V

La cuadra de Villa Penitencia no es muy diferente del cuartel. Los caballos están tísicos y piojosos, sin ánimos para espantarse las moscas. El hedor a heces es intenso y casi no entra nadie. Quizá por eso el capitán Balboa ha citado a Moisés Corvo aquí. Quizá porque él tampoco quiere tener muchos oídos cerca para hablar de las pesquisas sobre la matanza.

—Culito, vaya a echar una mano al cabo Uñas —le dice el capitán al soldado que está limpiando la grupa de uno de los animales.

—¿A qué?

—A lo que sea que le ordene el cabo.

—Señor, sí, señor.

Y Culito, que no tiene muchas luces pero sabe cuándo está de más en algún lugar, se va, dejando el caballo medio empapado.

Moisés Corvo no tarda ni cinco minutos en aparecer.

—¿Y bien? —pregunta Ulises Balboa a modo de saludo, sin rodeos.

—He estado haciendo algunas preguntas como usted me dijo, capitán.

—¿Y qué has averiguado?

—No sé si le gustará escuchar algunas de las acusaciones que me han llegado.

—Todo depende de los nombres que estén involucrados.

Moisés se pasa la mano por el pelo, embrollado por la humedad.

—Entonces le puedo garantizar que no le gustará nada.

—¿Qué ha oído, Bocas?

—No hay nada claro, pero tenemos dos sospechosos principales. El señor Brugués sería uno.

—¿Bartolo? —El capitán alza las cejas— ¿Bartolo? No me haga reír.

El capitán no se está riendo.

Moisés le cuenta la conversación que ha mantenido con Nicanor Nguere, y el capitán le escucha mientras se rasca la papada, el cuello bien estirado hacia arriba, reflexivo. Cuando Moisés termina, el capitán permanece en silencio.

—El otro nombre no será de su agrado.

—Adelante.

—¿Está al corriente del incidente que el secretario del gobernador tuvo con un reyezuelo bubi hace unos años?

El capitán deja de rascarse repentinamente.

—Algo he oído.

—¿Qué sería exactamente para usted «algo»?

—¿Digamos que el secretario Plaza no tendrá nunca un perro como animal de compañía?

—Entonces podrá entender que el secretario Plaza albergue un cierto ánimo de venganza.

El capitán se pasa los dedos por la comisura de los labios. Se seca la saliva de las manos en la camisa y se acaricia la barba, tranquilamente. Tanta parsimonia saca de quicio a Moisés Corvo.

—El secretario Plaza no alberga nada de nada, Bocas.

—Sólo repito lo que he oído.

—¿Quién se lo ha dicho?

—No importa.

—No, entre nosotros, ¿quién sospecha del secretario del gobernador?

Moisés aplasta una mosca contra la manga del uniforme antes de responder.

—El profesor Condeminas.

—Ya veo. El viudo.

—Sí.

—¿Usted ya sabe que no es viudo?

—Sí, señor. Es más un asunto de cuernos.

—Puede que aún nos sea útil, Bocas.

—Gracias, señor.

—Pero hagámonos un favor y olvidemos el nombre del secretario Plaza, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, capitán.

Pero no es verdad: ni está de acuerdo ni piensa olvidar ningún nombre. Y menos el de Roque Plaza.

—¿Tiene algo más que añadir?

Llega el momento. Moisés siente la gota de sudor bajándole por la columna vertebral mientras grita no lo digas, calla, calla, mejor que te calles.

—Sí, señor. —La gota se evapora—. He estado pensando, y hay un detalle que no me gusta.

—¿Cuál?

—No fue un solo asesino. Está claro que no lo hizo un solo individuo. Dice el doctor Rozadilla que fue obra de entre cuatro y seis hombres. Y los cortes de alguno de los cuchillos eran muy parecidos al corte de los que tenemos de dotación.

—Cuidado con lo que insinúa —susurra el capitán Balboa.

Moisés, sin embargo, sigue:

—Y las huellas eran de botas militares. —Traga saliva como quien se bebe un vaso lleno de espinas—. No insinúo nada, señor. Creo que hay gente del destacamento que colaboró en el asesinato de la tribu bubi. Y que lo han hecho antes, al menos en tres ocasiones más. No sé quiénes son, pero considero que tenía que ponerlo en su conocimiento, capitán.

