III

Guillem Iniesta no ha sabido responderle. Es un rumor que ni siquiera se sabe de dónde ha salido. Y quizá sean sólo eso, habladurías. Si el padre de la criatura que Rosario lleva dentro no es Adolfo Leopoldo Crespo, es muy posible que ella se haya marchado con quien la dejó preñada. Si Chocolate no se hubiera ido de expedición a Bahía Concepción, podría habérselo preguntado. Quizá él lo sabe. Sin embargo, Chocolate dijo que Rosario temía por su hijo. ¿De quién tenía miedo? ¿De Adolfo Leopoldo? Si el señor Crespo llegaba a saber que el hijo no era suyo, ¿la obligaría a perderlo? No estaba seguro. Por la actitud distante del cubano con la chica, Moisés creía que ya sabía que el niño que esperaban —el pequeño José Crespo, tan seguros estaban de que era un varón que ya tenía nombre— no era de su sangre. Quizá Adolfo Leopoldo se enamoró de ella tan apasionadamente que la arrancó de su tribu, pero ahora de ese fuego ya no quedaban ni las brasas. Sin embargo, ella seguía siendo una posesión suya, y no la dejaría ir fácilmente. ¿Tendrían algo que ver los hombres que dieron una paliza a Boluba? En principio habían ido a la finca en busca de un guía, pura coincidencia. Pero Moisés creía cada vez menos en las coincidencias.

Eres demasiado confiado, Moisés, le había dicho una puta de la calle Arc del Teatre. Él acababa de robar una billetera a un fabricante de Mataró que había bajado a la ciudad, y había corrido a gastarse los cuartos con la ramera. Sin haberlos contado, le entregó la cartera para que cogiera lo que cobraba por el servicio habitual. Ella le devolvió una moneda de una peseta y diez minutos de sexo, que a él le resultaron del todo insuficientes. La prostituta, cuyo nombre no recordaba, moriría esa misma noche apuñalada por su proxeneta, después de que ella intentara esconder el dinero de Moisés de la cantidad diaria que debía pasarle. El ahora soldado vio el cadáver empapado de sangre, la mirada perdida en un cielo recubierto de humo, y la billetera del fabricante mataronés tirada por el suelo. Eres demasiado confiado, había dicho la mujer poco antes de ser asesinada por confiarse. Si él no hubiera robado la cartera, ella aún seguiría viva. Al día siguiente, el chulo huía de la policía y entró en la imprenta de Tadeo Corvo. Le pidió refugio y su padre le escondió entre las máquinas. El chulo se dio cuenta de que el padre de Moisés salía para denunciarle, abrió la navaja y se la puso en el cuello. Los policías entraron en la imprenta y se abalanzaron sobre él. En la pelea, Tadeo Corvo perdió una oreja, amputada por la navaja del chulo, y casi murió desangrado. La policía detuvo al asesino, que fue abucheado al salir a la calle (incluso el tranquilo Eusebi, el colchonero, se lanzó sobre él para vapulearle, tal vez porque no lo sabía nadie, pero amaba a esa prostituta). Tadeo Corvo pasó un tiempo en el hospital de la calle Peu de la Creu. Mientras se recuperaba, un incendio destruyó la imprenta, que no se vio con ánimos de reconstruir. Como si el fuego no le hubiera consumido bastante, Tadeo Corvo se dedicó a quemar sus ahorros y a refugiarse en el alcohol. Faltaba muy poco para el día que Moisés le plantara cara.

El camino entre la intuición y la temeridad es muy corto, y Moisés lo está recorriendo con una botella de ron en la mano y el fusil colgado del hombro, mientras se adentra en el barrio del Congo, solo. Los vecinos le miran como si estuviera loco. ¿A qué blanco se le ocurre entrar aquí a pie y sin escolta, por muy soldado que sea, tal y como están los ánimos?

Moisés reconoce el rostro de algunos hombres que se rebelaron el domingo anterior. Le siguen a cierta distancia, cautelosos y amenazantes. El soldado fija la vista al frente, aprieta los dientes, aprieta los puños, y continúa caminando por el centro de la calle polvorienta hasta la casa del Hombre de los Escorpiones. Cada vez hay más negros siguiéndole los pasos a una distancia prudencial. Unos niños orbitan a su alrededor, chillando y haciendo ruido. Sus madres les llaman. Moisés ya entiende algunas palabras en bubi: no quieren que corran peligro. Haría bien en acelerar el paso, pero entonces delataría su nerviosismo. Si continúa como hasta ahora, como si pasar por entre toda esta gente fuera lo más natural del mundo, piensa que no le harán nada.

Si las palabras del profesor Condeminas son ciertas, si es Roque Plaza quien está detrás de los ataques contra las tribus bubis, la opción más lógica es contrastarlo con ellos. Y el único bubi con quien tiene relación es el Hombre de los Escorpiones. Claro que la opción más lógica no es siempre la más sensata.

