VII

La última noche antes del estallido de violencia en Santa Isabel comienza con un brindis en la taberna de Bartolomé Brugués. Algo así como «los nuevos huéspedes de Pedro Botero». Regocijo generalizado, noche de sábado, estrépito de vasos metálicos al chocar, la bebida por el suelo formando grumos en contacto con el serrín, uniformes desabrochados, bigotes empapados de espuma, rostros enrojecidos por el sol del mediodía, pero rostros blancos, todos, europeos, como mucho de piel morena oscurecida a base de desfiles, maniobras e imaginarias, hoy la primera ronda la paga la casa.

El brindis corre como la pólvora y antes del amanecer el barrio del Congo ya está al corriente, los españoles celebran la matanza del día anterior. Y la voz de los bubis pasa de boca en boca, de casa en casa, sobrevolando los corazones, encendiendo almas, y dentro de cada puño cerrado se tensa la rabia. La ira que estallará este domingo que acaba de despertarse, el sol ocultándose entre una bruma espesa, las campanas de la iglesia repicando a misa.

La iglesia está construida con maderas y cañas por las que se filtran los rayos de sol, convirtiéndola en uno de los lugares más frescos de Santa Isabel. Es una sola nave, grande, sin demasiadas florituras, porque cuando llega el verano, los temporales se encargan de deshacer el trabajo hecho durante la última estación seca. El padre Juanola suele decir que el Señor es caprichoso y que quiere tener una casa diferente todos los años. Pero cuando alguien le ríe la gracia o quiere seguir con el chiste, remata con un con estas cosas no se bromea. El padre Juanola tiene un carácter explosivo, comprimido entre dos cejas frondosas que mueve al hablar, como unidas por hilos invisibles a las manos. Si la estación de lluvias no derribara la Casa del Señor todos los años, él mismo se encargaría de hacerlo para recordarle a la gente que debe ir a la iglesia periódicamente, aunque sea para reconstruirla. Nadie sabe muy bien por dónde coger al padre Juanola. Hay días que su ánimo parece exaltado y otros en los que derrocha simpatía. Sin embargo, nadie le ha visto nunca triste ni hundido, ni ha mostrado ningún signo de frustración hacia una parroquia con poco interés por los textos sagrados.

Como cada domingo, todos los soldados que no estén de servicio deben acudir a la homilía. Hoy hay expectación por saber si se referirá a lo ocurrido la noche de la Anunciación. En un lado de la iglesia, los soldados, los españoles y los portugueses. En el otro, los fernandinos, que han entrado cabizbajos, como atemorizados. El padre Juanola les espera ante el altar, las manos cruzadas sobre el regazo, gafas gruesas y el cabello repeinado. Da la impresión de que, si tuviera bolsillos, de un momento a otro sacaría de ellos una sonrisa y se la cosería en la cara. Moisés sabe que el padre Juanola no fue hasta el poblado de Siacca, como había dicho que haría. En el sermón de hoy dejará claro por qué. Amadeu Malet, el monaguillo, un chaval huérfano de Cadaqués que decidió probar suerte lejos de casa, le tiende la Biblia y la abre por la página marcada con una cinta negra. Señal de la cruz, padrenuestro y podéis poneros de pie.

No celebrará la misa en latín. Quiere que todo el mundo le entienda. Da la espalda a la parroquia y empieza a declamar:

—Isaías 34, 2.

«Porque el Señor está irritado contra todas las naciones y enfurecido contra todos sus ejércitos: los ha consagrado al exterminio, los ha destinado a la matanza.

»Sus víctimas son arrojadas fuera, de sus cadáveres sube el hedor, y con su sangre se disuelven las montañas».

Moisés Corvo se pone tenso. Las palabras del padre Juanola han revivido el recuerdo de las imágenes de la matanza. El sacerdote continúa, con esa voz suya tan aguda, de puerta que chirría:

—«Se diluye todo el ejército del cielo, los cielos son enrollados como un pliego, y todo su ejército se marchita como se marchita el follaje de la vid, como cae marchita la hija de la higuera.

»Porque mi espada se abrevó en el cielo: miren cómo baja sobre Edom, sobre el pueblo que he condenado al juicio.

