VIII

Surgate corta una liana y bebe el agua aceitosa a chorro. Julio Veracruz también toma un trago a morro y luego le da una palmadita en la espalda, muy bien, chico, gracias.

Baltasar Coronado se niega a imitarle. No se rebajará a la altura de un caníbal, por mucha sed que tenga. Hace dos días que encontraron el último manantial de agua y aún les quedan algunas gotas en las cantimploras. No necesitan equipararse a los salvajes. El cabo Cejajunta, Huevazos y Sincuello están pálidos y ojerosos. Baltasar no necesita ningún espejo para ver su reflejo en estos tres soldados de aspecto lamentable, agotados, con la ropa andrajosa por culpa de las zarzas, sucios y sudorosos, las manos sobre las rodillas para recuperar el aliento.

A medida que han ido ascendiendo en dirección a la montaña, la vegetación se ha vuelto más agreste y la temperatura menos sofocante. Sin embargo, continúan respirando este aire húmedo que les obliga a parar cada dos por tres para recuperar fuerzas en vano, porque ni las recuperan ni son capaces luego de seguir avanzando en condiciones.

Los braceros que transportan los bultos parecen más acostumbrados a este bosque irrespirable, y a veces se adelantan hasta que les pierden de vista. Los vuelven a encontrar al cabo de un rato, pero no sería de extrañar que en cualquier momento desapareciesen. En cuanto perdieron de vista el río Ruma, engullido por el bosque como si nunca hubiera existido, los braceros aseguraron a Julio Veracruz que habían visto a alguien siguiéndoles de cerca.

Ë binokonokko.

Los monstruos.

Desde entonces, los braceros ya no son capaces de cerrar los ojos, y miran con codicia las armas de los españoles. Julio se ha dado cuenta y lo ha comunicado a Cejajunta. La única solución que se le ha ocurrido al militar ha sido:

—Si quieren armas, tendrán armas.

Así, el primer brote de indisciplina es una discusión sobre la ruta que deben seguir. Los braceros se han plantado ante un claro donde hay un poste coronado con la cornamenta de un antílope y un montón de colgantes hechos con pieles de serpiente, patas de gallina y cueros. Se niegan a continuar e insisten en rodear el claro por un terraplén que hay un centenar de metros más al sur. Este rodeo les llevará casi toda la tarde, y ningún bracero les puede asegurar que después sepan llegar de nuevo al camino. El cabo se enfrenta a ellos. Los negros imploran a Melitón y a Surgate para que hagan entrar en razón a los soldados. Cejajunta se enfada aún más y ordena apresar a quien cree que es el líder de este pequeño motín, un chico joven de mirada furibunda, sin cejas.

Sincuello y Huevazos le atan a una caoba de pies y manos y le azotan con cañas de bambú. Diez latigazos cada uno, que provocan los alaridos del pobre infeliz, cuya espalda queda en carne viva, chorreante de sangre. Las cañas se astillan y se tiñen de rojo. Surgate intenta impedirlo, pero Julio Veracruz le agarra del antebrazo y le suelta un chist, calla, no te metas. Los krumans le contemplan asustados. Los soldados se han estado riendo mientras le castigaban, y ahora se secan el sudor de la frente, cansados pero complacidos.

Surgate se dirige a Julio Veracruz, indignado:

—¡No había ningún motivo para esta salvajada!

Baltasar aprovecha la ocasión, se le acerca y le cruza la cara con la mano.

—¿Quién eres tú para darnos lecciones? ¿Quién eres tú para decirnos quién es salvaje y quién no?

Surgate, herido en su orgullo, se revuelve y se abalanza sobre Baltasar, que pierde el equilibrio y cae de culo. Los soldados se ríen y le animan a que se desquite. Baltasar coge el fusil.

—Sin armas, si es que eres hombre —le reta Surgate.

El cuerpo lleno de cicatrices del fang se tensa ante Baltasar Coronado. El soldado se quita la camisa y muestra sus tatuajes, una multitud de dibujos que ahora parecen flotar sobre la piel enrojecida de los brazos y el pecho, más blanquecina en el resto del torso. También lanza el arma al suelo. Pero no se deshace del cuchillo que lleva envainado en el cinto.

Los dos cuerpos chocan y vuelven a caer al suelo. Se agarran de los brazos y se retuercen. Surgate intenta morder alguna parte del rostro de su oponente, que le aparta con violencia. El sudor hace que los agarrones no sean fáciles y que los combatientes resbalen y cedan terreno. Baltasar consigue darle un cabezazo en la garganta a Surgate, que tose y tarda unos segundos en reaccionar, que el español aprovecha para rodearle el cuello con los brazos desde atrás y estrangularle. A Surgate se le escapan las fuerzas, pero con la mano encuentra una piedra en el suelo y la alza hacia Baltasar. El golpe le abre una brecha en el hombro, suficiente para que le suelte y pueda recuperar el aliento. Ningún espectador interviene, porque son conscientes de que esta pelea sólo puede terminar con la muerte de uno de los dos.

Baltasar intenta darle un puñetazo, pero Surgate lo esquiva y agarra el codo del brazo extendido. Se tira al suelo y con él a Baltasar, que intenta liberarse. Pero Surgate apoya una rodilla en el codo y se lo rompe con un crac que queda silenciado por el alarido de dolor del mexicano. Surgate lo monta por la espalda y le introduce las manos en la boca. Aprovechando que Baltasar está medio rendido, está abriéndole la mandíbula para rompérsela.

