Desde el Pandora da la impresión de que Fernando Poo se quiera comer el mar. La selva se abalanza frondosa sobre él, rica, verde, trufada de aves de plumas de colores iridiscentes que graznan al paso de la embarcación. Los ríos desembocan en el mar en cascadas espléndidas que parecen surgir de la nada. Se diría que es la isla la que abreva al océano. Apenas han visto una playa desde que zarparon de Santa Isabel. Y las pocas que hay son pequeñas, acorraladas por la vegetación, de arena negra, sólo accesibles desde una embarcación. Han oído decir que sólo las playas del sur, de Punta Santiago a Punta Sagre, tienen la arena blanca como las europeas. También han oído que son las playas donde cada año miles de tortugas van a poner los huevos, y que entonces no se ve la arena sino un inmenso campo minado de conchas.
Manfred Kruger está apoyado en la barandilla de estribor, soñando que algún día volverá a Alemania y se casará con una teutona de pechos enormes que le dará muchos hijos. Aceptó este trabajo en la Woerman porque era la forma más rápida de conseguir dinero. Un muchacho joven y fuerte, saludable, rubio como el sol, que se dedica todo el día a hacer inventarios y a llevar un mínimo control de los litros de aceite de palma que la Woerman exporta regularmente a Alemania. Ni siquiera debe encargarse de la contabilidad, que es tarea de Adolf Brandt. Un puesto de trabajo perfecto en un lugar peligroso, sí, pero no tanto como le habían advertido. A base de quinina y cacao —su añorada cerveza es un bien prácticamente desconocido en miles de kilómetros a la redonda—, Manfred Kruger ha ido trampeando diarreas y fiebres bastante bien, y ahora empieza a sentirse adaptado a esta tierra extraña. Su intención es permanecer aquí un año entero y luego volver a Frankfurt con los bolsillos cargados de dinero. El sueldo es bastante generoso y no tiene muchos gastos, ya que duerme en las instalaciones de la Woerman y a veces en el Pandora.
Surgate se acerca.
—Buenas días, Menschenfresser —dice Manfred Kruger en un castellano oxidado.
—Buenos días, Desayuno —responde Surgate con una sonrisa que muestra los dientes separados.
—¿Has visto a tu hermana?
Surgate asiente, y Manfred sigue hablando:
—Algún día tendrás que presentármela. Tanto hablarme de ella, y con lo guapa que dices que es, y todavía no la conozco.
—Estoy preocupado por ella.
—Sí, ya me dijiste que te había mandado llamar. Por eso me ha extrañado verte aquí de vuelta.
—Vengo obligado.
—Pero ella estaba bien.
—Estaba preocupada. Está embarazada y temía por su hijo.
—Las mujeres embarazadas siempre temen por sus hijos, no debes obsesionarte —intenta animarle Manfred—. Es bueno que cuides de tu hermana. Aunque estés lejos, sabe que velas por ella.
Surgate señala la isla.
—Allí arriba, entre las nubes, está el pico de Basilé. Es el hermano gemelo del monte Camerún, a nuestra espalda, en el continente. Son dos gigantes que se miran el uno al otro, durante siglos y siglos, separados por el agua. El pico Basilé envidia al monte Camerún porque siempre está acompañado. Durante milenios, ha visto pasar generaciones de hombres y más hombres, tantas y tantas tribus que han crecido en su regazo, que han estado de paso o que se han asentado, y nunca ha estado solo. El monte Camerún, sin embargo, envidia la soledad de su hermano. El monte Camerún, que ha tenido que soportar a hombres que no han parado de pelearse, quiere la tranquilidad de la isla, la selva que le sirve de manta, las pocas tribus que conviven en paz en ella. Ambos, frente a frente, tan diferentes, celosos el uno del otro, y al mismo tiempo unidos para siempre. Dice mi gente que si alguien osara hacer daño a uno de los hermanos, el otro se levantaría y cruzaría el mar para defenderlo. Toda una montaña se alzaría para defender a su gemela. Por muy diferentes que sean los hermanos, por muy separados que estén, uno siempre velará por el otro.
El cabo Cejajunta ha dejado de afilar una rama con el cuchillo y presta atención a las palabras de Surgate. Manfred se apresura a sacarse la cartera del bolsillo interior de la americana.
—¿Sabes cuántos hermanos tengo yo?
—No.
—Ocho. Ocho hermanos. Yo soy el quinto de nueve. Y mi madre ha sufrido cada embarazo como si fuera el primero.
Muestra un retrato de toda la familia que les hizo un fotógrafo unos días antes de que Manfred partiera para África. La fotografía tiene los cantos arrugados y dos de los hermanos salieron movidos y borrosos. Manfred los va señalando uno por uno: Gerd, Lukas, Rudolf, Jurgen, yo, Karl, Uwe, Sigfrid y la pequeña Traudl.
—¿Sólo una niña? —pregunta Surgate.
