Liberado del uniforme y de las obligaciones militares, lo primero que ha hecho Moisés ha sido irse derechito a la taberna y emborracharse. A media mañana ya iba muy mamado, y Brugués ha tenido que avisar a una patrulla de soldados, llévenselo, el pobre no sabe beber. Ha dormido la mona hasta bien entrada la noche. Al despertarse entre los ronquidos de sus compañeros, vestido aún con la única muda de civil que tiene, ya no pudo cerrar los ojos de nuevo. Qué idiota eres, Moisés. Céntrate. Piensa qué tienes que hacer. El capitán te ha dicho que no pierdas de vista a Brugués, y a ti te ha faltado tiempo para perder de vista el mundo entero.
Antes del amanecer, sale del cuartel y se fuma un cigarrillo con Pinreles, que está medio dormido, a punto de terminar la guardia.
—Pensaba que eras el relevo.
—Ni de coña. Tengo permiso hasta el lunes.
—¡Qué hijo de puta! ¿Se la has chupado al capitán?
—¿Por qué? ¿Te interesa saber qué sabor tiene?
—Vete a la mierda.
Da una calada al cigarrillo y deja la mirada sostenida en las volutas de humo un rato, la mente en blanco.
—¡Despierta!
—Así no me extraña que no tengas muchos amigos, Bocas.
El comentario coge por sorpresa a Moisés, a quien se le congela la sonrisa en los labios. Pinreles se da cuenta al instante —un instante eterno, somnoliento, de bostezo— e intenta enmendarlo:
—Me refiero a que no te relaciones más con los compañeros.
Pero Moisés ya ha entendido lo que significa a la primera.
—¿A qué viene esto?
—Nada. Déjalo correr.
Chirrido de grillos que se ocupan de sus cosas.
—Pinreles, no te ofendas, pero dudo de que tu cerebrito haya llegado a ninguna conclusión por sí solo desde el día que decidió que respirar a menudo era una buena idea. ¿Qué quieres decir con eso de que no tengo amigos? ¿Quién lo dice?
—No he dicho nada.
Moisés le arrebata el cigarrillo a Pinreles y se lo acerca a los ojos. Este intenta dar un paso atrás, pero Moisés le ha agarrado por la muñeca.
—No me gustaría tener que desperdiciarlo, van muy buscados.
Pinreles se suelta el brazo y da un empujón en el pecho a Moisés.
—¿Lo ves? ¡Estás como una regadera! ¡Nadie te quiere como compañero! ¡Vas por libre y sólo causas problemas! ¡Además, estás de parte de los negros!
—¿Cómo que estoy de parte de los negros?
Eso sí que no se lo esperaba.
—Que vas preguntando por qué le ocurrió eso a la tribu esa de la selva. Olvídalo, Bocas. Están muertos y sanseacabó.
—Sí, veo que tienes muchas ganas de que no insista.
Por muy corto que sea Pinreles, a Moisés no le hace ninguna gracia estar discutiendo con un hombre armado. Tira la colilla al suelo, en señal de tranquilo, todo bien, no vamos a pelearnos ahora. Pero es incapaz de esconder el fuego de sus ojos.
—Sólo te digo que no nos gustan los justicieros. Mira, ¡a tragar y a callar, como todos, coño! Es por gente como tú que los negros se creen que tienen derecho a quemar iglesias. ¿Qué coño haces preguntando aquí y allá? Así sólo conseguirás que una mañana te den una paliza. Y eso con un poco de suerte.
—¿Es una amenaza?
—No. Es un consejo.
Pinreles suelta una risita socarrona. Moisés la recuerda al instante. Es uno de los tipos que le encapucharon con la piel de mono y le dispararon a bocajarro. Está convencido.
—Pues déjame aconsejarte algo.
