En mala hora debe partir la expedición de Julio Veracruz hacia Bahía Concepción. Cuando más necesita el capitán a todos los hombres a su alcance, debe embarcar a bordo del Pandora a cinco soldados vestidos de exploradores —salacot, camisa de lino, pantalones cortos y medias largas—, acompañados por doce krumans de Sierra Leona y cuatro bubis. Deberán confiar en los negros, que no han participado en los incidentes de los últimos días, aunque siempre habrá al menos un soldado de guardia por si hubiera algún conato de sedición.
Julio Veracruz ha pactado el transporte con los hombres de la Woerman. El Pandora suele transportar hojas de palma desde Bahía Concepción hasta Santa Isabel para procesarlas en la factoría que tienen en la capital y destilar aceite. De ese modo, la embarcación de los alemanes hace el trayecto de vuelta sin mercancías, y tiene toda una bodega en la que dar cabida a los braceros. El cabo primero Cejajunta, Sincuello, Huevazos y los inseparables Baltasar Coronado y Adán Clua dormirán al raso: el viaje dura poco menos de un día.
Surgate está todo el tiempo al lado de Manfred Kruger. No es la primera vez que viajan juntos, y se llevan bastante bien. Manfred, un chico idealista, con la cabeza llena de pájaros y los zapatos gastados, siente la fascinación propia de los jóvenes por la violencia y las batallas, y no puede evitar interrogar a un caníbal en persona sobre las costumbres de los salvajes fang. Esto ya le ha costado más de un capón de Adolf Brandt, mostacho bávaro bajo el cual se cuela un «genug», ya es suficiente. A Surgate nunca le ha molestado el afán curioso de Manfred Kruger, pero en esta travesía no se siente con ánimos para charlar. Le mandan de vuelta a la misión sin poder ver a Musila y eso le corroe el corazón. Ella y el niño que espera están en peligro, y él no puede hacer nada. Surgate no sabe que Rosario ha desaparecido. Moisés Corvo ha preferido no contárselo, porque las órdenes del capitán Balboa han sido claras: el hermano Jeremías vuelve a la misión, por su propio pie o atado al mascarón de proa.
Además, Moisés Corvo está convencido de que Rosario terminará apareciendo tarde o temprano —espera que sea más temprano que tarde—, y que su ausencia se deberá a que ha querido escarmentar a un marido posesivo y celoso. O al menos eso es lo que su entrepierna, que a veces parece tener voluntad propia, le incita a pensar.
Patrullando por Santa Isabel con Osvaldo Estrada —rebautizado como Morritos—, Moisés Corvo siente las miradas de los bubis como cuchilladas en el hígado. La tensión es palpable, y deben meditar cualquier movimiento para no encender la chispa que provoque una nueva revuelta. No ha habido detenciones por el incendio de la iglesia. El capitán Balboa decidió cortar de raíz toda escalada de violencia. A veces, para demostrar tu autoridad, debes saber cuándo parar, les había dicho a sus oficiales. Siempre estaremos a tiempo de detener a los culpables. Pero no lo haremos ahora, en caliente. O se nos echarían encima como las bestias incivilizadas que disimulan ser.
El fusil está amartillado y listo para disparar, reposando sobre el muslo derecho de Moisés Corvo, que cabalga con parsimonia por las calles más concurridas de Santa Isabel. No podemos permitirnos el lujo de ser emboscados en un callejón en el barrio del Congo y que los bubis se hagan con dos armas de fuego. La montura mueve la cabeza para espantar las moscas, que revolotean alrededor de sus ojos. Tiene las costillas muy marcadas, un Rocinante en el trópico.
Osvaldo está nervioso, mira a todas partes, volviendo la cabeza cada dos por tres.
—Relájate, muchacho.
Esboza una sonrisa.
A Moisés, Osvaldo le recuerda a Antoni, su hermano pequeño. En cierto modo, siente la necesidad de protegerle, como si fuera una extensión del único vínculo que le queda con Barcelona. Moisés añade:
—Nos tienen miedo, no nos atacarán mientras estemos juntos.