—No han parado hasta que Dios les ha dado una. Ha tardado, pero ha valido la pena.
—¿Y no los extrañas?
—Mucho.
—Parecen muy sabrosos. Ahora mismo me comería a Traudl.
Unos instantes de silencio, al compás del motor, y acto seguido ambos se ríen a carcajadas. Sincuello se les queda mirando, como si le molestaran unas carcajadas tan fuertes.
—Pobre de ti, Menschenfresser.
—¿Cómo se llaman tus padres?
—Zeus y Hedwig. —Guarda la fotografía antes de que salga volando y se pierda en el mar—. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Adelante.
—¿Qué hace tanta gente en el Pandora?
Surgate piensa un momento.
—Oficialmente, van a visitar la misión de Bolobe.
—¿La tuya?
—Sí.
—¿Y oficiosamente?
—Son soldados. Desconozco el objetivo del viaje, pero me da mala espina si tienen que ir vestidos de exploradores.
—¿Qué estás tramando, Jeremías?
Baltasar Coronado se une a la conversación. Surgate y Manfred no saben si ha escuchado sus últimas palabras, así que callan y contienen la respiración. Baltasar acecha la costa, como hacían los otros dos poco antes.
—Deberías estar agradecido por volver a casa de una pieza, Jeremías —continúa Baltasar—. Si dependiera de más de uno, ya te habrían colgado.
—¿De más de uno?
—Bueno, no te voy a engañar. En realidad, si fuera por mí, ya estarías meciéndote de una palmera en Santa Isabel. Pero se ve que eres un buen chico y que eres un servidor de Dios y no sé cuántas tonterías más, y por ello no se te puede tocar.
—¿Quiere algo? —le interrumpe Manfred Kruger.
—Pues ahora que lo dices, sí. Quiero que desaparezcas y me dejes a solas con mi amigo. —Y pasa la mano por detrás de la espalda de Surgate—. El hermano Jeremías y yo tenemos una conversación a medias.
Manfred aprieta los dientes, pero Surgate le dice está bien, déjanos un rato. Manfred se aleja, pero no mucho. Se queda en un rincón de cubierta, en proa, por si el soldado intenta algo.
—No creas que no te la tengo jurada —le espeta Baltasar.
—Me defendí. No puede acusarme por ello.
—Podríamos vivir muy bien en esta isla. Pero es por salvajes como tú que este lugar es un nido de violencia.
—Repito que no han sido los míos quienes organizaron aquella matanza.
—Eso está por ver. Sí fueron los tuyos quienes atemorizaron Santa Isabel el otro día. Sí lo eran quienes quemaron la iglesia.
—Mi tribu vive en la selva.
—Sois todos negros, no veo ninguna diferencia.
—Entonces el problema de perspectiva es suyo, ¿no cree?
—Si fuera por mí, no habría un negro en Fernando Poo. Sois todos una panda de borrachos y vagos que sólo mueve el culo cuando buscáis jaleo.
—En Bioko, el alcohol lo introdujeron los europeos. Fuisteis vosotros quienes hicisteis de unos hombres libres un puñado de esclavos. Y cuando la esclavitud se acabó, los encadenasteis con botellas. Me da pena que familias enteras de bubis vivan en la ciudad, que no es su lugar natural, para poder estar más cerca de la bebida con la que los tenéis controlados. Los bubis del interior, los de la selva, no son así. Son gente libre. Y ahora también los extermináis. Pero con los fang no os atrevéis. Los fang somos guerreros, vinimos del continente, y cada vez somos más numerosos.
—¿Lo ves? Eres incapaz de hablar sin amenazar. Sois violentos por naturaleza. Este disfraz tuyo de hermano misionero es pura fachada.
—Su punto de vista vuelve a ser equivocado. Me mira con los ojos de un soldado que busca enemigos allá donde va. Me acusa de violento por amar una isla que es mi hogar, pero no hace ni un minuto ha dicho que si fuera por usted, acabaría con todos los negros de Bioko. Cree que conspiro en su contra y, al mismo tiempo, que soy capaz de asesinar a todo un poblado de gente inocente.
—Y encima te permites aleccionarme con estas palabras de misionero. A ver si vamos a tener que santificarte. ¿Qué cojones es eso de Bioko? Esta isla se llama Fernando Poo, y punto.
—No discutiré sobre nombres.
—No, porque tienes las de perder. Vivís en la edad de piedra y estáis orgullosos de ello. Nosotros somos el progreso, somos la civilización. Y renegáis de ella, no queréis avanzar. No queréis mejorar. Porque os sabéis inferiores y no estaríais a la altura.
—Quizá no es su progreso lo que necesitamos en Bioko. Quizá vuelve a caer en un error de perspectiva.
—¿Qué error puede haber en lo que digo? Tenemos armas, tenemos tecnología y tenemos la razón de nuestra parte. ¿Qué tenéis vosotros? ¿Arcos y flechas? ¿Collares hechos con pieles de serpientes?
