VIII

Las voces se alzan desde el barrio del Congo en aullidos estremecedores. Grupos de bubis se reúnen en las calles y avanzan hacia el centro de Santa Isabel, hacia el palacio del gobernador, adonde no tardarán en llegar. Muchos llevan machetes, palos y horcas; otros confían en sus puños cerrados, la ira emblanqueciendo los nudillos.

Un destacamento de diez soldados está apostado en el porche frontal del palacio. Han cargado los Remington y han montado las bayonetas. Los uniformes de rayadillo, estampados con tierra, sudor y serrín, deberían ser lo suficientemente disuasorios para quienes lleguen con ganas de pelea. Hasta ahora lo han sido. Hasta el día de hoy, el uniforme les asustaba. Los soldados confían en seguir imponiendo ese temor, pero la angustia atenaza sus corazones y los fusiles resbalan entre sus dedos temblorosos. Están malnutridos y débiles, y tienen todas las de perder si los bubis deciden asaltar el palacio por la fuerza. Conrado Silva está al frente del pelotón y puede oler el miedo. Y si él es capaz de olerlo, los bubis también lo harán.

Moisés Corvo y tres soldados observan que el cabo segundo Uñas se ha descarnado los dedos a mordiscos. Son los encargados de proteger las oficinas de la Compañía Mercantil Hispano-Africana. Han encerrado a los empleados en su interior y han cerrado a cal y canto todas las puertas. Y esperan. En cualquier momento, por la esquina de la polvorienta calle de San Antonio, aparecerá la turba dispuesta a arramblar con lo que encuentre. Moisés no ha entrado nunca en combate. Ha participado en riñas, se ha peleado, se ha vapuleado y le han dado duro, sí, pero nunca ha tenido que imponer la bandera. La suya siempre ha sido una guerra a título personal, ganada y perdida en tabernas y esquinas.

Y ahora está enfadado. Porque es injusto que tenga que esperar para cargar contra un enemigo imaginario. Él, que no hace ni dos días caminaba entre los bubis asesinados del poblado del bojiammò Siacca, que sintió una punzada de compasión y el nudo del deber en la garganta, tiene que enfrentarse ahora a los que debe ayudar. El uniforme lleva implícita esta contradicción, que Moisés detesta: todos te buscan y todos te hacen responsable. La línea de bayonetas marca la frontera entre militares y civiles, dos bandos que, como agua y aceite, nunca se mezclarán, pero que se necesitan mutuamente. Hacerles entender que él está allí para protegerles es un esfuerzo inútil. Y más ahora, cuando tiene el arma cargada en las manos y se significa como enemigo. Se siente frustrado. Sus compañeros tensan los músculos, pendientes de los gritos que se oyen por todas partes.

—No están lejos —masculla el cabo segundo Uñas—. Aguantad la posición. No dejéis que entren en el edificio. Aguantad la posición. Aguantad la posición.

De buen grado, Moisés Corvo le arrearía un par de sopapos. Uñas no hace más que poner nerviosos a los demás miembros del pelotón.

Por su cabeza vuelve a cruzar la sombra de la sospecha, como una nube que oculta el sol sobre un campo de cebada. Quizá los del otro bando tengan razón. Las huellas que encontró en el poblado eran de militares. Los cortes de cuchillo de sierra eran como los de los cuchillos que llevan de dotación. Baltasar estaba empeñado en abandonar el lugar con un allá ellos. El alcohol corría en Casa Brugués como una liebre perseguida por un perro hambriento, un perro al que harían oler la sangre y se volvería rabioso. Chocolate le había seguido para saber si era de confianza. Bartolomé Brugués brindó por la matanza. El padre Juanola acusa a las víctimas de ser los responsables por su falta de fe. Y ahora el regimiento entero está protegiendo los principales intereses españoles en Santa Isabel. No hace falta ser muy avispado para sumar, dos y dos son cuatro, y sublevarse.

Pero Moisés Corvo se niega a ponerse de parte de los bubis. Son salvajes, visten harapos, se comportan de manera estrafalaria y viven descuidadamente. Son mansos, no dan problemas, le dijeron en el San Francisco. Y desde que ha llegado todo son conflictos. Porque en el fondo tienen una semilla agresiva que espera ser regada, y por ello necesitan vigilancia y protección constante, protección hacia ellos mismos, porque son como niños que aún no han crecido y que pueden hacerse daño.

Pero ¿quién le protege a él? Aquella noche, Baltasar Coronado se comportó de una forma muy extraña. Puede que supiera lo que tramaban los demás compañeros. Puede que hayan dejado de lado a Moisés Corvo, porque le consideran demasiado joven, porque es nuevo, porque se mezcla con los bubis del barrio del Congo, porque trae problemas, porque estaba encerrado en la cárcel… Cuando se alistó, uno de los primeros consejos que recibió fue: no destaques nunca, pasa desapercibido. Hasta el día de hoy, es una de las reglas que más veces ha roto. Y ahora, además, hay que añadir el encargo de Adolfo Leopoldo Crespo. Rosario ha desaparecido, dice, búscala. Como si fuera tan fácil, como si no tuviera que estar aquí, delante de una puerta cerrada, bajo un sol de justicia —justicia, vaya ironía—, esperando para disparar contra los negros que lleguen dispuestos a asaltar la Hispano-Africana.