El puñetazo que cruza la cara de Pinreles hace callar a los grillos. El soldado cae de culo al suelo, aturdido, sin entender bien qué ha pasado. No es hasta que la mandíbula hace crac cuando empieza a comprender que Bocas le ha noqueado.
Moisés Corvo, por su parte, respira aceleradamente ante Pinreles. Todavía no nota el dolor en los nudillos, tendrá tiempo de sobra. Se limpia el sudor que le gotea de la nariz con la manga de la camisa. Lo que duele de verdad es saber que acaba de firmar su sentencia definitiva. Después de esto ya sólo quedan dos maneras de abandonar la isla: o en el próximo trayecto del San Francisco o como festín de los gusanos. Y la isla está llena de gusanos hambrientos, los hay a montones. Todo ello por un puñado de negros a quien ni siquiera conoce y por los que no siente ninguna simpatía. Debería haber hecho caso a Baltasar Coronado aquella maldita noche y dar media vuelta a las puertas del poblado del bojiammò Siacca. No se debería haber involucrado. ¿Qué ganaba con ello? ¿Qué conseguía queriendo descubrir a los autores? ¿Y ahora qué? ¿Por culpa de una tribu sus compañeros se volvían en su contra? ¿Este era el rédito? Pero, por otro lado, Moisés se despertaba todas las mañanas con las imágenes de aquel montón de cadáveres en medio del poblado, con la visión de los niños decapitados y las caras colgadas como máscaras macabras, expuestas como advertencia: no solamente lo podemos hacer, sino que lo seguiremos haciendo. Había un grito de auxilio abriéndose paso dentro de su pecho, y no lo podría silenciar hasta que consiguiera encontrar a los responsables, señalarlos y decir: sois culpables.
Y después, ¿qué? Si resultaba que eran soldados embriagados bailándole el agua al tabernero, ¿qué? O aún peor: si ha sido el secretario del gobernador quien ha ordenado las matanzas, ¿qué poder tiene él para acusar a nadie?
Sea como sea, tiene todas las de perder.
Y a pesar de eso, ahora baja hasta Santa Isabel por el sendero que serpentea entre cacahuetes y palmeras, los gallos sacudiéndose el sueño a su paso, dispuesto a esclarecer las cosas. Puede que dentro de un rato, cuando se haga el relevo de la mañana, llegue una patrulla a arrestarle. Ya cuenta con ello. Pero si el capitán Ulises es de fiar —y de momento sólo le ha dado motivos para pensar que así es—, es muy posible que tenga cierto margen de maniobra. Hablará con Muertecita para alquilar una habitación en el hotel Thompson hasta la próxima semana. La cargará en la cuenta de Adolfo Leopoldo, a quien dirá que ha sido necesario para encontrar a Rosario. Pero ahora la desaparición de la esposa del cubano ha pasado a segundo término. Debe centrarse, se dice. Primero lo más urgente. Y lo más urgente es no morir apaleado en una esquina de Santa Isabel a manos de un pelotón de infantes de Marina con ganas de juerga.
Tampoco ayuda que los bubis sublevados le consideren parte del enemigo opresor. Deberá guardarse las espaldas, sí, pero también el resto del cuerpo, porque los golpes pueden llegar de cualquier lado.
Bartolomé Brugués tiene poco trabajo por la mañana, y se dedica a moler café para los clientes que llegan cuando empiezan a abrir las factorías. Moisés lo puede ver desde fuera, trasteando sillas arriba y abajo, ordenando vasos, discutiendo con la señora. De vez en cuando también abuchea a Dámaso Echanove, el camarero torpe al que siempre le tiemblan las manos.
La clientela, más o menos, siempre es la misma. Ramón Ripoll, de la Transatlántica, es el más madrugador. Hay un montón de operarios a los que no conoce más que de vista, la mayoría españoles; los extranjeros prefieren ir al hotel Thompson. Los vascos Unax Epraiz y Liberto Reverte llegan más tarde, satisfechos, y dejan a Bonifacio, su criado negro, fuera, como un perro. Moisés aprovecha para charlar un rato, pero Bonifacio no tiene ojos para nada que no sea sus patronos, y pronto le aburre con un sinfín de detalles que se pierden en algún rincón del camino entre el tímpano y el cerebro de Moisés.
