VI

La chiquillería les recibe entre chillidos y saltitos en la entrada de la misión de Bolobe. Los niños se apiñan alrededor de Surgate al grito de ¡Jeremías, Jeremías!, y a este se le ilumina el rostro al volver a verles.

Adán Clua ha pasado muy mala noche; hasta primera hora de la mañana no le ha empezado a bajar la fiebre. Sin embargo, necesitará reposo y no podrá continuar la expedición. Baltasar Coronado no se separa de él y le coge la mano muy fuerte. No es nada, Clua. Descansa un poco y como nuevo.

Julio Veracruz se encuentra con el hermano Lacunza delante de la iglesia. El claretiano es barrigón como la campana que hay instalada entre dos troncos altísimos, imagen que se acentúa por la sotana blanca hasta el suelo, como si no tuviera pies. Tiene la cabeza tan grande y ancha que el salacot se ve ridículamente pequeño. Sus gafas son redondas, de pasta negra, con los cristales rayados, y tiene un bigotito cosido debajo de la nariz, de oreja a oreja.

El hermano Lacunza fue el primer claretiano en establecerse en Bolobe, después de bastantes meses buscando un lugar donde evangelizar a las tribus del interior, codo a codo con el padre Juanola. Necesitaban un lugar lo bastante alto para que el aire fuera más respirable que en la costa, que se encontrara cerca de un núcleo de población para facilitar el contacto con los nativos y que tuviera agua al alcance. En Bolobe, Lacunza había espiado a dos mujeres que se perdían en un cañaveral y que salían con un par de calabazas llenas de agua tapadas con briznas de hierba. Lacunza se metió en el cañaveral y encontró un manantial de agua. Aquello les hizo decidirse por Bolobe. Los primeros días llegaban montones de bubis curiosos armados hasta los dientes. Los misioneros les recibieron con los brazos abiertos y muchos regalos, lo cual hizo que al poco tiempo los reyes muchukus aparecieran ofreciendo gallinas y ñame a cambio de la amistad de los recién llegados. No les hizo tanta gracia a los muchukus que los chiquillos pasaran muy pronto más tiempo con los misioneros que en los poblados, y difundieron el rumor de que los blancos se comían crudos a los niños. Pero, del mismo modo que las niñas deben permanecer con el padre hasta que se emparejan, los niños bubis pueden decidir dónde establecerse desde que tienen uso de razón. Los muchukus de la región terminaron adoptando a la misión a regañadientes.

El misionero ve que Clua está herido y ordena a los chicos que ayuden a los braceros a llevarle a la enfermería, donde el hermano Felipe cuidará de él. Luego, abraza a Surgate y le da dos besos en las mejillas.

—¿Qué haces por aquí tan pronto?

Surgate le informa de las razones de su regreso forzado. Mientras los soldados beben agua fresca del pozo y se dejan caer en la plaza que forman los cinco edificios escasos de la misión —la escuela, la iglesia, la enfermería, los dormitorios y la granja—, el hermano Lacunza, Surgate y Julio Veracruz se ponen al día junto al huerto. El hermano Lacunza se aflige al oír las noticias sobre una nueva matanza, y reza un padrenuestro por los difuntos. Una figura de la virgen atiende silenciosa desde el altar que tienen detrás, escoltada por un montón de flores y velas.

—Intenté hacer lo mismo que el detective Dupin, hermano —dice Surgate—. Intenté aplicar la lógica a aquella sinrazón. Apliqué el método científico, pero fue inútil.

—Ningún esfuerzo es nunca inútil, hermano Jeremías.

El hermano Lacunza es un lector voraz y un gran narrador. Muy de vez en cuando llegan a la misión novelas y poemarios que termina leyendo en voz alta junto a la lumbre a quien quiera escucharlo. Los bubis se desviven por los cuentos, sienten fascinación por todo tipo de historias contadas a viva voz. El hermano Lacunza aprovecha para leerles pasajes de la vida de Jesucristo Nuestro Señor, pero también para seducirlos con las peripecias de Ivanhoe, D’Artagnan o el detective creado por Edgar Allan Poe. A menudo es el profesor Condeminas quien le hace llegar estos libros, en inglés. Lacunza se los lee y luego hace una traducción más o menos fiel, con lo que se lleva el agua a su molino y termina colando en ella el mensaje que quiere dejar claro. Al fin y al cabo, la palabra de Dios está en todas partes, incluso en las historias más truculentas. No hay tantas diferencias entre el libro de Job y las desventuras de Edmond Dantés.

El hermano Lacunza manda llamar a Melitón, un niño de ocho años espigado, el cabello como una explosión de pólvora, que sólo lleva unos pantaloncitos cortos.

—Él ha visto a los ingleses de los que habláis. Llegó a la misión después de que tú te fueras, Jeremías.

—¿Cuántos eran? —Julio Veracruz inclina el cuerpo hacia el niño.

—Seis blancos —dice, vergonzoso.

El hermano Lacunza le da una porción de la tableta de chocolate que se ha sacado de la sotana. Muy bien, muy bien.

—¿Y negros?

El niño calla y se mordisquea los dedos.

—El chiquillo sólo sabe contar hasta diez —le disculpa Lacunza.

—Muchos —dice el niño, abriendo la mano para otra pieza de chocolate que no llega.

