—¿Cómo te llamas?
—Surgate.
—¿Chocolate?
—Surgate.
Una cabra bala entre los dos. Blanca, pequeña, las patitas salpicadas de sangre y tierra húmeda. Se aleja.
—¿Y por qué deberías desconfiar de mí, Chocolate?
—Usted conoce a mi hermana Rosario. —Moisés no puede evitar un gesto de sorpresa, que contiene al instante, el ceño fruncido y los dedos apretando el Remington—. Pero ahora no tenemos tiempo. Sus compañeros llegarán pronto y lo registrarán todo. Y entonces no sabremos quién ha hecho esto.
—Y se supone que tengo que creerte. —Entonces se dirige a Camilo Doherty y a Arsenio Vallés, sin apartar la mirada—. ¿Alguien conoce a este? ¿No? ¿Lo ves, Chocolate? ¿No estarás tratando de ganar tiempo para que tus amigos caníbales huyan de aquí? ¿No será que has comido demasiado y te han dejado atrás?
Surgate sigue con los brazos en alto, pero señala una cabaña con el índice.
—Mire.
—¿El qué?
—Mire.
Moisés duda.
—¡Señor Doherty!
—¿Sí?
—¡Vaya donde dice este salvaje!
Camilo Doherty se acerca a las cuatro tablas de madera que forman las paredes de la cabaña y suelta un ¡oh, Dios mío! que acompaña con el signo de la cruz.
—¿Qué es? —pregunta Moisés.
—Eso no lo ha hecho un hombre —balbucea, asustado.
—¿Qué es?
Surgate habla:
—Mire esto.
Moisés retrocede, paso a paso, y el talón de su zapato choca con un bulto. No alcanza a ver que es una pierna seccionada a la altura de la rodilla hasta que no le acercan una antorcha. Pasa por encima lentamente. Se acerca a la cabaña.
Hay cuatro caras, una al lado de la otra, clavadas en la madera con flechas. Son máscaras, piel arrancada de los cuerpos que yacen ceremoniosamente debajo, rostros de dorso oscuro sin ojos y reverso de un amarillo mugriento, llamativo. Son cuatro caras de hombre que cuelgan de cualquier manera, sin expresión pero con restos de sangre y grasa en las cejas y en los bordes.
Moisés Corvo no puede apartar la mirada, fascinado por el horror. Nota un escalofrío en el espinazo, hasta que recuerda que ha dejado de vigilar a Surgate.
Pero este sigue de pie, quieto.
—Es la obra del hombre, pero no de un caníbal. Los caníbales… —Vacila unos instantes—. Los caníbales como yo respetamos al enemigo, no nos burlamos de él. Se nos acaba el tiempo.
—No creo que los muertos se muevan de aquí.
—Sus compañeros los moverán. Y si no lo hacen ellos, lo harán las aves carroñeras. Ayúdeme a descubrir quién ha sido.
—Aquí sólo te veo a ti.
—Eso es porque no mira donde debe hacerlo. Los culpables no pueden haberlo hecho sin mancharse.
—Quieres desviar la atención.
—Si los bubis han luchado, es posible que encontremos algún objeto de los asesinos en sus manos.
—No ha habido lucha. Han llevado a las mujeres al centro del poblado y las han utilizado para reducir a los hombres. Los bubis no se han enfrentado a ellos.
Ahora es Surgate quien se sorprende por el razonamiento de Moisés. Relaja los brazos, como si adivinase que ya no hay peligro de que le dispare.
—Pero las mujeres se habrán resistido. Sobre todo cuando han cogido a los niños.
—¡Isidro! Examine los cuerpos amontonados por si alguna mujer tiene algo que pueda ayudarnos.
Isidro Claymore calla y baja la vista. Le ha oído perfectamente, pero la angustia le tiene anclado al suelo. No puede dar ni un paso sin tocar alguno de los restos.
—Puedo hacerlo yo —se ofrece Surgate.