—Dicen que quien no tiene nada que perder no tiene miedo a nada.
—¿Sí? ¿Quién dice eso?
—El capitán.
—El capitán también dijo el otro día que, en una isla, los sueños no llegan demasiado lejos.
—¿Y qué quiere decir?
—Que al capitán le ha dado demasiado el sol en la calva. —Y como si se arrepintiera, se ve obligado a remachar—: Ahora bien, hay que decir en su defensa que el otro día, si no hubiera sido por su intervención, la cosa habría ido a más. Pero negaré haberlo dicho, Osvaldo.
—¿Delatarías a tus compañeros ante el capitán, Moisés?
—¿Delatarles?
—Ayer estaba de guardia en la cárcel y se presentaron cinco. Me llevaron a las cuadras y me ataron a una viga. Me taparon los ojos y me lanzaron cubos llenos de basura.
—¿Quién lo hizo?
—No lo sé. No les reconocí. Estaba muy asustado. No paraban de gritar que yo era un negro y que debían tratarme como tal.
—¿Te hicieron daño?
—No. Fue desagradable. Me dejaron allí atado hasta que me encontró Cejajunta. Pero ahora él se ha marchado con la expedición y no sabía en quién podía confiar.
—No digas nada, Osvaldo. Es una novatada. Por desgracia, te las tienes que tragar y callar.
—¿A ti te han hecho alguna, Moisés?
—Pobre del que me ponga una mano encima.
Osvaldo le observa con admiración. Ojalá él tuviera la seguridad que su compañero demuestra al hablar.
Moisés Corvo hace una mueca. Con todas las preocupaciones que tiene en la cabeza, lo último que le apetece ahora mismo es tener que preocuparse por la novatada que los otros soldados puedan estar preparando.
—El caballo tiene sed —dice Moisés—. Vamos a darle de beber.
Se detienen en la puerta del hotel Thompson y desmontan de un salto. Atan los caballos al abrevadero. Del interior salen los vascos y se tocan el sombrero a modo de saludo. Moisés Corvo y Osvaldo Estrada abren la puerta batiente del hotel y entran en el vestíbulo. Muertecita está hablando con el adinerado Eugeni Narváez. El señor Narváez, que llegó a Fernando Poo con la intención de encontrar a un africano de buen ver y retirarse al paraíso, harto de los chismes de la alta burguesía barcelonesa, colecciona ataques de gota. No ha podido salir del hotel Thompson desde que el San Francisco atracó en el puerto y unos boys se lo llevaron en una silla. Ahoga sus penas y la gota a base de alcohol y largas conversaciones con Muertecita.
—Mornin’, soldados —les recibe Muertecita Thompson.
Eugeni Narváez alegra la cara al ver al jovencito Osvaldo Estrada. Morritos ni se da cuenta, pero Moisés Corvo le ha pillado al vuelo.
—Buenos días, Muertecita —devuelve el saludo Moisés—. Sírvenos un par de balas para la recámara.
Muertecita, viejo como él solo, la espalda encorvada, se da media vuelta y coge una botella de aguardiente con una mano y dos vasos con la otra. Movimientos de memoria, repetidos miles de veces. Los coloca sobre la barra, los llena y los desliza hasta donde se han apostado los soldados.
—Ya me han contado lo que se encontraron el viernes cuando fueron al poblado de Siacca —les dice Muertecita—. Mal asunto.
—Sí. —Moisés se bebe el aguardiente de un trago—. De hecho, todo el asunto está podrido.
—Eso es por la humedad, que se mete en la cabeza y deja los cerebros como esponjas.
Se toca la cabeza con el dedo índice, amarillento, de uñas encajadas en un cuadrado de roña.
—¿Aquí no llueve nunca?
—¿Quiere decir más de lo que está cayendo?
El viejo es rápido. No lo parece, encorvado detrás de la barra, con las greñas canosas barriéndole la caspa que tiene en los hombros. Pero tiene la mente despierta.
—Ya me ha entendido.