Bartolomé Brugués sale de la taberna a la una y cruza las calles polvorientas —ni llueve, ni parece que vaya a llover—, siempre vigilante, mirando de reojo que nadie se le acerque por la espalda. Teniendo en cuenta que muchos bubis se la tienen jurada, Moisés piensa por un momento que se arriesga bastante andando solo por la ciudad. Al volver una esquina, vislumbra un bulto bajo el delantal. No es difícil sumar, dos y dos son cuatro, y deduce que Brugués lleva una pistola.
Y se maldice porque debe de ser el único blanco en todo Fernando Poo que no tiene ninguna. La armería de Villa Penitencia está bastante más vigilada que la de Villa Cisneros, que era jauja. Sólo los soldados de patrulla y los de guardia tienen acceso a ella. Moisés toma nota: deberá buscarse un arma por otra vía.
Brugués se dedica a hacer las gestiones que supone que son las ordinarias de todo tabernero. Se pasa un buen rato en la tienda de comestibles de Guillem Iniesta. Serafí Calvo, el aprendiz, sale con un par de cajas de…, no lo ve bien, parece sal. Sí, es sal y azafrán. Luego, Brugués se acerca a la playa para comprar el pescado a los fernandinos cuyo negocio consiste en un bote y un par de redes. La pesca es patrimonio casi exclusivo de los bubis de la costa, pero Brugués no tiene ningún tipo de trato con ellos. Los fernandinos lo cobran más caro, pero Brugués parece resignado. Moisés Corvo comprende ahora que Bartolomé Brugués no rehúye el contacto con los negros, porque de lo contrario no tendría trato con los fernandinos. Es con los bubis con quien no quiere mezclarse.
Al mediodía vuelve al local y se pelea de nuevo con Isolina mientras ella se dedica a preparar las comidas para los trabajadores de las factorías. Siesta de pijama y orinal en el apartamento que hay en la parte de arriba de la taberna y baja de nuevo para atender a la parroquia hasta la noche. Los días en que la gente se recoge temprano no sirven cenas y cierran antes.
En el hotel Thompson, el millonario Eugeni Narváez empieza a parecer un mueble más del vestíbulo. Moisés pide un trago de lo primero que encuentres, Muertecita. Eugeni Narváez indica un ya invito yo con los dedos apuntando al techo.
—¿Ha perdido el uniforme?
—Tengo unos días de permiso.
Moisés no tiene muchas ganas de hablar después de haberse comportado como un pasmarote durante todo el día.
—Poca cosa habrá que hacer aquí estando de permiso.
—Beber tranquilo.
O Eugeni Narváez no capta el feo o le da igual.
—¿Y su amigo, el jovencito pelirrojo? ¿Nunca tiene permiso?
Moisés Corvo apura el vaso con un latigazo cervical y lo golpea contra la madera de la barra.
—Hoy paga él —dice, el pulgar disparado hacia el millonario.
Sube a la habitación sin decir ni buenas noches, dejando a Eugeni Narváez con un palmo de narices. Muertecita se ríe como un reptil sediento.
Al día siguiente, Moisés decide que hablará con Isolina. Esperará a que Brugués salga por la ciudad. Mejillas y Sobacos se adelantan y entran a descansar un rato. Después de lo que pasó, Moisés no quiere ni cruzarse con ellos. No quiere dar explicaciones o, aún peor, las medidas para un ataúd nuevo. Brugués tampoco parece muy interesado en hablar con los soldados, porque al poco comienza su rutina.
