe alzar la voz porque ahora el alboroto ha subido de volumen, parece que ha llegado el señor Cartwright—. De salvajes. En esta lucha hay reglas. Debemos enseñarles a esos negros que somos gente civilizada.

La gente civilizada aplaude la entrada del dueño. El sierraleonés lleva un traje morado con un pañuelo amarillo al cuello, sombrero de ala ancha con una gran pluma rosada de cacatúa y mocasines relucientes. Abre los brazos para agradecer la bienvenida y la gente calla. Percival Cartwright sube las escaleras hasta el piso superior escoltado por el capataz de la finca, un hombretón de pocas luces y nudillos muy grandes. Se hace de rogar.

—¿Dónde debo hacer mi apuesta? —pregunta Moisés.

Liberto le riñe con la mirada, no hables tan alto, y señala al fondo de la cuadra, donde hay dos pizarras custodiadas por un par de ingleses de mejillas rojas con bombín. Moisés se abre paso y sortea el cuadrilátero mientras Percival Cartwright toma la palabra:

—¡Amigos! —dice, alargando la ese final—. Amigos. Gracias por venir esta noche otra vez. Estos son unos días difíciles, lo sé. Es peligroso salir de noche por Santa Isabel, pero estoy convencido de que la velada os compensará. ¡Os aseguro que os compensará! —Aplausos, claque y un vivaespaña que nadie sabe de dónde ha salido—. No me extiendo más, que no venís aquí para escucharme a mí. ¡Que empiece la Pygmachia!

Un ruido enmudece la apuesta de Moisés. El hombre del bombín dice que hay dos contrincantes: Héctor y Aquiles. Moisés se lo juega a cara o cruz y apuesta las dos pesetas por el primero.

—¿Quién gana? —interroga, a gritos, ahora que los asistentes vuelven a sus chillonas conversaciones.

—¡Y yo que sé! No son peleas arregladas, sir —responde el corredor, suspicaz.

—No, pregunto que cómo se proclama el vencedor.

El hombre se toca el bombín y hace un ademán serio, como de gravedad, todo flema británica.

—Es bien sencillo, sir: el que acaba con vida es el campeón.

Algazara general cuando Héctor y Aquiles aparecen encadenados de pies y manos por la puerta del establo. Se forma un pasillo hasta el ring, y los espectadores les lanzan la paja sucia del suelo, como si fuera confeti. Los dos negros avanzan cabizbajos uno al lado del otro, el pecho al aire y una falda de tela cubriéndoles las caderas. Algunas piedras se clavan en sus pies descalzos. El cabello corto, esquilado con cuatro tijeretazos, les queda lleno de paja. No se miran entre ellos, aunque se conocen. Moisés sólo identifica a uno de ellos. Le arrestaron el día después del incendio de la iglesia como uno de los alborotadores del barrio del Congo. Estos dos hombres deberían estar en la cárcel de Villa Penitencia. Sin embargo, no reconoce al otro, y eso que hace tiempo que le anda buscando: es uno de los que intentó asesinarle en el San Francisco. Pero tiene toda la cara medio desfigurada, no es su primer combate.

Los hombres entran en el cuadrilátero y son separados en dos rincones. Moisés se las ingenia para conseguir un sitio en el piso superior, desde donde puede tener una perspectiva de todo el ring. Los luchadores llevan himantes de cuero que les protegen las manos y el antebrazo y les dejan libres los dedos. Un árbitro se coloca en el centro del rectángulo y espera a que los espectadores se callen.

A unos diez metros de Moisés, Percival Cartwright se asoma a la barandilla para dar la señal del inicio del combate. A su izquierda, el padre Juanola. A la derecha, el secretario Roque Plaza. Las fuerzas vivas de Santa Isabel, más o menos, piensa Moisés, sólo falta el torero. Y cada vez está más convencido de que el secretario del gobernador es el responsable de las matanzas en los poblados indígenas, por mucho que el capitán Balboa le haya aconsejado que se olvide. Puede que Moisés tenga muchos defectos, pero la mala memoria no es uno de ellos.

La luz de las lámparas proyecta sombras terroríficas sobre las volutas de humo.

Percival Cartwright hace un gesto heródico y el árbitro empieza a parlotear:

—Señores, bienvenidos a la velada de Pygmachia. El noble arte de la lucha entre dos hombres, cuerpo a cuerpo, sin armas, sin trampas. El arte que nació aquí, en África, hace miles de años, y que se ha ido transformando en disciplina a través de los siglos, de la Grecia clásica hasta las calles de Londres.

El árbitro continúa haciendo referencias de lo más vagas a la historia y a la superioridad de Occidente, y Moisés aprovecha para fijarse en la gente.

Un montón de blancos ociosos en un territorio hostil que creen suyo. Esperan ver morir a uno de los combatientes para amortiguar el miedo que les provoca tener que convivir con ellos. A Moisés no le gusta tener trato con los negros: son iracundos, poco fiables y despiden un olor tan intenso que le repugna. Y es consciente de que los negros tampoco sienten devoción por él. Pero estos canallas que esconden rituales atávicos bajo el estandarte de una supuesta civilización más evolucionada no serían los que él invitaría a correrse una juerga en un burdel.

