El machete parte el coco con un golpe seco y el bubi lo abre y vierte en él un buen chorrito de ron. Lo remueve con una cuchara y lo sirve al gobernador Montes de Oca. El mayordomo, que lleva un traje azul celeste con un estampado de llamas elipsoidales anaranjadas, se retira haciendo reverencias y deja que prosiga la reunión entre el gobernador, el secretario Roque Plaza, el capitán Ulises Balboa y Julio Veracruz.
—¿El hermano Jeremías de la misión de Bolobe? —pregunta José Aguirre Montes de Oca y bebe un largo trago del coco, que le chorrea por la comisura de los labios.
—Uno de mis hombres y el doctor Rozadilla le están interrogando ahora mismo —dice Ulises Balboa—. Son los primeros que llegaron y se encontraron el marrón. Y allí estaba el hermano Jeremías. El padre Juanola ha confirmado que se trata de él sin ninguna duda. Y que no cree que haya sido capaz de asesinar a toda una tribu. Asegura que ha sido un castigo de Dios. —Alza una ceja, como diciendo el padre Juanola no está bien de la cabeza—. Pero, bueno, el padre Juanola tampoco creía que aquellos portugueses tan simpáticos, creyentes y generosos llevaran niños de la costa en las bodegas de los barcos y luego pasó lo que pasó.
—Sí, qué panda de hijos de puta —remacha el gobernador.
—Los portugueses son los ingleses del sur —añade Julio Veracruz.
—Tampoco hace falta que le demos muchas más vueltas a lo ocurrido anoche. —Roque Plaza da una calada al puro, hundiendo las mejillas—. No conviene que los bubis se nos calienten.
—Creo que lo mejor que podemos hacer para que los bubis no se nos calienten, señor Plaza, es arrestar a los culpables. O les damos a alguien a quien acusar, o tarde o temprano será a nosotros a quienes vengan a buscar.
—No se ponga dramático, capitán —continúa Roque Plaza—. Los bubis de Santa Isabel lo olvidarán en seguida si no insistimos. Cuanto más removamos la mierda, más nerviosos se pondrán.
—Permítame recordarle que los bubis se calientan fácilmente.
El gobernador interviene:
—Esta vez ha sido mucho más cerca que nunca, Roque. —Traga una bocanada—. Quizá el capitán tenga razón. Deberíamos entregarles a un culpable. Pero esto no significa que debamos buscarlo.
—Exacto —prosigue Roque Plaza, satisfecho, viendo que el gobernador está de su parte—. Seguro que en la finca de Percival Cartwright podemos encontrar a más de un responsable. Podríamos utilizar a los negros que arrestaron en el San Francisco.
—Si aún siguen vivos —matiza el gobernador.
—Si aún siguen vivos —repite el secretario.
—Con el debido respeto, excelencia —responde Ulises Balboa—, pero ¿qué pasaría si les ofreciéramos una cabeza de turco y se volviera a repetir un hecho como el de anoche? Estos negros llevan la violencia en el alma, pero la tienen dormida. No se la deberíamos despertar, o no creo que mis soldados pudieran contenerlos mucho, señor. Y eso sería otro paso atrás en la colonización de la isla. Si les fallamos, no sólo se levantarán en armas, sino que tendrán ayuda de los ingleses. No lo dude ni por un momento, señor.
Julio Veracruz se retuerce incómodo en la silla.
—De los ingleses quería hablar yo.
El gobernador le detiene con un gesto de la mano.
—Después, cuando acabemos con este tema.
—Yo diría que ya hemos acabado con este tema —quiere concluir el secretario Plaza.
El gobernador Montes de Oca niega con la cabeza y se inclina hacia delante para dirigirse al capitán:
—¿Qué quiere hacer? Quiero decir: ¿cuáles son sus planes y cuánto tardará en ponerlos en práctica?
—No lo sé. Lo confieso: no lo sé. Pero los salvajes que han llevado a cabo la carnicería de anoche lo volverán a hacer, y mis hombres y el doctor Rozadilla están convencidos de que todavía se repetirá dos veces más.