El capitán Balboa ha ido ruborizándose de indignación a medida que Moisés hablaba. No es tanto el hecho de que el soldado exponga sus sospechas sobre la culpabilidad de algunos miembros de la tropa como que refuerce las que ya tenía.

—Eso que está diciendo es muy grave, Bocas.

—Lo sé, pero usted es la única persona a quien puedo contárselo. No sé quién está implicado, ni cuánta gente lo sabe. No sé, y le ruego que me perdone, capitán, si incluso usted está al corriente.

—¿Es consciente de que su cuello está colgando de un hilo? ¿Que podría juzgarlo sumariamente y mandarlo fusilar y sus sospechas se llenarían de plomo?

—Lo soy. Pero también me consta que usted es un hombre íntegro. Sé que cumple su palabra, cueste lo que cueste.

Las palabras de Moisés Corvo se clavan como puñales en el recuerdo del capitán. Ulises Balboa pegándole un tiro en la sien a su hermano Ramiro, en Bilbao. Todo el dolor del mundo concentrado en el corto espacio que separa el cañón del revólver y la piel del ejecutado.

El capitán se da media vuelta y pasa la mano por la crin de color miel de su yegua.

—Los caballos son los animales más nobles que existen. Son leales y obedientes. Un caballo no le traicionará nunca, Bocas. Mucha gente cree que son los perros, pero no es verdad.

—Dudo de que el secretario del gobernador lo crea.

El capitán sigue con la vista perdida en sus recuerdos, pero los labios le dibujan una sonrisa fugaz por la salida de Moisés.

—No, es cierto. A él tampoco le convencen los perros. —Inspira fuerte y tose. Necesita un buen cigarrillo—. He visto caballos recibiendo las balas que iban dirigidas a sus jinetes. Y cuando los miras a los ojos, no ves reproches. Y quizá me dirá: es un animal. Sí, pero son extraordinariamente inteligentes. Si un caballo protesta, es porque tiene razón. Si no quiere saltar una zanja, es porque no conviene saltarla. Los perros… los perros son caprichosos. Los caballos no hacen nada que no sea estrictamente necesario. Saben cuál es su función en la vida, y no se desvían.

—¿Y cuando un caballo no quiere obedecer?

—Los caballos siempre encuentran su manera de obedecerte. —Otro carraspeo—. No tendrá tabaco, ¿verdad? —Moisés niega con la cabeza, y el capitán continúa, con la voz ronca—. Sólo hay una cosa en la que los caballos yerran siempre: los hombres somos traidores por naturaleza. No te puedes fiar nunca de ninguno.

—¿Ni de aquellos de los que debes olvidar el nombre?

Ahora, el capitán mira los ojos de Moisés fijamente.

—De esos menos aún, por mucho que el jinete insista. Los hombres llevamos la mentira en las venas, somos egoístas, pensamos siempre en nuestro beneficio. Recuerda bien lo que diré ahora, Bocas: todos mienten. Siempre.

Moisés Corvo detesta el tono paternalista que ha adoptado el capitán. No sabe lo que yo he tenido que pasar. No sabe qué me he encontrado antes de ir a parar a esta isla dejada de la mano de Dios. El capitán, como si tuviera la facultad de leer el pensamiento, continúa:

—Y no te creas que no sé que seguramente has sufrido mucho antes de llegar aquí. Pero mientras haya hombres sobre la Tierra, confía sólo en los caballos.

—Lo tendré en cuenta, capitán.

—Por otra parte, vigila de cerca a Bartolo. Quedas liberado de tus obligaciones hasta dentro de una semana. ¿A qué día estamos?

—Hoy es cuatro de abril.

—Pues hasta el lunes once, que el domingo es Pascua Florida. Tienes hasta el lunes para averiguar lo que puedas. El gobernador me pide un culpable, y es el tiempo máximo que te puedo dar.

—El tiempo siempre es un mal aliado.

—Eso parece. Vamos, muchacho.

Salen de la cuadra y Moisés mete la bota dentro de una de las heces de caballo todavía frescas.

—¡Joder! —exclama.

El capitán se ríe con ganas.

—Es lo que tienen los caballos. —Y, agarrando a Moisés por la nuca, dice—: Bocas, tú haz lo que te he pedido, que de recoger la mierda ya me encargo yo.