Lo tiene crudo si quiere demostrar que son los autores de las matanzas. La Santa Isabel blanca se volvería en su contra, y él acabaría pagando los platos rotos. Lo más fácil, lo más sencillo, es callar. ¿Qué sentido tiene acusar a alguien de asesinar a poblados enteros cuando la ejecución es el pan de cada día, ya sea disfrazada de combates neoclásicos o de defensa propia en medio de una revuelta? ¿Qué diferencia hay entre esos muertos del bosque, que parece que nadie echará nunca de menos, y estos dos hombres que ahora están a punto de batirse en un duelo mortal? Lo más cómodo sería no ver, no oír, no hablar. Lo más cómodo sería abandonarse al alcohol, encontrar a Rosario y llevar una vida displicente, como hace el resto de los soldados.

Moisés Corvo se dejó la comodidad dentro del puño rabioso de su padre.

Finalmente, el árbitro presenta a los héroes de la guerra de Troya, Héctor y Aquiles, como una excusa burda más para enfrentar a los dos negros. Moisés podría oler el pánico que rezuman desde la balaustrada si no fuera porque el humo del tabaco hace que sea cada vez más difícil vislumbrar a los contrincantes, por no hablar de olerles. El árbitro abre los candados y les libera. Hace sonar una campana y se acurruca en un rincón del cuadrilátero.

Los dos negros se examinan, sin atreverse a dar el primer paso. La gente grita enloquecida, y los contrincantes no paran de volver la vista hacia los espectadores, asustados. Alguien tira un vaso al ring, que se hace añicos, esparciendo un montón de cristales por el suelo. Los luchadores siguen clavados a las maderas, pero las manos del público por entre los tablones les empujan el uno contra el otro. Héctor debe de rondar la treintena y no es fuerte ni ágil. Aquiles es más joven, no tendrá más de veinte años, y empieza a dar saltitos y se coloca los brazos delante de la cara. Moisés ha apostado por Héctor, aunque sabe que tiene muchas menos posibilidades —sólo hay que verlo, la boca abierta, los pechos flojos—, pero si llegara a ganar se llevaría un buen pico. Sí, ha apostado dinero a una vida, pero ¿acaso no es eso lo que hace todo el mundo? Moisés no es ningún santo ni pretende serlo. Pide algo de beber al camarero, que vuelve de atender al secretario.

—¿De qué?

—De lo que tengas. Lo más fuerte.

Aquiles decide que ya basta de esperar y da un puñetazo en la mandíbula a Héctor, que tropieza y choca contra las maderas. Un segundo golpe, en el estómago, le hace reaccionar. Héctor se abalanza sobre Aquiles y ambos caen al suelo. Aquiles se clava los cristales en la espalda y grita de dolor.

El vaso que el camarero le lleva a Moisés está lleno hasta arriba. El soldado no sabe ni qué bebe cuando se lo toma de un trago. La garganta le escuece y su estómago está a punto de explotar.

—Otro —pide.

El árbitro ha separado a Aquiles y a Héctor y les ha mandado a sus respectivas esquinas. Aquiles se está arrancando los cristales más grandes del hombro, que sangra abundantemente, mientras la gente aprovecha para escupirle. Héctor no cierra la boca, pero mueve las piernas, inquieto. Es más viejo, pero también pesa mucho más que su rival, y lo aprovechará.

Tras el segundo vaso, Moisés siente que su cabeza empieza a dar vueltas. Un pensamiento se le mete entre ceja y ceja: le dirá al hijoputa de Roque Plaza qué piensa de él. Le cogerá por banda y le soltará un sé que eres un asesino, follaperros de los cojones. Sí. Lo hará.

Entonces descubre a Adolfo Leopoldo Crespo entre el público, mirándole acusadoramente. Como si Moisés estuviera perdiendo un tiempo valiosísimo mientras su esposa embarazada está perdida en la selva. Y seguro que ignora que el hijo no es suyo. También se lo dirá. Sí, sí, por supuesto que se lo dirá. Pero antes necesita un tercer vaso, para coger fuerzas.

El segundo asalto revela que todo eso de las reglas de la civilización y la nobleza de la lucha era pura retórica. Héctor se ha dirigido a los pedazos de cristal que Aquiles tiene todavía clavados y los ha removido. Ahora, los dedos de Héctor también sangran por las heridas, pero Aquiles grita de dolor y se encoge. Héctor acerca la boca a la nariz de Aquiles y la cubre. Todo el mundo espera que le muerda, pero hace otra cosa que sorprende al público y a su contrincante: sopla. Sopla con todas sus fuerzas dentro de la nariz de Aquiles, que abre unos ojos como platos y cae redondo al suelo. Antes de que el árbitro les separe, Héctor sigue propinándole una dos, tres, cuatro coces. Aquiles consigue clavar una rodilla en el suelo mientras la gente le abuchea.

Moisés se abre camino hacia Roque Plaza. Adolfo Leopoldo le sale al paso.