—Con lluvia es peor. Espere al verano, si es que llega. —Risa malévola, de quien ha asistido a varios funerales prematuros—. Entonces no se puede ni respirar.
—¿Y usted cómo lo hace?
—¿Yo? Ya tengo práctica. —Su mandíbula continúa moviéndose cuando ya ha dejado de hablar. La boca de labios finos crea fonemas inaudibles. Como un pez fuera del agua—. Muy interesante el sermón que dio el padre Juanola el domingo pasado.
—Interesantísimo. Y nos tiene la mar de entretenidos. El hotel Thompson se ha salvado de la ira de los bubis.
—Yo no les he hecho nada. Y lo saben.
—¿Quiere decir que la iglesia o la taberna de Casa Brugués sí les han hecho algo?
—Yo no he dicho eso.
—Lo ha insinuado.
—No me haga caso. Soy un viejo senil, chocheo.
—¿Qué les ha hecho Brugués a los negros?
Muertecita guarda silencio. Valora hasta dónde puede hablar con este chaval deslenguado.
—No se preocupe demasiado. Los ánimos se calmarán dentro de poco, como siempre.
—¿Como siempre?
—Sí, me ha oído bien. Siempre son los mismos. ¿Cuánta gente vive en Santa Isabel? ¿Cerca de un millar de personas? ¿Y cuántos estaban en la calle el domingo? No llegaban a un centenar. Son siempre los mismos, créame. Tienen ganas de juerga, y cualquier motivo es bueno para sublevarse. Sí, no hace falta que me mire así. Lo que le estoy diciendo es que no les importa lo más mínimo que aquella tribu fuera exterminada. A ustedes no les quieren en la isla, y han utilizado el discurso del páter para hacerse visibles. Lo hacen a menudo, ya se acostumbrará.
—Aun así, a usted ni le han tocado.
—Soy protestante. Nos odiaban hasta que llegaron ustedes.
—Ayúdeme a levantarme, joven —le pide Eugeni Narváez a Osvaldo Estrada.
Este se acerca al millonario, que sólo busca una excusa para tenerlo más cerca. Moisés ve la ocasión adecuada para inclinarse sobre la barra y preguntar, en voz baja:
—Si tuviera que buscar a una mujer, ¿por dónde empezaría?
—¿Quiere compañía? Vuelva mañana y tendrá una amiga sentada en la barra, esperándole. Ahora bien, ya le digo que será tan negra como el café. No hay ni una sola mujer blanca en toda Santa Isabel.
—No, no, gracias. Al menos, no de momento. Me refería a que dónde puede desaparecer una mujer en esta isla.
—¿Quién se ha perdido?
—Nadie. Es sólo curiosidad.
—La curiosidad tiene un precio.
Acerca un bote de latón donde está escrito, con muy mal pulso: TIPS.
—Es verdad. Pero una cara nueva no se puede pagar con dinero.
—No me gustan las amenazas —sonríe Muertecita, y muestra que tampoco tiene demasiados dientes que perder.
—Ya tenemos algo en común.
—Usted causa demasiados problemas.
—Los problemas suelen desaparecer con las respuestas.
—Las respuestas no son de fiar si se consiguen de malas maneras.
—Chico, chico, chico. —Ahora es Eugeni Narváez, que se acerca cojeando, el brazo por encima del hombro de Osvaldo—. Así no se piden las cosas. ¡No hay que ir con esa cara por el mundo!
A Moisés no le gusta recibir consejos de nadie. Y menos de un desconocido que le escruta de pies a cabeza. Le hace sentirse incómodo. Pero tiene razón.
—Volvamos a empezar.
Muertecita se limpia las manos con un trapo y abre unos ojos como platos, a la espera de que Moisés siga con el juego.
—¿Dónde puedo encontrar a una mujer que haya desaparecido?
—Mucho mejor —asegura Eugeni Narváez.
—¿Qué le hace pensar que yo puedo saber dónde encontrarla?
—Cuando Dios creó esta isla, usted ya estaba.
—Cierto.
—Más sabe el diablo por viejo que por diablo.
—¿Me está llamando demonio?