—¡Venga, hombre! —grita Roque Plaza, descreído.
—Usted lo sabe, gobernador. Sabe que ya ha pasado antes, y que volverá a pasar. Lo más sensato sería adelantarnos, buscar a los autores y detenerles. Les daríamos un buen escarmiento público y conseguiríamos el favor de los botukos.
—No necesitamos el favor de los reyezuelos de esta isla, no, excelencia. —Ahora Roque Plaza se ha puesto serio—. No debemos mostrar la debilidad de depender de cuatro negros harapientos y con huesos de animales muertos en el cuello para gobernar Fernando Poo.
—Los botukos son los únicos que pueden interceder por nosotros ante el Gran Cocoroco, el rey Moka. Si nos los ganamos a ellos, nos ganamos a la máxima autoridad nativa de la isla, algo que todavía no hemos conseguido.
—Porque ese gran rey Moka es un fantasma que puede que ni siquiera exista.
—Todas las tribus de Fernando Poo rinden pleitesía a su reyezuelo, a su botuko. Y los botukos, a su vez, la rinden al Gran Cocoroco. Este es quien domina la isla, mucho más de lo que nosotros podemos llegar a controlarla, sumando soldados, comerciantes y misioneros. Si nos adentramos en la jungla y encontramos a los que están matando a su gente, tengo el presentimiento de que el Gran Cocoroco se hará visible para agradecérnoslo. Y eso nos daría el control total y definitivo sobre la isla.
—¿Agradecer? —Roque Plaza arruga la nariz. La ceniza del puro cae sobre sus pantalones de lino—. Los negros no saben qué significa esa palabra.
—Por lo que acaba de decir, deduzco que cree que los responsables de esa carnicería son blancos —dice Montes de Oca.
El capitán Balboa duda.
—No. Quiero decir…, no lo sé.
—Le veo muy seguro —ironiza—. Porque yo creo que ha sido cosa de negros, algo entre salvajes, y que si arrestamos a unos caníbales y les ajusticiamos, nuestro mensaje no dejará de ser que los europeos estamos matando negros. No tienen por qué confiar en que hemos encontrado a los asesinos. Que les demos un culpable, que es la solución que yo quiero, no significa que un misterioso rey salvaje del interior de la jungla vaya a tragárselo y nos tenga que agradecer nada. Quizá incluso se lo podría tomar como una declaración de guerra. Quizá incluso sea ese rey Moka quien haya ordenado las matanzas.
—Según los misioneros claretianos, el rey Moka es pacífico.
—En esta isla no hay nada pacífico.
—Entonces mala cosa, tanto si actuamos como si no. Y con el debido respeto, no soy del tipo de gente a quien le gusta quedarse de brazos cruzados.
El gobernador inspira hondo, cierra los ojos y se lleva un par de dedos al puente de la nariz. Reflexiona. Intenta hacer memoria. Al cabo de unos segundos, empieza a hablar, aún con los ojos cerrados, como si rebuscara en su interior.
—¿Ha leído la Odisea, capitán?
—Sí, excelencia.
—Su homónimo, el astuto Ulises, llega a Lestrigonia y fondea las naves. Es el largo camino de vuelta hacia Ítaca, está perdido, y envía a tres hombres en busca de ayuda.
—Recuerdo la historia.
José Aguirre Montes de Oca ignora el comentario y sigue narrando la historia, ahora con los ojos abiertos, rojos y acuosos. Una mosca se pasea por el cuello de su camisa.