Pero los negros no llegan. Sólo un par de perros flacos cruzan la calle con la cabeza baja, husmeándose los culos. El soldado situado a la derecha de Moisés Corvo, Sincuello, apunta a uno, cierra los ojos, se muerde los labios para pegarle un tiro. Moisés le agarra el fusil, estás tonto o qué.

—Estoy hasta los cojones de estas bestias —protesta Sincuello, y Moisés no sabe si se refiere a los perros, a los bubis o a ambos.

—Lo último que debemos hacer es abrir fuego.

Como si hubiera pronunciado unas palabras mágicas, una serie de disparos retumban en alguna parte de la ciudad.

Ellos no lo saben, no pueden saberlo, pero el cabo primero Cejajunta ha ordenado disparar contra los bubis que atacaban la taberna de Bartolomé Brugués. Una vez acorralados sus hombres, no ha visto otra salida que abatir a dos negros que empuñaban machetes para cortar cocos. El resto ha detenido la embestida y ha retrocedido, entre gritos. Cejajunta, firme, ha mantenido los cañones de su pelotón en alto, humeantes, el próximo que se acerque también sabrá lo que es bueno, mientras los dos cuerpos inertes y retorcidos van empapando de sangre el suelo polvoriento de la calle. Los disparos han alertado a los sublevados que se dirigían hacia el palacio del gobernador, y dan media vuelta ante los morros de Conrado Silva para dirigirse a la taberna de Bartolomé Brugués. Dentro, se oyen los llantos de Isolina, matadlos, matadlos. Cejajunta ve aparecer una hilera de gente que viene del palacio y se persigna. Los ánimos se encienden aún más cuando los recién llegados ven los cadáveres y empiezan a gritar «¡panyás asoa!».

—¿Qué dicen? —se preguntan los soldados, el ojo en los elementos de puntería del fusil, la respiración acelerada.

—Españoles mentirosos —les responde Cejajunta.

Pronto, el grito ya no tiene ningún sentido y se transforma en un alarido de ira. La masa se mueve, viva, como un solo hombre. Encienden antorchas y las lanzan contra los soldados, que las esquivan como pueden. Cejajunta llama a no romper la formación, pero los negros son muy superiores en número.

Y están a punto de atacar.

No tienen escapatoria.

A su espalda, un trueno les asusta.

—¡Tyílláam! —grita Ulises Balboa.

El capitán ha llegado a caballo, el uniforme azul marino impecable, como pocas veces lo habían visto los soldados, y blande el revólver con la mano. ¡Tyílláam!, repite. Quitaos de mi vista.

Los bubis están desconcertados. Un hombre solo, a caballo, pero que les infunde más respeto que el resto de los soldados juntos.

—¡Nos estáis matando! —chilla un negro anónimo, y el resto le secunda.

Ulises le encañona con el revólver.

—Marchaos ahora mismo. Llevaos los dos cadáveres. Esto se ha acabado.

—¡Exigimos justicia!

—Tenéis diez segundos antes de que la imparta.

Con una mano, Ulises agarra con fuerza las riendas del caballo mientras con la otra amartilla el revólver. Cinco soldados llegan con sus monturas y se colocan detrás, en batería.

Nueve.

Ocho.

Los sesenta bubis están rodeados. A un lado tienen a los soldados a caballo, al otro a los apostados en la taberna. No saben qué hacer.

Siete.

Seis.

Matadlos, matadlos, sigue gimiendo Isolina desde el interior de la taberna.

Cinco.

El caballo relincha y se levanta sobre sus patas traseras; Ulises aprieta fuerte las riendas contra el pecho.

Cuatro.

La fractura interna en el grupo de sublevados es evidente. Algunos abogan por permanecer en el lugar, pero la mayoría desiste. Los hay que salen corriendo.

Tres.

Dos.

—¡Recoged los cadáveres! —grita el bubi al que encañona el capitán.

Como nadie lo hace, decide cargar él mismo uno de ellos sobre sus hombros. Entonces, un grupito de cuatro hombres le ayuda a cogerlo. Y otro grupo recoge el otro muerto.

El capitán Ulises baja el revólver, pero no lo enfunda. Aún ordenará a otro turno de soldados que permanezca toda la noche ante la taberna de Bartolomé Brugués y el palacio del gobernador, que han sido los dos objetivos principales de los sublevados.

Al día siguiente, sin embargo, el amanecer les sorprenderá con la iglesia quemada. Los bubis la han convertido en una enorme pira durante la noche. El padre Juanola ha podido salir con vida.

En Santa Isabel reina el miedo.