—Sí, y de los viejos.
—Insultar tampoco es una buena manera de conseguir respuestas.
—¿Quiere que vuelva a empezar? —Moisés se dirige al millonario, que hace una mueca de tira, tira.
—No —responde Muertecita, que no pierde el espíritu juguetón—. Quisiera que me pagara la consumición y, después, abonara una cantidad extra por mis palabras.
—Cárguelo a la cuenta del señor Crespo.
—Haber empezado por ahí. Ahora comienzo a entenderlo.
—¿Sí?
—Ya sé a quién busca.
—Entonces ya sabe qué responderme.
—Ahora me he perdido. —El millonario, que sigue la conversación como si fuera una partida de bádminton.
—Tengo dos respuestas. La primera es: no lo sé. No sabía que había desaparecido, ni tengo la más remota idea de dónde puede estar.
—¿Y la segunda?
—La segunda es que quizá hay alguien que le podrá informar mejor que yo.
—¿Quién?
—El maestro del pueblo, Francisco Condeminas. Su mujer, Angelines Toledano, desapareció hace un año de Santa Isabel.
—¿Desapareció? —Eugeni Narváez y Moisés Corvo al unísono, a coro.
—Sí, parece una isla pequeña, pero no lo es. Ha sido la última blanca que hemos visto por aquí. Francisco dijo que había muerto de malaria, pero no es verdad. Hay una tumba vacía en el cementerio. Si los bubis no la han saqueado ya, claro. Será lo próximo que hagan: irán al cementerio, desenterrarán todos los cadáveres y los colocarán en las calles. Es lo que he oído, vaya.
—¿Cómo sabe que no está muerta?
—Porque sabe más el diablo por viejo que por diablo.
—Pero ¿por qué dice eso el maestro?
—Eso tendrá que preguntárselo a él.
—¿Se da cuenta? No era tan difícil —aplaude satisfecho Eugeni Narváez.
Osvaldo se aleja un pasito, disimuladamente.
La escuela católica de Santa Isabel es una choza rodeada por un cercado que le da el aspecto de una granja. Allí van a clase los hijos de los fernandinos, que el maestro Condeminas reúne bajo el mismo techo, sea cual sea su edad. Tampoco es que tenga muchos alumnos: los fernandinos prefieren llevarles a la escuela protestante que hay a las afueras de la ciudad, donde los chiquillos aprenden inglés y modales británicos. Es la otra escuela, que dirigen dos hermanos de Cardiff.
Moisés Corvo se encuentra a Francisco Condeminas apoyado contra el marco de la puerta que da al patio, indolente, dejando consumirse un cigarrillo entre los dedos, como si la ceniza marcara la cuenta atrás para volver a entrar en clase, una mano en el bolsillo de unos pantalones que le llegan hasta las rodillas, la camisa entreabierta por el pecho, empapada en las axilas. El maestro alza las cejas —a juego con el bigotito— cuando ve llegar a los soldados. Moisés y Osvaldo descabalgan y entran en el cercado. Los chicos les miran atemorizados, y luego desvían los ojos hacia el maestro, que les dice seguid jugando con un gesto, y ordena a los mayores que no pierdan de vista a los pequeños mientras él habla con los soldados.
La clase tiene una pizarra con el alfabeto garabateado y los números del uno al diez, y sólo una mesa, la del profesor, sobre la que hay un par de libros. Francisco Condeminas se da cuenta de que Moisés Corvo está intentando averiguar el título del que reposa encima de todo.
—King Solomon’s Mines —le ayuda.
Sorprendentemente, la voz de Condeminas tiene un deje africano, muy engolado, pese a ser nativo de Alicante.
—¿Está en inglés? —pregunta Corvo.
—Qué remedio. Me los traen de la Liverpool African Company cada tres meses. Es la única manera de conseguir libros decentes en esta isla.
—¿Y está bien?
—¿Le gusta leer?
Moisés Corvo se encoge de hombros. Psé. El maestro lo acepta como una respuesta válida y continúa:
—Acabo de empezarlo, pero no creo que me dure mucho. Está bastante bien.
