IV

Surgate manda callar a todos. Se agacha y con la palma de la mano ordena al resto que haga lo mismo.

Los soldados le imitan. Algunos, como Baltasar Coronado, lo hacen a regañadientes por tener que seguir las indicaciones de este salvaje.

Templeton Peabody está meando entre unos matorrales a no más de seis metros de la expedición.

El camino más rápido hasta la misión de Bolobe pasa a través de la plantación del señor Vivour, y el capataz ha ido a miccionar justo al lado. Por suerte, la vegetación es abundante y el viento, que se ha levantado temprano, la orea para hacer ruido suficiente como para que Templeton Peabody no pueda oírles. Pero si se le ocurre adentrarse un poco más en el bosque para hacer de cuerpo, tendrán un problema.

Templeton Peabody se hurga la nariz tranquilamente mientras mece las caderas. No es un peligro para ellos encontrárselo, claro. Es más bien un riesgo. El capataz podría sospechar y avisar a los ingleses de que una expedición de españoles ha salido para perseguirles. No hace falta que se trague que no son soldados: lo que resulta evidente es que no son misioneros.

Un par de pedos y una mueca de felicidad por el trabajo bien hecho más tarde, Templeton Peabody vuelve para abuchear a los negros que recogen los frutos del cacao. ¡Ay, si tuviera un látigo como en los good old times! ¡Se acabarían las tonterías con estos malditos negros que nunca entienden nada de nada!

El camino se alarga durante toda la jornada. Es ascendente y a los soldados, poco acostumbrados al ejercicio físico, les cuesta respirar. Los krumans se adelantan a menudo con el cargamento y el cabo Cejajunta tiene que detenerles, ¡adónde vais, quietos aquí!

Surgate señala atajos, por ahí acortaremos, pero a los militares no les convence internarse en el bosque si no ven el sendero muy claro. Prefieren dar un rodeo antes que tener que avanzar a golpe de machete por un lugar que sólo conoce su guía. Al cruzar un arroyo por encima del tronco inmenso de un árbol caído, Adán Clua resbala, se da un golpe en la rodilla y hunde medio cuerpo en el agua.

—¿Estás bien? —pregunta Baltasar Coronado.

Adán Clua dice que sí, pero tiene un corte bastante profundo bajo la rodilla derecha que no para de sangrar. Se rasga una manga, muy sucia, y se la ata alrededor de la rodilla. Cojeará durante un buen rato.

Los krumans se paran y murmuran entre ellos. Surgate también está alerta, y habla en voz baja. Cejajunta se abre paso entre los hombres para acercarse a él:

—Hermano Jeremías, ¿por qué nos detenemos?

—Alguien nos vigila.

La selva sigue su rutina estridente de cantos de pájaros y alaridos de mono. Las copas de los árboles, en lo alto, ocultando el sol, hacen ruido movidas por el viento. Abajo, la humedad es insoportable. Todos los soldados llevan las camisas desabrochadas y tienen los cuerpos empapados. Aprovechan la parada para sentarse y beber agua caliente de las cantimploras. Están masacrados por los mosquitos, que se han encontrado con un inesperado banquete. Adán Clua se queja de la rodilla, que está muy hinchada.

—¿Qué significa que alguien nos vigila? —pregunta Cejajunta, nervioso.

—Los braceros tienen la sensación de que hace un buen rato que nos están siguiendo. Y yo también lo sospecho.

—¿Desde cuándo?

—Desde que hemos abandonado Concepción.

Hojas que se balancean al compás de la selva. El zumbido de los mosquitos que no cesa.

—¿Desde Concepción? —se alarma Cejajunta a la sordina, para que sus hombres no puedan oírle—. ¿Quién coño nos vigila?

Julio Veracruz se une a ellos.

—¿Los ingleses?

—No lo sé —responde Surgate. Entonces habla con uno de los krumans, y luego traduce las palabras para los españoles—. No lo saben. Dicen que son espíritus del bosque.

—No empecemos ahora con supersticiones.

Cejajunta levanta el dedo índice y se acerca la cruz de Caravaca que lleva colgada del cuello a los labios para besarla.

—Dicen que no son peligrosos —sigue traduciendo Surgate; escucha las palabras del más viejo de los bubis, que debe de tener unos cuarenta años—. Pero su presencia les incomoda porque…

Surgate pide al bubi que le repita la última frase, para asegurarse.

—¿Por qué? —Julio Veracruz, curioso, el revólver en la mano.

—No sé si lo he entendido bien, pero dicen que el corazón les late como a los blancos.

—¿Qué quiere decir?

Cejajunta vuelve a besar la cruz.

—Esta gente cree que los muertos se convierten en espíritus que vagan por el bosque. Algunos son malos y otros buenos. Por lo que dicen, los que nos siguen son buenos.

Baltasar Coronado, que ha estado prestando atención a la conversación, se levanta y llama a Cejajunta:

—Pregúntele a Chocolate si los espíritus esos tienen algún remedio para curar a Hoyuelo. Creo que se ha roto una pierna.

Cejajunta se acerca para examinarle la rodilla.

—¿Podrás caminar hasta Bolobe?

—No estoy seguro.

La articulación de Adán Clua parece una colmena de abejas, y está cogiendo un color amoratado nada tranquilizador. Se ponen a limpiarla, tiene mal aspecto. Cejajunta decide que necesitará que le inmovilicen. Ordena a sus hombres que monten una camilla improvisada con las ramas y las hojas que puedan recoger.

—Antes de que oscurezca —dice.

Al atardecer, sin embargo, ya ven que no podrán continuar.

—¿A cuánto estamos de la misión, hermano?

Es Julio Veracruz quien habla con Surgate.

—A paso normal, no más de una hora. Si hay que cargar con la camilla, tres horas como mínimo. El terreno es bastante inclinado y será muy costoso transportarla.

—Cabo. —Julio Veracruz habla con Cejajunta—. Si no encuentra inconveniente, recomiendo que acampemos aquí y mañana continuemos hasta Bolobe, después de haber descansado.

El cabo Cejajunta está de acuerdo y distribuye los turnos de guardia. Sincuello y Coronado harán el primero. Huevazos y él se ocuparán de la madrugada. Clua hace cada vez más esfuerzos para no gritar de dolor, ahora que el golpe ya se ha enfriado y el hueso le araña la carne desde dentro.

Esta noche no duerme casi nadie. En la expedición, quien más quien menos está pendiente de los sonidos de la selva.

Hay quien, incluso, cree oír voces en la oscuridad.