El Hombre de los Escorpiones sale a recibirle con cara de preocupación. Quizá no tanto por Moisés como por lo que pueda pasarle a su familia por tener trato con él. Sin embargo, esboza una falsa sonrisa de bienvenida. Moisés entra en el caserón sin abrir la boca, consciente de que es el centro de todas las miradas. Una vez dentro, resopla y le entrega la botella. La mujer y la hija le miran fijamente desde un rincón, atemorizadas. El Hombre de los Escorpiones hace un gesto para que se acerquen y agarra a la muchacha por el codo.

—Hoy no —dice Moisés—. Hoy vengo a por respuestas.

—Ahora es peligroso.

—Empiezo a pensar que aquí todo es peligroso siempre.

Moisés se sienta en el suelo con el Hombre de los Escorpiones, de cara a la puerta, por si acaso. La mujer prepara un pescado en el interior de la casa, y la humareda lo inunda todo.

—¿Quién masacró a la tribu del bojiammò Siacca?

—¿Cómo?

La pregunta le pilla por sorpresa.

—La noche de la Anunciación. ¿Quién es el responsable de la matanza?

—¿Por qué tener que saber yo?

—Porque si lo sabes, quizá podremos detenerle. ¿Es el secretario Plaza, verdad? Fue él quien ordenó atacar las tribus.

—¿El secretario? No.

—¿No? Tiene los motivos para vengarse y los recursos necesarios.

—No, no. ¿Querer comer usted?

—Déjate de comidas. No tengo mucho tiempo antes de que se corra la voz de que he entrado en el Congo solo.

Al Hombre de los Escorpiones le tiembla la barbilla. Su esposa tiene el pescado atravesado por una rama en las manos, medio chamuscado.

—Brugués.

—¿Brugués? ¿El tabernero?

—Sí, dicen que fue Brugués.

—¿Y por qué él?

—Dicen que mató a un negro.

—¿Dicen?

—No saber. Un chico que desapareció de Malabo, de noche a día, tragado por el bosque.

—¿Cuándo?

—No recordar bien. Cuatro años, quizá tres.

Más o menos el mismo momento en que comenzaron las matanzas, calcula Moisés.

—¿Por qué? ¿Por qué le mató?

—No saber si cierto. Dicen que mató y enterró en bosque. Brugués enemigo de negros. Espíritu de elembi vuelve a por él, y él mata a tribu para atemorizar al muerto.

Las brasas crepitan y el olor a tostado es cada vez más intenso.

—¿Él? ¿Un tabernero es el responsable? Tiene que ayudarle alguien.

¿Cómo encaja esto con las palabras de Condeminas? El maestro estaba convencido de que el responsable era Roque Plaza, pero ahora el Hombre de los Escorpiones ha abierto una nueva vía. Sea como sea, Moisés espera que le responda lo que teme oír. Que fueron los soldados quienes se encargaron de hacer el trabajo sucio a Brugués a cambio de unas rondas en la taberna. Sea Plaza o Brugués, los ejecutores tienen que ser un grupo de soldados españoles, necesariamente. Por eso en Villa Penitencia todos han actuado como si nada hubiera ocurrido. Pero ¿quién? Y en caso de que el Hombre de los Escorpiones le confirme la sospecha, ¿a quién puede acudir? ¿Quién puede zafarse de este pacto de silencio? El capitán Balboa parece un hombre íntegro, pero ¿hasta qué punto está enterado de todo lo que pasa en el cuartel? ¿Hasta qué punto está implicado? Y en caso de desconocerlo, ¿cuál será su reacción si, llegado el momento, Moisés le informa del resultado de sus investigaciones? ¿Optará por hacer justicia o tomará la vía más directa, cómoda y sencilla de silenciar al mensajero?

Todos estos pensamientos se quiebran con la respuesta del Hombre de los Escorpiones:

—Brugués es bukeubuilé.

Moisés Corvo ya ha oído esa palabra antes. Fue de labios de Siacca. Bukeubuilé, malvado. El Hombre de los Escorpiones cree que Brugués es un ogro. El característico aroma a tabaco de pipa que olió en el poblado encaja con la presencia de Brugués, a quien es difícil ver sin la pipa en los labios. Pero los autores eran, al menos, entre cuatro y seis. Alguien tendría que ayudarle.

—¿Quién más?

Una multitud de gente se está reuniendo frente a la casa del Hombre de los Escorpiones. El susurro que hace un rato que se cuela por la puerta se está convirtiendo en un ruido amenazante.

—Marimó, claro.

El Hombre de los Escorpiones acusa al Dios del Mal de la isla de guiar la mano asesina de Bartolomé Brugués. Moisés sabe que no le sacará nada más. Que es todo lo que este pobre infeliz sabrá decirle. Y ya es suficiente.

—¿Cómo te llamas?

—Nicanor Nguere.

—Ahora tendrás que ayudarme a salir de aquí, Nicanor. —Mira a la hija—. Y ella, ¿cómo se llama?

—María.

—Pues María me acompañará hasta Villa Penitencia. Con ella a mi lado no me atacarán.

—No —murmura Nicanor Nguere.

—Así me gusta.

Ha llegado el momento de desbautizar algunos rostros para empezar a ponerles el nombre que les corresponde, piensa Moisés. Eso si antes no me dan una paliza.

Y sale a la calle, ante la multitud congregada. Él agarra a la muchacha muy de cerca y empieza a caminar.