Moisés piensa que tiene que visitar al Hombre de los Escorpiones y se da cuenta de que no sabe su nombre. Que lo ha rebautizado sin ni siquiera preguntarse cómo se llama realmente. Del mismo modo que, a él, el sargento Panzas le puso el mote de Bocas. Como cada vez que alguien domina la isla —o cree dominarla—, le cambia los topónimos a placer.
La primera forma de dominación, la forma más nítida de demostrar que tienes poder sobre algo, es denominarlo. ¿Qué hizo Dios después de crear el mundo? Le puso nombre a los valles, a las montañas, a los mares y a las bestias que los pueblan. En Fernando Poo, quien más quien menos ha querido practicar su Génesis particular, y de ahí que todo tenga tres o cuatro nombres diferentes, dependiendo de quién ostente la posesión. Empezando por la isla, que los nativos llaman Bioko, y terminando por el Hombre de los Escorpiones. A los militares, que con el uniforme y el chapucero corte de pelo que Orejones les perpetra son casi imposibles de distinguir, se les conoce por partes del cuerpo, pero no al capitán Ulises Balboa, que es quien manda. Santa Isabel es Clarence para los ingleses y Malabo para los fernandinos.
Musila, la bella, peligrosa, felina, morena y desaparecida Musila, fue rebautizada como Rosario por Adolfo Leopoldo Crespo.
Moisés se planta ante la tienda de comestibles de Guillem Iniesta. No hay ningún bubi dormitando bajo el rótulo imperfecto de «Ultramarinos». Es pleno mediodía y el sol se ceba cruel contra la calle, vacía, en calma tensa. El soldado se ha cruzado con la patrulla de Uñas y Pinreles, que iban a caballo y han hecho una mueca al encontrarse con él; se ve a la legua que no le soportan.
—¿Todo en orden?
—Sí.
—Ándate con ojo, estos traman algo.
—Esta también.
Moisés mueve el hombro para enseñar el fusil que lleva colgado.
Una vez en el colmado, coincide por fin con el propietario. Guillem Iniesta sale de la trastienda con un paquete atado con un cordel y pega un bote al encontrarse con Moisés en la puerta, una silueta oscura contra la luz inclemente del sol. Al cabo de unos segundos, Guillem Iniesta vuelve a respirar.
—Me ha asustado.
Moisés entra y la frescura del local le hiela la camisa empapada de sudor hasta acartonarla.
—Suelo provocar esta reacción en la gente.
—Usted debe de ser el nuevo, ¿verdad?
—Cada vez menos.
—¿Cómo me dijo el señor Crespo que se llamaba? —Frunce el ceño para hacer memoria—. ¿Noé?
—Por poco: Moisés. Pero todo queda en la Biblia.
—Exacto, Moisés. Tengo la caja para usted.
—Por eso he venido.
Guillem Iniesta tiene la cabeza pelada como un guijarro y la nariz torcida hacia una mejilla. Es bastante delgado; en Fernando Poo es muy difícil encontrar a alguien que esté gordo, ya sea por la poca alimentación, por el efecto laxante de los cocos o por los litros de sudor que el sol ordeña día a día. Pone el paquete sobre el mostrador y se seca las manos en el delantal.
—Es usted más joven de lo que esperaba.
Moisés no responde, así que Guillem Iniesta se da la vuelta y desaparece en la trastienda.
—¿Catalán, verdad? —pregunta, con voz un poco nasal.
—De Barcelona.
—Igual que yo. ¿Cómo está aquello?
—Lejos.
Resoplidos, ruido de cajas.
—Le ha tenido que caer muy bien.
—Soy bastante bueno haciendo amistades.
—¡No se puede decir lo mismo de él! Puede considerarse afortunado. Espere, aquí está. —Silencio, seguido de ruido de botellas chocando entre sí—. Un momento.
Moisés se pasea por el interior de la tienda, examinando los estantes. Aprovecha para quitarse la casaca, dejarla sobre el mostrador y abanicarse las axilas. Guillem Iniesta le sorprende al aparecer por la cortinilla cargando la caja llena de botellas.