De repente, se da cuenta de lo que está haciendo y se detiene. Se comporta como un salvaje. Está dándole la razón. Si le mata ahora, no será en defensa propia, sino en un acto de ensañamiento innecesario. Debe parar. Debe ser racional. Es un hermano de los Hijos del Inmaculado Corazón de María. No es un menschenfresser. Debe serenarse. Debe dar ejemplo.

Se relaja y trata de recuperar la respiración.

Baltasar toma impulso y lo lanza hacia atrás. Le cuelga un brazo, retorcido. Con el otro ya empuña el cuchillo. Por Dios que le matará. Salta para clavarle el hierro y Surgate retrocede a cuatro patas. El cuchillo agujerea el suelo.

—Eres hombre muerto, Chocolate —masculla Baltasar.

Surgate se levanta y echa a correr en dirección al tótem. Baltasar le persigue. Cejajunta ordena a sus hombres que no les pierdan de vista. Este espectáculo le viene que ni pintado. Ayudará a desahogarse a los militares y dejará bien claro quién manda. Julio Veracruz ruega por el pobre hermano Jeremías, que no saldrá vivo de esta.

Nadie presta atención, pero la selva ha callado.

Surgate pasa junto al palo y mira por encima del hombro para comprobar que Baltasar es más rápido que él.

No podrá despedirse de Musila. No podrá ver nacer al hijo de su hermana. Ha sido todo muy corto. Cuando Baltasar le derriba, murmura un padrenuestro.

La hierba es muy blanda. Padre nuestro que estás en los cielos. Puede oler el aroma a tierra húmeda. El hedor de la sangre impone. Cierra los ojos. Santificado sea tu nombre. Está oscuro, y una brisa fresca le acaricia las pestañas. Espera el golpe definitivo entre las sombras juguetonas de un cedro. Venga a nosotros tu reino. Baltasar Coronado jadea sobre él y prepara el cuchillo. Hágase tu voluntad. Apunta al pecho, directo al corazón. Aquí en la tierra como en el cielo.

Un pájaro gorjea un canto alegre.

Las hojas del cedro hacen un ruido amortiguado.

Surgate abre los ojos.

Un rayo de sol le ciega unos instantes.

Baltasar Coronado está arrinconado contra el tronco de un árbol, blandiendo el cuchillo contra un hombre que le apunta al cuello con una lanza.

Hay más gente, pero no son los soldados.

También hay otros cinco hombres, de pie.

Van cubiertos con telas y máscaras desde la nariz hasta los tobillos, dejándoles las canas y los ojos a la vista. Bajo la túnica llevan una especie de camisa renegrida y rasgada. Van armados con lanzas y arcos y flechas.

Uno de los hombres está cantando en dirección al tótem. Es un cántico bubi, pero la voz…, la voz no es la de un negro.

Y de repente, Surgate lo entiende.

De los seis enmascarados, dos son ancianos. Medio encorvados pero fuertes, robustos como los árboles del bosque. Sucios, como mendigos en medio de la selva, delgados pero todo músculo. Y son blancos.

Son los binokonokko böhótótó, los monstruos blancos.

Baltasar está muy asustado y tiembla de pies a cabeza. Tira el cuchillo y alza las manos, no me matéis.

—Le queremos vivo —dice el viejo de la lanza.

Su voz parece que salga del interior de la selva, como si fueran los propios árboles, y las piedras, y los ríos, los pájaros, los monos, los murciélagos y los lagartos quienes hablaran por su boca.

El otro viejo sigue cantando, cada vez más fuerte, y alza los brazos hacia el cielo. Los cuatro negros, los ojos pintados de colores vivos, le acompañan en una letanía grave y contagiosa.

—¿Quiénes sois? —pregunta Baltasar Coronado.

El viejo de la lanza sabe que tiene poco tiempo. Le tiembla el pulso, pero aguanta firme el arma contra el cuello de Baltasar. La punta metálica roba una gota de sangre a la piel reseca del soldado.

—Seguid al niño y llegaréis al l’Eököríbba ba o bòllá.

Un disparo pone punto final a sus palabras.

El viejo del cántico se desploma. Las telas se van empapando de sangre en el pecho. Sin embargo, los negros no parecen extrañarse, y cogen el cadáver del anciano entre los cuatro. Se diría que incluso lo esperaban, y que el viejo se preparaba para morir y entregar su alma a Marimó.

El hombre de la lanza se ha perdido en el bosque sin que Surgate o Baltasar le hayan visto marcharse. Como un espíritu, o un fantasma.

Huevazos corre con el fusil en la mano y se detiene en el lugar donde ha matado al anciano. Reemprende la persecución de los monstruos blancos unos metros en dirección al bosque, hasta que la vegetación no le deja continuar.

Cejajunta y Sincuello se acercan a Baltasar Coronado.

—¿Qué coño ha pasado, Tatuajes?

Pero él no tiene respuesta.

Surgate le mira, aterrado.

Melitón aparece entre las piernas de Julio Veracruz y, como si no hubiera pasado nada, dice:

—Seguidme.