—¿Qué somos para vosotros? ¿Brazos para cargar paquetes? ¿Mujeres para desahogarse? No somos más que animales. ¿Y os creéis con el derecho de descuartizar nuestra tierra como si fuera un pastel, de repartiros nuestro hogar sobre un mapa con una escuadra y un cartabón, en un despacho a miles de kilómetros de aquí? No sois mejores que nosotros porque seáis más blancos o podáis disparar más lejos. Esta isla nunca os pertenecerá, porque sólo se pertenece a sí misma. Todos nosotros somos simples invitados. ¿Acaso cuando te alojas en casa de alguien le impones cómo debe distribuir las habitaciones, duermes en su cama y te llevas todo lo que guarda en la despensa a tu casa?
—No has contestado a mis preguntas. Los negros todo lo explicáis con cuentos. ¿Saben esto en la misión? ¿Saben que un religioso cree que el hombre blanco es perverso?
—Con la misión arrojamos luz allí donde no llegan vuestras armas.
—Si no fuera por nuestras armas, haría mucho tiempo que las cabezas de los misioneros estarían atadas a la entrada de cualquier poblado. Y la luz que lleváis es la que nosotros os hemos encendido.
—Ve Bioko como un enemigo. La ve desde fuera, como si todavía no hubiera llegado. El día que descubra que forma parte de ella sabrá que es el resto del mundo el que vive en una isla.
—Tú no verás ese día —masculla Baltasar con rencor.
—¡Tatuajes! —Cejajunta le llama por su apodo—. Ya está bien, deja al hermano Jeremías en paz.
—Cabo, yo…
—Chitón.
Adán Clua sale a cubierta porque ha oído las protestas de su amigo. Cuando le ve junto a Surgate y cómo Cejajunta le regaña con el cuchillo en la mano, le arrastra hasta popa.
—¿Qué ha pasado?
—El pinche salvaje, que me da lecciones de moral.
—Es un claretiano, Baltasar. No podemos tocarle.
—Eso está por ver. Espera a que nos adentremos en la selva y ya verás qué rápido se le pasan las ganas de contar historietas.
Llegan de madrugada a la bahía de la Concepción. Atracan en un puerto en muchas mejores condiciones que el embarcadero de Santa Isabel. Concepción, recogida entre dos colinas en la desembocadura del río Ruma —que baja desde la Gran Caldera—, es una ciudad mayoritariamente británica. Fueron los ingleses quienes construyeron el muelle para tener acceso directo a la costa continental, y son ellos quienes lo mantienen vivo con el enorme trasiego comercial. Por esta razón, y por los vientos huracanados que suelen asolar la bahía, los españoles prefirieron instalar la capital de Fernando Poo en Santa Isabel y no en Concepción.
Los barcos se mecen en la marea alta cuando la tripulación del Pandora echa la pasarela para desembarcar a sus pasajeros. El cielo está encapotado y se forman diminutos tornados de arena sobre la escasa playa que resiste los envites del océano.
Julio Veracruz salta a la dársena con el cabo Cejajunta. Llevan una lámpara de aceite y no quieren perder ni un solo segundo. Al cabo de veinte minutos, cuando todo el mundo ya está en tierra y los krumans transportan los bultos hasta los almacenes de la Woerman, ya han localizado el Casandra, la pequeña embarcación de vapor mecida por las olas.
—¿Han llegado hasta aquí en este bote? —se sorprende Cejajunta.
Julio Veracruz decide entrar. Como es paticorto, necesita la ayuda del cabo y de Huevazos para saltar a la embarcación. Los soldados se quedan fuera, vigilando. Julio saca un revólver y examina el interior. Todo vacío. Nada. Ni siquiera un cuaderno de bitácora o alguna carta personal de los tripulantes. Todo es aséptico, como si nunca nadie hubiera viajado en ella, como si acabara de salir de los astilleros. Encuentra una caja fuerte abierta, vacía. También localiza algunas taquillas con soportes para colocar fusiles. Al cabo de un rato sale afuera, frustrado. Cejajunta y Huevazos le ayudan a bajar de nuevo.
Tendrán que dormir en los almacenes de la Woerman. A la mañana siguiente, se despedirán de sus huéspedes y enfilarán río arriba, hacia la misión de Bolobe. De camino deben pasar por la plantación de William Allen Vivour. Deberán procurar no ser vistos, o el inglés podría avisar a sus compatriotas de la presencia de unos exploradores misteriosos y perderían el factor sorpresa.
Surgate les vendrá bien. Conoce la zona y podrá conducirles por un territorio hostil: más allá de la misión de Bolobe, la isla está casi inexplorada.
Hic Sunt Leones, como rezaban los mapas antiguos, piensa Julio Veracruz. A partir de aquí, leones.
Sólo que los leones no son lo que más debe temer.