—¿De qué va? —pregunta Osvaldo, curioso.
—Un lord inglés llega a África en busca de su hermano, que desapareció mientras buscaba las minas del rey Salomón. Contrata a un navegante, a un explorador y a un negro para la expedición. Ya les he dicho que la acabo de empezar.
—Tiene buena pinta —valora Moisés Corvo.
—Sí, ha sido un fenómeno en Gran Bretaña.
—¿Tiene mucho trato con los ingleses?
Un relámpago cruza la mirada del maestro.
—¿Hay algún problema?
—No, sólo es curiosidad.
—Me llevo bien con ellos. El señor Holt y su socio, el señor Welsh, siempre han sido muy atentos. —Traga saliva—. Perdonen, pero ¿a qué se debe su visita? ¿Les puedo ayudar en algo o sólo es una patrulla rutinaria?
—Quisiera hacerle unas preguntas.
Moisés se sienta sobre la mesa, coge la novela y la hojea.
—Adelante. Pero dentro de poco tendré que llamar a los chavales para volver a clase.
—No llevará mucho tiempo. —Moisés se plantea cómo sacar el tema sin asustarle. Finalmente decide tomar un atajo—. Me han dicho que su mujer desapareció hace un año.
Francisco Condeminas tensa el cuerpo como un galgo. Uno, dos, tres segundos de silencio, durante los que sólo se oyen los chillidos juguetones de los niños. Entonces mira la cruz que preside el aula y se santigua.
—Que en gloria esté.
—Me parece que no me ha entendido bien, señor Condeminas. No me han dicho que muriera: me han dicho que desapareció.
—No es cierto. Murió de malaria. Hay una lápida en el cementerio, con su nombre.
—No se lo tome a mal, señor Condeminas, pero esa historia se la puede contar a quien quiera menos a nosotros. Si yo ahora voy a ver al doctor Rozadilla y pregunto por su esposa… ¿cómo dice que se llamaba?
—Angelines.
—Pues si yo pregunto por la muerte de Angelines, ¿cree que me responderá lo mismo que usted? ¿No, verdad? Sea franco, yo no se lo diré a nadie. Si usted quiere que Angelines siga muerta, no se lo impediré. Pero entre nosotros no hace falta que nos mintamos, ¿no le parece?
—¿Por qué me lo pregunta?
—Ya nos vamos entendiendo. Y verá como yo también le soy sincero. Ha desaparecido una mujer, y me han encargado encontrarla. Alguien me ha dicho que su esposa desapareció hace un año, y sólo quería saber los detalles, por si podía existir alguna relación.
—¿Quién ha desaparecido?
—Eso no es importante.
El maestro se acerca una silla y se desploma en ella.
—Está muerta. —Hace rechinar los dientes, vigila que no entre ningún niño por la puerta, y sigue—: Desde el día que se marchó con uno de los suecos que hay en la bahía de San Carlos.
—¿Suecos?
En esta isla cada vez había más y más gente.
—De la Thormälen. Altos, rubios, bien parecidos y con dinero. No se lo pensó dos veces, la muy puta. Cuando uno de esos tipos le hizo ojitos, ella perdió el culo para ir tras él. Ahora podría decir que lo entiendo, que no estaba hecha para una vida miserable como esposa de un maestro de colonias, pero mentiría: es una puta con ínfulas. Se lo repito: para mí, está muerta y bien muerta.
Moisés Corvo encuentra una página ilustrada con el reencuentro entre los hermanos Henry y George Curtis. Piensa en Surgate y en su hermana, que se esfumó misteriosamente de la noche a la mañana. Coge aire y sentencia:
—Como no sea que un sátiro sueco se dedique a secuestrar señoras, dudo que tenga ninguna relación con la mujer que busco.
—¿Sabe qué les hacen los bubis a las mujeres que ponen los cuernos al marido?
—No, pero seguro que usted me lo dirá.
El maestro se quita las gafas y las empaña con el aliento. A continuación las frota con la falda de la camisa, comprueba a contraluz que estén bien limpias y se las vuelve a poner.