—Hace días que rondan por aquí —completa el hermano Lacunza—. Melitón es de Balacha, un pueblecito que hay río Ruma arriba. Es huérfano de madre, y cuando el padre sale de cacería con los hombres de la tribu, le manda a la misión para que cuidemos de él. La madre murió ahogada en el mar hace un año, y desde entonces Melitón no quiere comer pescado, porque dice que un pez devoró a su madre. —El misionero le pasa la mano por los rizos, cariñosamente—. Bueno, que me disperso. Disculpen.

—¿Qué han encontrado los ingleses en la montaña? —intenta centrar la conversación Julio Veracruz.

—Eököríbba ba o bòllá.

—¿Qué ha dicho?

—Eököríbba ba o bòllá —repite el hermano Lacunza, y traduce—: Algo así como el Lago de los No-Nacidos. Es un mito de esta parte de la isla.

—¿Un lago?

Era la última cosa que esperaba oír.

—Hay muchos lagos cerca del pico Biao. Nosotros llegamos una vez hasta el Loreto con el señor Iradier. Un lugar precioso. Dios se empleó a fondo.

—Pero usted dijo en su cable que estaban buscando orichalcum.

—Y así es. Según la leyenda, el Eököríbba ba o bòllá es un estanque de orichalcum en estado líquido.

—¿Qué leyenda?

Surgate nunca ha oído hablar de ella.

—Se remonta a los días en que se descubrió la isla. En la biblioteca de la misión tengo una copia del diario personal de Fernão do Pó, el portugués, que es el primer documento en que aparece mencionado este lago. El explorador escribió que, al llegar a la isla, encontró en ella a un hombre blanco que hacía mucho tiempo que vivía aquí. Los nativos aseguraban que el hombre blanco había surgido del Eököríbba ba o bòllá. El hombre lo condujo hasta el lago, en la falda del volcán. Fernão do Pó asegura que era «o lugar máis perturbador onde os meus mis oihos descansaram: um reservatorio dourado como mel, feito a partir de oricalco fundido». Según el explorador, las tierras que pisamos no siempre habrían sido una isla, sino más bien uno de los picos más altos de la mítica Atlántida. Asegura que este lago era una de las fuentes del metal que los atlantes empleaban para sus máquinas, y que cuando la Atlántida se hundió, este quedó por encima del nivel del mar. Los indígenas lo llaman el Lago de los No-Nacidos porque, según la creencia bubi, a veces brotan de él hombres sin padre ni madre. Espectros. Cuentos para asustar a los niños. Pero nadie sabe dónde está.

—Ellos lo han encontrado —le corrige Melitón.

—Sí, claro, claro. —Sonrisa paternal—. Qué inocentes son estas criaturas…

—¿Cuánto tardaríamos en llegar a Balacha?

Julio Veracruz está haciendo cálculos mentales. Tienen a los ingleses tan cerca…

—Oh, no mucho. El problema es si quieren ir más allá. La ascensión hasta Oloitia y el pico Biao es muy empinada. Y tenemos constancia de tribus salvajes a las que no les gusta la presencia de europeos.

—Y hay ë binokonokko —añade Melitón.

—¿El qué?

Julio Veracruz está harto de que todo tenga unos nombres tan extraños.

—Los monstruos —remacha el hermano Lacunza—. Los No-Nacidos del lago, los guardianes, según la leyenda. El lago está custodiado por un poblado nómada de monstruos.

—Los monstruos no existen.

Julio Veracruz despeina al niño con la mano.

—Esos binokonokko… Las tribus de por aquí les llaman de muchas maneras —interviene Surgate—. Pero el nombre más común es el de binokonokko böhótótó: los monstruos blancos. Desde que salimos de Concepción, los krumans dicen que nos sigue alguien. Podrían ser ellos.

—¿Quiénes son?

—No lo sabemos, pero una vez alguien dejó en la misión a tres criaturas enfermas. Las acogimos y las cuidamos. No era nada importante. Nada que a base de sopas y remedios de los bubis no pudiéramos curar en un par de semanas. No sabemos quién las dejó, y por más que buscamos a los padres, era una incógnita de dónde habían salido. Sea como fuere, esos niños vivían en la selva, y en el estado en que los encontramos, habrían tardado muy poco en morir. Un mes después nos levantamos y habían desaparecido. Los padres se los debieron de llevar de noche, sin que nadie los viera.

—¿Qué relación…?

Surgate hace un gesto con la mano, espere:

—Aquellos niños no eran ni bubis ni fang: eran mulatos. O el padre o la madre debían de ser blancos, seguro. Quizá eran hijos de los monstruos blancos, quizá haya una tribu perdida en la selva formada por ingleses que se adentraron años atrás y que no quieren volver a tener contacto con el mundo exterior. Quizá nos vigilan de cerca para salvaguardar su aislamiento. Quién sabe.

—Quizá son los No-Nacidos —añade el hermano Lacunza, a quien todas estas historias siempre le han apasionado—. Alguien debería escribir una novela, ¿no cree, señor Veracruz?

—De momento me conformo con llegar al campamento de los ingleses. —Y, dirigiéndose al niño—: Tú nos llevarías, ¿verdad, Melitón?

El niño asiente.

Es todo lo que Julio necesita para entusiasmarse.

—Descansaremos aquí esta noche. Aprovecharemos para recuperar fuerzas. Mañana remontaremos el Ruma. ¡El Lago de los No-Nacidos nos espera!