—Señor Corvo.

—Hoy no estoy de servicio —masculla, y roba el vaso del hombre que tiene al lado para ventilárselo.

—Lo que no está es en condiciones.

—Déjeme. —Quiere apartarle bruscamente—. Sé lo que me hago.

—Le necesito despierto, señor Corvo.

Moisés eructa, un ojo medio cerrado. Adolfo Leopoldo se abanica la cara.

—Entonces será mejor que hablemos mañana.

Lo hace a un lado y avanza hacia el secretario.

—Recuerde que tenemos un trato.

Moisés agarra a Roque Plaza por el hombro justo cuando Aquiles le aplasta la nariz a Héctor de un codazo.

—¿Qué…? —pregunta Roque Plaza, confuso.

—No crea que no lo sé. No piense que soy idiota.

El secretario pasa de la confusión a la irritación. Percival Cartwright también se ha dado la vuelta y reconoce a Moisés.

—¿A quién tenemos aquí? —Levanta la voz con falsa alegría—. Señor secretario, ¿conoce a este hombre?

—Creo que no tengo el gusto.

—Usted no tendría buen gusto ni ahogado en una bañera de miel —intenta decir Moisés, pero barbotea cada palabra.

—¿Disculpe?

Roque Plaza no le ha oído.

Héctor está aturdido y Aquiles se ceba en las costillas con los puños.

—Este hombre fue el primero en llegar al poblado cuando la matanza —le informa Percival Cartwright al oído.

Moisés intenta decir seguramente debió de verme allí, pero sólo consigue pronunciar:

—Debidamente de beberme.

—Hizo usted un gran trabajo. —Roque Plaza estrecha la mano flácida de Moisés—. Le felicito.

Roque Plaza saca un reloj plateado del bolsillo del chaleco y mira la hora para no tener que seguir hablando con el soldado.

Cuando empieza el tercer asalto, el ring está lleno de sangre de los dos oponentes, que tienen la cara hinchada por la trifulca y cojean notablemente. El ímpetu merma, pero Héctor aprovecha siempre que puede para arrimarse a Aquiles y hurgarle los cristales de la espalda.

Percival Cartwright hace un gesto a su capataz, saca a este borracho de aquí, y se disculpa ante Roque Plaza, que contesta con un ademán de la cabeza, no pasa nada, se guarda el reloj y vuelve a centrarse en la pelea. El capataz agarra a Moisés por la axila y propone un:

—Vamos a tomar un poco el aire.

Moisés aún tiene tiempo de recoger un vaso al vuelo, bebérselo y despedirse con una sonrisa de Adolfo Leopoldo Crespo primero, y de Eugeni Narváez después.

Una vez fuera, tomar un poco el aire resulta ser un eufemismo para amancebar el puño del capataz con los genitales de Moisés, que queda doblado sobre la hierba.

No sabrá que ha ganado la apuesta gracias a un golpe directo del antebrazo de Héctor a la nuez de Aquiles, que cae desplomado y se ahoga en su propia sangre.

Moisés se arrastra hasta la salida siguiendo el camino de farolillos, donde le recoge Boluba, el mayordomo de Adolfo Leopoldo, que lo lleva hasta el coche de caballos. Allí, Boluba lo sienta y le mete la camisa por dentro del pantalón.

—¿Böiè querer algo?

—Otro trago, por favor.

— Böiè no beber más hoy. Böiè muy mala pinta.

—Espera a que despierte.

—Boluba quiere hablar con böiè.

—Ahora mismo böiè oye una fragua dentro de su cabeza, Boluba, no es el momento.

Moisés se frota la cara con las manos, mareado.

—Boluba no decir verdad el otro día. No toda verdad.

—No es el momento, créeme, moreno.

Moisés tiene ganas de vomitar, pero el mayordomo ocupa toda la puerta del carruaje.

—Hombres que vinieron buscando guía buscaban Rosario.

Moisés tarda unos instantes en reaccionar. Primero gime, después resopla, finalmente musita un:

—¿Qué?

—Rosario ser guía para ellos. Rosario ya ser guía antes para ellos.

—¿Sabes quién ha secuestrado a Rosario?

—Blancos buscar Rosario porque Rosario llevar hijo de blanco.

Ahora sí, Moisés Corvo espabila de golpe.

—¿El padre del hijo de Rosario vino a buscarla?

—No, ntá no. Böiè que trabaja para ntá. Ntá estar en Europa.

—El hombre que trabaja para quien la dejó preñada vino a buscarla. Eso es lo que me estás diciendo. Que el padre está en Europa. Y que aquel hombre fue quien te dio una paliza.

—Sí, böiè.

—Y tú sabes quién es.

Otra oleada de gritos llega del establo.

—Sí, böiè.

—Y me lo vas a decir.

—No saber nombre. Ser eserú tolatolla.

—Habla en cristiano, moreno, que no te entiendo.

—Eserú tolatolla. —Boluba aprieta los ojos en un esfuerzo titánico por encontrar las palabras adecuadas—. Hombre de barba roja.

Judas Malthus.