—Les cortan las manos. Ellos pueden tener tantas mujeres como quieran, pero las esposas deben ser fieles al marido. En caso contrario, les cortan las manos y las abandonan en la selva. Allí acaban muriendo de hambre, desangradas o devoradas por alguna bestia.
—Y usted la ha matado sin que ella muera.
—Exacto. Pertenezco al mundo civilizado, y como hombre civilizado debo comportarme, por mucha barbarie que me rodee. Estaría feo que le cortara las manos a mi mujer, aunque me corroan los celos. Prefiero decir que está muerta y evitar hacerme preguntas incómodas.
—Preguntas como las mías.
—Preguntas como las suyas.
—Le pido disculpas. Estoy buscando a una mujer y no sé ni por dónde empezar, y ahora la gente no está muy… cómo lo diría… receptiva.
—Tiene razón. Son unos días difíciles. ¿Estuvo usted en la matanza?
—Fui el primero en llegar.
—Debió de ser terrible. El hijo de los Claymore me ha contado lo que se encontraron.
—¿Ah, sí?
Moisés Corvo ya ha perdido todo interés en la conversación; sólo piensa en cómo despacharlo cuanto antes mejor y terminar la ronda.
—Parece que esta vez se les ha ido de las manos.
A Moisés casi se le cae el libro, y debe reprimir la sorpresa mayúscula que han significado las palabras del maestro.
—¿A quiénes se les ha ido de las manos?
Francisco Condeminas se da cuenta de que quizá haya hablado demasiado, y arrebata el libro de manos del soldado.
—A los que hayan matado a toda esa pobre gente —dice, con un hilo de voz que parece filtrarse por entre el bigotito, medio afirmación medio interrogación.
—¿Y no sabrá quién mató a esa pobre gente?
Osvaldo se inclina hacia el maestro, esperando la respuesta.
—No, no. —Le tiembla la voz, aún más nervioso que cuando han hablado de Angelines—. Hablaba en plural.
—Y el plural de asesino es asesinos. Y algo me dice que usted tiene una sospecha.
El maestro vuelve a acechar la puerta. Un crío de no más de cuatro años está plantado bajo el dintel, sacándose los mocos.
—Valentín, ve con tu hermano mayor, anda —ordena, y luego vuelve a dirigirse a los soldados—: Ustedes dos son nuevos aquí, ¿verdad? —Espera a que asientan con la cabeza—. Quizá sería mejor que hablaran con sus oficiales.
—No me gusta lo que está insinuando —le advierte Moisés Corvo. Sin embargo, quiere saber más.
—No, no, no, me ha entendido mal.
—¿Qué se supone que he entendido?
—No, espere. Deje que me explique. —Inspira y se incorpora en la silla—. ¿No saben lo que pasó con el secretario del gobernador?
—No —responden los soldados al unísono.
—¿Puedo hablar con usted a solas, señor…?
—Corvo, Moisés Corvo. —Le da un golpe en la espalda a Osvaldo—. Ve a entretener a los niños.
—Pero yo… —protesta.
—Ve a entretenerles —dice Moisés, seco y sin posibilidad de réplica.
Cuando Osvaldo se dirige hacia el patio y los hijos de los fernandinos le reciben entre gritos, el maestro prosigue:
—Todo esto son conjeturas, ¿eh? No estoy acusando a nadie. Pero por lo que sé, el secretario del gobernador tuvo un problema con un reyezuelo bubi poco después de llegar a la isla. El padre Juanola y un pequeño pelotón de militares de Villa Penitencia, además de unos cuantos braceros krumans, fueron testigos.
—¿Qué pasó?
—Viajaban en una comitiva hacia el sur. Más bien algo suyo, del señor Plaza, que buscaba unos terrenos para instalar allí una finca privada. Todas aquellas tierras aún siguen siendo mayoritariamente vírgenes. En el transcurso de la expedición, entraron en el territorio de un botuko…
—¿Un botuko?