Moisés se impacienta. Hoy no le seguirá, pero siente que está perdiendo el tiempo mientras espera que los soldados terminen de hacer el remolón. Sabe por experiencia propia que se pueden quedar allí todo el día. Se protege del sol bajo un porche, encadena cigarrillos, se aburre y su cabeza va tramando un plan. Es arriesgado, porque si falla quedará al descubierto, pero tiene poco que perder. Al cabo de una hora, los soldados continúan su ronda, y a Moisés le falta el tiempo para relevarlos.
Dámaso Echanove le saluda con desgana. Hay cuatro parroquianos mal contados, cada uno a lo suyo, concentrados en el culo del vaso —vacío— o en el culo de Isolina —desbordándose—, en silencio. Moisés se acerca a la barra y pide un anís. Dámaso se lo sirve.
—¿Y el uniforme?
—Me están haciendo el de capitán —responde, cansado de dar explicaciones.
—Ah, enhorabuena —le felicita Dámaso.
Moisés chasquea la lengua. Santa paciencia.
—Iso —la llama.
De entrada, ella le ignora, pero a la segunda no tiene más remedio que atenderle.
—¿Qué?
—Cuando se despierte de la siesta, dígale a Bartolo que hoy no salga.
Ella le regala la versión más marmórea de su rostro inmutable.
—¿Qué ha pasado? —La voz logra huir de unos labios agrietados.
Moisés se apoya sobre la barra, mira a ambos lados, como si fuera a revelar un secreto que sólo ella debe escuchar. Dámaso da media vuelta, aquí no me quieren.
—Los han encontrado.
Los gestos de Isolina son un desafío para la capacidad criptográfica de Moisés. Además, como buena gallega, deja pasar unos eternos instantes de silencio antes de pronunciarse.
—¿Qué?
—Los restos en el bosque.
Algo remotamente parecido a una mueca de susto se vierte en los ojos de la tabernera.
—No puede ser.
Moisés ha cogido el hilo y se dispone a tirar de él.
—Un boy de la Liverpool los encontró mientras jugaba. Me lo han dicho esta mañana los ingleses de la factoría. Ahora deben de ir hacia allí.
Ella no acaba de fiarse.
—¿Quién?
Es un momento crucial. Moisés se la juega a todo o nada.
—Los bubis del Congo. No me extrañaría que esos malditos los llevaran hasta aquí. Después de lo que pasó el otro día, usted ya me entiende.
—Bartolo ha salido. —Le tiembla la voz por primera vez—. Ha ido a los ultramarinos.
Moisés finge sorpresa muy mal. Ella está tan preocupada que ni se da cuenta.
—Entonces tendremos que avisar a Villa Penitencia.
—Acaban de salir dos soldados…
—Ya doy la señal de alarma. Tendremos que enviar un comando para proteger a su marido y otro al bosque.
—Sí, por favor.
El temblor de sus labios se ha ido extendiendo como un hormiguero enloquecido a todo el cuerpo.
—¿Recuerda exactamente dónde lo enterraron?
—No… Eso lo sabe el doctor. El doctor dijo que lo habían enterrado a suficiente profundidad como para que no lo encontraran.
—El doctor Rozadilla.
—Vaya a buscar a mi marido, por favor.
—¿El doctor Rozadilla? —insiste Moisés, sorprendido.
—Fueron los negros los que empezaron. No es justo. Fue aquel negro el que mató a la hija del señor Iniesta. No tienen derecho a juzgarnos.
Ella comienza un lloriqueo que le inunda los ojos con unas lágrimas que no llegan a caer. Dámaso se apresura a abrazarla y mira inquisidor a Moisés.
—¿Qué le ha dicho?
Se ha quedado mudo. Escalera de color, un siete a los dados, jaque mate, sota, caballo y rey.
—Vaya a buscar a mi marido…
Moisés apura el vaso y lo golpea contra la barra.
—¿Qué le ha dicho? —repite Dámaso Echanove.
—Que su marido está con el agua al cuello.