»La espada del Señor está llena de sangre, impregnada de grasa, de la sangre de corderos y chivos, de la grasa de riñones de carneros. Porque el Señor tiene un sacrificio en Bosrá, una gran matanza en el país de Edom.

»Caen los búfalos con los terneros cebados, los novillos con los toros: su tierra se abreva con sangre, su suelo se impregna de grasa».

Un silencio espectral, un silencio con conciencia propia camina entre los parroquianos y les pellizca la garganta. Nadie esperaba la lectura de un texto así, una declaración de intenciones tan clara y diáfana, un se lo tienen merecido por infieles y paganos, un Dios lo ha querido.

Moisés se descubre observado. Adolfo Leopoldo Crespo le vigila desde el lado de los fernandinos. Rosario no está. El cubano no le quita el ojo de encima. El padre Juanola inicia el sermón, beligerante.

Y acusa a los muertos. Les acusa directamente, sin rodeos. De salvajes, de no querer vivir en convivencia con Cristo, de haber renunciado voluntariamente a la fe. Y por esta razón, Dios les ha castigado, como castigó al pueblo de Edom. No hay redención para quien se aparte del camino. No hay salvación para quien no acepte a Dios Omnipotente. En esta isla no hay lugar para nadie más, no hay lugar para Marimó, el demonio al que temen los bubis. El único a quien deben temer es a Dios Padre, que no dudará en sacrificar como bestias a los hijos que le rechacen.

El capitán está asustado. Un sermón incendiario es lo último que un polvorín como Santa Isabel necesita. Susurra unas órdenes al oído al teniente Dedoslargos. Habrá que actuar rápidamente: movilizar a todo el regimiento y destacar patrullas en la entrada del barrio del Congo y las propiedades comerciales españolas, con especial énfasis en la Hispano-Africana. También quiero el palacio del gobernador bien protegido. Y tráigame al señor Brugués a Villa Penitencia, que quiero tener una charla con él.

Algunos fernandinos se niegan a comulgar. Es su manera de protestar por una arenga que, al fin y al cabo, es una flecha disparada contra sus raíces. Un insulto a la isla. Una ofensa.

Dedoslargos habla con el sargento primero Pecholobo tras recibir la hostia consagrada y va informando a los soldados de que se reúnan en Villa Penitencia en cuanto termine la misa.

En la cola para comulgar, Adolfo Leopoldo Crespo se coloca detrás de Moisés Corvo.

—Necesito hablar con usted en un lugar discreto —murmura.

—Es un mal momento —responde Moisés Corvo, la mirada al frente—. Creo que vamos a tener trabajo.

—Es importante.

—¿Cómo de importante?

—No se lo puedo decir aquí.

—¿De cuántos litros de importancia estamos hablando?

Adolfo Leopoldo acaba por entenderlo mientras sigue avanzando a pasitos cortos hacia el altar.

—De tanto ron como sea capaz de beber.

—Tiene toda mi atención de camino a Villa Penitencia.

Corpus Christi. Amen.

Dominus vobiscum.

Spiritum tuum.

Vade in pace.

Y estas palabras suenan más vacías que nunca.

—Rosario ha desaparecido.

Y Adolfo Leopoldo deja la sentencia en el aire, mezclada con el humo del puro.

Moisés Corvo espera un tiempo prudencial para que el cubano siga contando, pero no lo hace. Camina con la mirada fija en el horizonte. El soldado odia profundamente a la gente que suelta un cabo y espera que el interlocutor tire del resto del cordaje. Odia tener que pedir unas explicaciones que ya deberían acompañar el titular. Odia tener que preguntar qué quiere decir que ha desaparecido, porque se siente estúpido con este formalismo. Él ya sabe lo que quiere decir que ha desaparecido, lo que quiere es que le explique cuándo, cómo, dónde y, sobre todo, por qué. Una calada de cigarro más tarde, cede.

—¿Qué quiere decir que ha desaparecido?

Contraseña correcta.

—Hace dos días que no la veo. Nadie sabe nada. Nadie la ha visto marcharse. Y en sus condiciones… bueno, ya sabe. Está en estado de buena esperanza. No es normal que haya desaparecido.

—¿No es normal que haya desaparecido ahora, embarazada, o no es normal que Rosario desaparezca habitualmente?

