V

Surgate le devuelve la mirada, o lo que queda de ella. Tiene toda la cara hinchada, gentileza de Baltasar y Sobacos, que ahora duermen con los nudillos descarnados. Moisés Corvo y Serafín Rozadilla pueden oír los ronquidos resacosos de los soldados desde la cárcel.

Moisés ha dormido poco, muy poco. Se marchó del poblado del bojiammò Siacca cuando las moscas llegaban al festín, al amanecer. El hedor a putrefacción era cada vez más intenso a medida que se iba haciendo de día y subía la temperatura. Había ordenado a los bubis que cavaran una fosa donde arrojar los restos de los indígenas —o al menos los pedazos más grandes— y les había llevado toda la noche. Mientras, él buscaba algún indicio que permitiera identificar a los asaltantes. Llegó un mensajero con la noticia de que el padre Juanola no pensaba atravesar la selva de noche, y que a las almas de esa gente ya no les importaría esperar a que fuera de día para rezar de cualquier manera unas oraciones.

Así que Moisés y el doctor Rozadilla han recorrido el camino hasta Villa Penitencia en silencio, mientras la selva se despertaba con todo su estruendo de aullidos y batir de alas, de animales invisibles que callan al pasar la comitiva.

Al ver los cacahuetes cercanos al cuartel, se ha despedido del médico, nos vemos al mediodía, aquí mismo, y ha buscado un rincón donde echarse a llorar, desconsoladamente, durante cinco minutos. Con la frente apoyada contra la corteza de un eucalipto, las lágrimas han purgado la impotencia y la rabia. Avergonzado, se ha secado el rostro con las mangas de un uniforme oscurecido, y por primera vez desde que llegó a la isla ha deseado estar en Barcelona, con su hermano. Cada vez que cierra los ojos vuelve a ver la imagen de aquella cabeza torcida mirando fijamente, pidiéndole respuestas. Ha entrado en el dormitorio y ha encontrado a muchos de sus compañeros durmiendo con las botas puestas. Algunos todavía tienen barro en las suelas; como Mejillas, que se tapa la cara con la manta para evitar que la luz del sol le queme como a un vampiro.

—Debe de haber pasado más de medio año desde la última vez que ocurrió. —Surgate casi no puede vocalizar—. Tres tribus más, o eso es lo que llegó a la misión.

El doctor Rozadilla asiente con la cabeza.

—También es lo que yo oí decir. En la bahía de San Carlos, al otro lado de la isla.

—¿Tres?

—Es una zona casi inexplorada, en manos de los ingleses, mayoritariamente —continúa el médico—. Los misioneros informaron al gobernador. Pero no sabemos casi nada. No puedo decir lo mismo de la del ochenta y cinco.

—¿Otra?

Surgate lanza un escupitajo oscuro. Ya sabe lo que le dirá el médico. O se lo imagina.

—Fue poco después de que yo llegara a la isla. Muy poco después. Una noche nos avisaron de que había habido una pelea con heridos en el bosque. Heridos blancos, quiero decir. Cuando llegamos… No es necesario que le cuente nada, ya lo ha visto. Pero había un español, un terrateniente de Sacriba, a quien habían cortado un brazo. Se estaba desangrando y le atendí. Le llevé al hospital. Era el único superviviente.

—¿Y qué estaba haciendo allí?

—Se negaba a hablar, estaba muy asustado. Y le acababan de cortar un brazo, no hacía más que llorar. Antes de dejar el hospital me dijo que los bubis le habían embaucado diciéndole no sé qué de unas plantaciones abandonadas que podría aprovechar.

—Pero ¿pudo ver a los agresores?

—No. Le golpearon en la cabeza por sorpresa y perdió el conocimiento. Lo darían por muerto. De hecho, cuando le recogimos, ya estaba en las últimas.

—¿Cómo se llama? —pregunta Surgate.

—Vicente Fresquet. Valenciano.

—¿Podríamos encontrarle? —Es Moisés quien habla, que ve un hilo del que tirar.

—No. Se fue en el siguiente vapor.

—Mierda.

—No he terminado. —Serafín Rozadilla inspira profundamente—. Hubo dos masacres más, muy similares. Yo ya no acudí, pero fue en Basacato, frente a la isla de los loros; demasiados días de camino desde Santa Isabel. Pero por lo que he oído decir, también fueron terribles.

Hay una docena de mosquitos en la celda, volando a su alrededor. Son tan grandes que podrían confundirse con pájaros pequeños. Moisés aplasta uno que se ha posado sobre su pantorrilla. Saca del bolsillo una píldora de quinina y se la traga, con una mueca.

—Hace dos años hubo otras tres. No hace ni un año, tres más. Y esta noche ha vuelto a empezar.

—Y aún ocurrirá otras dos veces —concluye Surgate.

Ulises Balboa entra de golpe. Tiene el aire serio, de capitán cabreado, que se acentúa al encontrarse con Moisés Corvo. Otra vez tú no, chico. Por simple cuestión de protocolo, ya que el médico también está presente, rebaja el tono con que pretendía interrogar al soldado y pregunta:

—¿Me puede explicar, hijo de la bastardísima Pandora, qué coño está pasando en esta mi puta isla desde que usted está aquí?