—En Lestrigonia no hay rastro de civilización. No hay cultivos en los campos, ni pastores que guarden los rebaños. Los dos hombres siguen caminando hasta que se encuentran a una muchacha que se dirigía a una fuente, creo, a buscar agua. Le preguntan por el rey del lugar y ella les indica el camino hasta la casa de su padre, Antífates. Al llegar, se encuentran con la madre de la muchacha, una mujer monstruosa, que avisa al padre. ¿Y qué hace este? ¿Qué hace ese desconocido en una tierra remota y no civilizada? Coge a uno de los exploradores de Ulises y se lo come crudo. Los otros dos huyen a toda prisa y Antífates exhorta a todos los lestrigones a que los persigan. De todas partes aparecen monstruos que les persiguen al llegar a las naves de la flota de Ulises. Y la matanza es terrible. Mueren todos los hombres del rey de Ítaca excepto los que estaban en su barco. Los desollan, los desmiembran, se los comen y los tiran al agua. Hunden la flota de Ulises, que debe salir en su nave asustado, debe huir de aquel lugar terrible. Y sin embargo, a Ulises, hijo de Laertes, esposo de Penélope, se le recuerda como el destructor de ciudades, el más astuto entre los hombres, el valiente y valeroso héroe de la guerra de Troya. Nadie dice nunca que Ulises se debería haber enfrentado a los lestrigones. Nadie le acusa de cobarde. Nadie le reprocha este episodio lamentable de la Odisea, en el que tuvo que rehuir el combate contra unos salvajes. Él, que había dejado ciego al cíclope Polifemo, tuvo que retroceder ante los caníbales, y nadie dijo nunca que hubiera hecho algo malo.
Roque Plaza se mesa la barba y dirige sendas miradas al capitán y al gobernador, sin mover la cabeza. Julio Veracruz, pequeño, barbudo, inquieto, se impacienta. Antes de contestar, Ulises Balboa da una calada al puro, sólo ceniza, apenas lo ha probado.
—Entiendo lo que quiere decir, excelencia. Y no temo que me acusen de cobarde. Lo que no quiero es desatender mi deber. Y mi deber es proteger los intereses españoles en Fernando Poo, aunque eso signifique habérmelas con los lestrigones. —Detiene un eructo a la altura del esófago, un dolor punzante en el diafragma, despechugado, vello canoso y rizado retorciéndose sobre una cruz de Caravaca de plata—. De hecho, no tengo que volver a Ítaca.
—De acuerdo —accede el gobernador—. Tiene dos semanas para traerme a los culpables. Si entonces no los ha encontrado, ya buscaremos a otros que nos sirvan. De momento, que sus hombres controlen que no se nos alborote demasiado el gallinero. —Se vuelve hacia Julio Veracruz—. Su turno.
—Sí, excelencia. La situación ha cambiado un poco desde la última vez que hablamos.
Roque Plaza se levanta y se excusa:
—Discúlpenme, pero debo abandonar esta reunión. Tengo asuntos pendientes que resolver.
—Ningún problema, señor Plaza —le despide Montes de Oca. Un par de bubis se acercan al secretario y abren un parasol antes de que abandone el edificio del gobernador—. ¿Qué me decía?
—Creíamos que los ingleses habían encontrado un yacimiento en el interior de la isla. Bueno, he podido averiguar que esto no es del todo exacto. Saben que hay un yacimiento en una determinada zona, más o menos entre Oloitia y el lago Loreto, pero no lo tienen localizado.
—¿Conocemos el territorio?
—Está totalmente inexplorado por nosotros. No han entrado ni los claretianos.
—Y el yacimiento, ¿se sabe de qué es?
—He oído rumores, pero cuestan de creer.
—Sorpréndame.
—Orichalcum.
—¿Orichalcum? —El gobernador arquea las cejas—. No tiene ningún valor. ¿Para qué quieren los ingleses un metal tan barato?
—Disculpen mi ignorancia —interrumpe el capitán Balboa—, pero… ¿qué es el orichalcum?
—Es un metal parecido al oro, pero mucho menos noble y más maleable —explica el gobernador—. Los romanos y los griegos lo utilizaban para acuñar las monedas. Aparte de eso, poco más.
—Es un gran conductor eléctrico —añade Julio Veracruz—. Si son ciertas todas las informaciones que nos llegan de Estados Unidos sobre las patentes de luces y máquinas que funcionan con energía eléctrica, el orichalcum será uno de los materiales más utilizados en un futuro no muy lejano. Su valor crecerá de forma espectacular. Y los ingleses lo tendrán a montones, aquí, ante nuestros morros. Si están interesados, es porque tiene que ser un buen yacimiento. Y si lo es, debe ser propiedad de la Corona española. No podemos permitir que Gran Bretaña nos tome por el pito del sereno. Es una oportunidad única de colocar a España como principal exportador del metal del futuro.