Adolfo Leopoldo siente una punzada en su orgullo. Moisés detecta que, no muy en el fondo, le está costando rebajarse para pedir ayuda a un soldadito de tres al cuarto. Así pues, la situación debe de ser bastante desesperada. No necesita la respuesta: Rosario no desaparece nunca, la tiene bien controlada, la ata corto. Ya se encargó él personalmente de eliminar cualquier interferencia en su relación con la fang cuando envió a Surgate a la misión de Bolobe.

—No desaparece nunca.

Moisés no puede evitar sonreír, y en seguida se da cuenta de que no es ni el momento ni el lugar. Por suerte, Adolfo Leopoldo sigue ensimismado.

Dedoslargos pasa a su lado y suelta un, vamos, coño, Corvo, espabila, ¿es que tienes horchata en las venas o qué cojones te pasa?

—Ahora voy, mi teniente.

—Tendría que estar mirando ese culo huesudo de niño delgaducho moviéndose delante de mis narices a la de ya.

—Sí, mi teniente, tendrá mi culo frente a su cara antes de que se dé cuenta.

—¡Aire, aire!

Y va disparando órdenes y tacos a la tropa mientras sube el camino hacia Villa Penitencia.

—No tengo mucho tiempo.

—No desaparece nunca porque no le doy ningún motivo para hacerlo.

—Pues esta vez habrá tenido alguno.

—Conmigo lo tiene todo. Está cuidada, está segura, tiene dinero y tierras. Rosario no se ha ido por voluntad propia.

—Y usted quiere que la busque.

—Será un trabajo bien pagado, ya se lo he dicho.

—No quisiera que pensara que no me interesa su ron, pero… es un mal momento para jugar al escondite. El discurso del padre Juanola no ayudará a calmar los ánimos de los bubis después de la matanza del viernes. Más bien al contrario.

—Razón de más para que la encuentre. Esté donde esté, ahora corre más peligro.

—Tenemos a su hermano arrestado en los calabozos de Villa Penitencia. Quizá él…

—Ni una palabra a esa alimaña —le interrumpe Adolfo Leopoldo, que se detiene en seco y le mira fijamente—. Alguien ha secuestrado a Rosario. Ahora mismo, eso sólo lo sabemos usted, yo, ella y sus raptores. Le pido que la encuentre.

—No sabría por dónde empezar.

—Eso es cosa suya.

—No le prometo nada.

—No me hace falta: en esta isla las promesas no tienen ningún valor.

—Tengo que irme —se excusa Moisés, que ve al teniente Dedoslargos dirigiéndose hacia él, la arteria del cuello a punto de estallar, una furia bajita enfundada en el uniforme azul marino de oficial, dispuesto a estrangularle—. ¡Voy! ¡Voy! ¡Como si no hubiera más soldados en la isla, mi teniente!

—Soldados hay muchos, pero a los cabronazos como usted podría contarlos con los dedos de la mano.

Y enseña su mano mutilada, coronada por un dedo pulgar y un anular, supervivientes del mordisco de un dril la primera semana de Dedoslargos en Fernando Poo.

Como una flecha, un pensamiento cruza la mente de Moisés Corvo y detiene la carrera que acababa de emprender.

—¿Cómo está Boluba?

—¿Perdón?

Adolfo Leopoldo frunce el ceño.

—El día que fui a su casa, el día que me disparó, Boluba no estaba. Por lo que he visto, él no es sólo un simple mayordomo; también se encarga de la seguridad de la finca, ¿verdad? Por eso aquella noche estaba usted tan nervioso, por eso salió usted con el fusil. Aquella fue la última noche que vio a Rosario, ¿me equivoco?

—No.

—Es demasiada coincidencia que su criado no estuviera la víspera de la desaparición de Rosario. ¿Tenía permiso? No lo creo, usted no le daría permiso si temía ataques de simios. ¿Dónde estaba?

—Boluba estaba indispuesto.

—¿Qué tenía?

—¡Mecagüentuputamadre, Corvo! ¡O vienes aquí ahora mismo o te corto la polla, me la coso en la mano y me saco los mocos con ella!

Fin de la conversación con Adolfo Leopoldo Crespo.