—Un jefe tribal, un reyezuelo. Los bubis de la tribu les cercaron, les vendaron los ojos y les llevaron ante el bojiammò. Por lo que me han contado, el señor Plaza no se comportó muy diplomáticamente. Reclamó la tierra en nombre de la Corona Española y amenazó a la tribu con exterminarles si no atendían a sus peticiones.
—Y eso, habiendo sido capturado —se sorprende Moisés Corvo.
—Capturado, atado de pies y manos, en inferioridad numérica y en medio de la selva.
—Vaya cojones.
—El bojiammò dijo que el Marimó pedía un castigo ejemplar para la insolencia de aquel extranjero. El botuko ordenó que le desnudaran y que lo atasen a una estaca, en un lugar donde toda la tribu pudiera hacerle escarnio. Estuvo atado a ella dos días y dos noches.
—¿Y el resto de la expedición?
—Vivían a cuerpo de rey. La tribu les alimentaba y les daba de beber, y recibían atenciones a todas horas. Les habían desarmado, eso sí, y cada vez que se acercaban al señor Plaza un guarda les cerraba el paso. —El maestro vuelve a mirar inquieto hacia la puerta; cada vez hay más chicos apiñados junto a ella. Osvaldo no para. Baja el tono de voz—. Al tercer día dejó que un perro cubriera al señor Plaza.
—La puta… —murmura Moisés Corvo.
—Así es como debía de sentirse el secretario. Toda la tribu le hizo mofa. Me hubiera gustado verlo. Por lo que me han dicho, dejó de amenazarles cuando el perro se le subió encima. Intentó librarse de él, pero con las lanzas le obligaban a permanecer a cuatro patas. Se ve que duró horas y que, de noche, les volvieron a vendar los ojos y les devolvieron a unos campos próximos a la bahía de San Carlos. No hace falta que diga que el señor Plaza ha hecho lo imposible por encontrarlos, siempre en vano.
—Y por eso sospecha de él.
—Yo no acuso a nadie, ¿eh? Sólo he atado cabos.
—Señor Condeminas, lo que me está diciendo es que cree que el secretario del gobernador está detrás de una serie de matanzas de tribus para vengar su orgullo herido.
—¿Qué serie de matanzas?
El maestro no sabe nada sobre los otros poblados aniquilados. Moisés finge que no ha oído la pregunta.
—Y si el señor Plaza es el inductor, no veo otra posibilidad si no que los militares sean el brazo ejecutor. ¿Sabe que se está arriesgando mucho al contarme esto, señor Condeminas? ¿Por qué? Según su razonamiento, yo mismo podría ser uno de los autores.
El maestro se incorpora y pasa junto a Moisés Corvo. Acaricia con los dedos la madera de la mesa, tibia. Llega junto a una campana que hay colgada al lado de la pizarra y la hace sonar. Se acabó la hora del recreo. Los chicos entran armando jaleo en el aula.
—El hijo de los Claymore me dijo que el soldado que llegó con su padre estaba empeñado en dilucidar quién era el responsable. Me dijo que incluso había llegado a discutir con otro soldado que llegó más tarde. Ese soldado es usted, señor Corvo. —Espera a que Moisés haga un gesto afirmativo—. No he dicho nada que, preguntando un poco, no hubiera terminado averiguando. Es mejor que sepa cuanto antes con quién se mueve antes de que haga preguntas a quien no esté interesado en que se conozcan las respuestas.
Osvaldo entra con un niño agarrado a cada pierna, como dos lastres.
—Gracias por su colaboración, señor Condeminas —se despide Moisés Corvo—. Y no se preocupe, que su secreto queda entre nosotros.
—¿Les puedo pedir un favor?
El maestro coge al soldado por el codo antes de que se marche. Los alumnos están alborotando por toda la clase.
—¿Qué?
—Si alguna vez se llegan a cruzar con los suecos… Uno de ellos se llama Larsson. Rómpanle la cara de mi parte.
—¿Y lo de comportarse como un hombre civilizado?
El maestro muestra una sonrisa maliciosa.
—No hay ninguna civilización que no se haya manchado de sangre las manos alguna vez.