—Hace calor, ¿eh?
—Ahora mismo podría matar a un mandril adulto sólo con mi olor.
—Pues no se me acerque. —Saca una botella y la examina con cuidado—. No sé qué está haciendo por el señor Crespo, pero le valora mucho. De este ron me queda muy poco hasta que me lleguen más cajas de Cuba, y aún faltan por lo menos un par de semanas.
—Pues tendré que dosificarlo bien. —Moisés entiende perfectamente que Guillem Iniesta le está preguntando por el favor que Adolfo Leopoldo le pidió—. ¿Hace mucho que conoce al señor Crespo?
—Desde que monté esta tienda. Hará unos cuatro años.
—¿Lleva cuatro años aquí?
—Cinco.
—No está mal. ¿Nunca ha tenido ganas de irse?
—Muy a menudo. Pero tengo suerte: cada año viajo un mes a casa y me olvido de todo esto.
—Pero acaba volviendo.
—Bueno, sí, tengo algo que me ata aquí.
Moisés intuye una punzada de dolor que el tendero intenta disimular bajo un rostro impertérrito. El soldado prefiere no seguir por ese camino.
—¿No está Serafí?
—Ha ido al puerto. Hoy nos llega material.
—¿Y no tiene miedo de quedarse solo en la tienda?
—¿Por qué?
—Con todo lo que está pasando, no es muy aconsejable.
—Los negros saben que aquí no pueden entrar. Que se atrevan.
—Por eso mismo lo digo. Usted no tiene muy buena relación con ellos, por lo que veo.
—No pienso tener miedo de unos pocos salvajes. Si viene alguno, no pasa de la puerta. —Se levanta el delantal y muestra un revólver que hunde el cañón dentro de los pantalones—. Que quede entre nosotros.
—Ningún problema. Sólo era un consejo.
Moisés se fija en los zapatos del señor Iniesta. Y lo hace porque no son zapatos, sino botas como las suyas; botas militares.
—¿Puedo preguntarle qué trabajo está haciendo para el señor Crespo?
—Sí que puede.
—¿Y qué trabajo es?
—No creo que se lo pueda decir.
—Ahora entiendo por qué tantas botellas. Es usted un tipo discreto.
—Y con mucha sed.
—¿Quiere que llame a Serafí? Él se las puede llevar al cuartel.
—No será necesario. Sólo me llevaré dos. El resto le pido que me las guarde, por favor. A cambio, puede quedarse con una para usted.
—Es muy amable.
—Así la próxima vez no se asustará cuando entre por la puerta.
—Exacto.
—¿Se fía del señor Crespo?
—No tanto como usted, por lo que veo. —Y, acto seguido—: Tenemos acuerdos. Él conoce a todo el mundo. Yo conozco a todo el mundo. Lo normal es que acabemos coincidiendo. Es una isla muy pequeña.
—Eso dicen. —Moisés carraspea y suaviza el tono de voz—. ¿Conoce a Rosario?
—Sí.
—¿Cree que el señor Crespo le puede haber hecho algo como para que ella quisiera dejarle?
—¿A qué se refiere?
—A si Rosario tiene motivos para huir de él.
—¿Rosario ha huido del señor Crespo?
—Yo no he dicho eso.
—¿Pero se ha marchado? ¿Está bien?
—¿Tiene motivos o no tiene motivos?
—Bueno, yo… —tartamudea Guillem Iniesta—. Ella siempre va por libre y él la intenta atar corto, pero está embarazada. No creo que Rosario se arriesgue a huir.
—No pregunto si Rosario se arriesgaría a irse de casa, sino si tendría razones para hacerlo.
—¿Aparte de que ella no le ama?
—Por ejemplo.
—Bueno, a ver, esto que quede entre nosotros, ¿eh? —Espera a que Moisés Corvo asienta con la cabeza—. Se dice que el hijo que espera Rosario no es del señor Crespo.
Moisés Corvo abre unos ojos como platos. Cómo no lo había pensado antes. Qué idiota. ¡Qué ciego! La siguiente pregunta le brota de los labios casi de forma instantánea:
—¿Y de quién es?