El gobernador se rasca la papada, roce de uñas sobre piel recién afeitada.
—No tengo claro que eso de la energía eléctrica tenga mucho futuro.
—Aunque no sirviera para nada, tenemos un grupo de ingleses hurgando en una isla que no es suya, y me gustaría ver de primera mano cuáles son sus progresos y qué quieren sacar. Y según cómo, arrestarles para dar ejemplo.
—Ningún problema, pues. Capitán Balboa, ¿tiene alguna nave disponible para enviar a…? ¿Tendrían que atracar en Bahía Concepción, verdad?
—Sí —responde Julio Veracruz—, pero no creo que enviar un barco militar sea lo más sensato. Quisiera discreción para no despertar suspicacias.
—Aun así no tenemos ningún barco. El Trinidad estará aún fuera unas semanas, y dudo que la goleta que tenemos anclada en el puerto aguantara el trayecto. Tiene más vías de agua que un colador.
—Había pensado en solicitar un pelotón de cinco soldados y una quincena de braceros, una expedición pequeña que pudiera pasar inadvertida. —Julio Veracruz se inclina hacia el gobernador, pero no deja de mirar de reojo la reacción del capitán—. Evidentemente, nada de uniformes.
—¡Pero tendrán que ir armados! —exclama Ulises Balboa.
—Y eso harán. Esconderemos las armas en el barco, entre las mercancías. Nuestra intención es llegar a la misión de Bolobe y, una vez allí, entrar en la selva en busca de la expedición inglesa. Tengo contactos con los alemanes de la Woerman y no creo que pongan muchas objeciones a llevarnos hasta ellos.
—Los alemanes también están interesados en Fernando Poo, señor Veracruz —le recuerda el gobernador.
—Los alemanes están interesados en Annobón. Para ellos, Fernando Poo es un puerto y basta; son inofensivos. Y en Annobón no hay más que loros y monos, ni un solo palmo de tierra fértil a la que sacar provecho.
—Esta misma tarde tendrá cinco voluntarios para el viaje —asegura Ulises—. Y de paso, podría llevarse al hermano Jeremías a Bolobe, lo que reforzaría su tapadera.
—Hecho.
—¿Cuándo piensa salir? —pregunta el gobernador.
—No sé, cuando esté listo. Si hoy estamos a…
—Veintiséis —le ayuda el capitán.
—Si hoy es sábado, veintiséis, creo que el martes, veintinueve o el miércoles, treinta de marzo podríamos salir para Bahía Concepción.
—De acuerdo. —El gobernador ya está dando por terminada la conversación. Ulises bosteza, resacoso—. No hay tiempo que perder. Partirán el martes, día veintinueve, con los dedos rosados de la Aurora, hija del alba, como diría Homero.
El capitán gorjea su bostezo con un amén.
—Quisiera hacerle una última pregunta, cambiando de tema —dice Julio Veracruz, cuando el gobernador ya se incorporaba—. Es sobre una compañía holandesa.
—Dígame.
—Le habrá visto por Santa Isabel. Se trata de un pelirrojo que trabaja para Vainillas Holandesas. Llegó en el San Francisco, con tres delincuentes bastante desagradables.
El gobernador hace memoria y su frente suda abundantemente, como si su cerebro exudara cada recuerdo.
—Sí, Vainillas Holandesas. El gerente es un tal Malthus, el pelirrojo del que usted habla, seguramente.
—Me tienen intrigado. Su comportamiento no es muy normal.
Julio Veracruz evita referirse, avergonzado, a la paliza que recibió a manos de Romero, Jara y Tomás.
—Hace años que están instalados en la isla y tienen todos sus papeles en regla. Son bastante discretos y nunca han causado problemas. ¿Qué han hecho?
—Nada, nada. Sólo es un mal presentimiento.