—¡Isidro!
Moisés aparta a patadas a unas gallinas que cacarean nerviosas a su alrededor.
—Señor, yo…
—¡Mierda! —masculla Moisés, y deja de apuntar a Surgate.
Se da media vuelta y camina con paso decidido hacia el montón de cadáveres. Cuando pasa junto a Isidro, dice:
—Si se mueve, avísame.
Las manos están agarrotadas, rígidas como las ramas secas de un árbol carbonizado. Distingue fácilmente las palmas, pálidas, ensangrentadas. Mira por encima, pero no ve nada especial. Tampoco sabe muy bien qué está buscando. Como si le hubiera leído el pensamiento, Surgate alza la voz:
—Un mechón de pelo, o un trozo de tela.
—Entonces, ven aquí y ayúdame —dice Moisés a regañadientes.
Surgate avanza en silencio por entre la matanza, como un felino, con movimientos que recuerdan lejanamente a los de Rosario. Se agacha junto a Moisés y empieza a abrir las manos como si fueran granadas, con fuerza, haciendo crujir las falanges.
—No hay nada, no hay nada —repite al cabo de un rato.
—Claro que no, porque sabes de sobra que aquí no encontraremos nada. Por eso quieres que busquemos.
Surgate se levanta de golpe y acecha a su alrededor. Pide una antorcha y, con permiso del soldado, un bubi se la tiende. La mueve de un lado a otro, examinando cada cuerpo que encuentra a su paso. Hay un cadáver que tiene el torso abierto en canal, la cabeza caída sobre el barro, la mirada acuosa fija en Moisés Corvo. Nunca podrá olvidarla. Como si el muerto le pidiera explicaciones, como si desde el más allá le impulsara a buscar respuestas. Respuestas que no tiene. Respuestas que el lodo pisoteado ha engullido.
Pisoteado.
—Isidro, Camilo, ¿habéis mirado allí? —Señala el lugar donde se encuentra Surgate. Cuando los dos niegan con la cabeza, grita—: ¡Quieto, Chocolate!
Hay un rastro de huellas que desaparecen en la selva, bien marcadas en el barro. Con dos zancadas, Moisés se planta junto a Surgate y las examina. Son de zapatos, y los bubis van descalzos. Y por la forma, diría que son botas, no simples alpargatas como las que calzan todos en la isla. Trata de recordar, no quiere descubrir más tarde que fue él mismo quien las dejó al llegar al poblado. Surgate también se ha fijado.
—Uno de ellos era un soldado —deduce.
—Uno de ellos llevaba zapatos. Y ya está.
—Y no era demasiado grande; las huellas no son demasiado profundas.
Moisés contempla a Surgate. El rostro salvaje apretando la mandíbula, concentrado. Quizá esté diciendo la verdad. Quizá no tenga nada que ver con esto. Pero tampoco tiene ningún motivo para confiar en él. ¿Por qué debería fiarse de un negro que tiene todo el cuerpo lleno de cicatrices?
—Tenemos que buscar más huellas como esta —dice Moisés, pensando en voz alta—. Pero con la oscuridad no sabremos distinguirlas de las nuestras.
—Hay que moverse en círculo. Así sabremos en todo momento por dónde hemos pasado. Si andamos dejando nuestras huellas a la izquierda, las distinguiremos de cualquier otra que podamos encontrar.
—Así, lo último que veremos serán los límites del poblado, con el camino que han seguido para entrar y para salir.
Pero apenas han iniciado la investigación oyen unos gritos de «¡aquí, aquí!».
Un grupo de bubis entra atropelladamente en el poblado y calla al encontrarse con los cuerpos esparcidos por todas partes. El doctor Serafín Rozadilla viene escoltado por Baltasar Coronado y aquel soldado, ¿cómo se llama?, Sobacos, que forman la otra patrulla que está de guardia esta noche. Ni rastro de Osvaldo, que ha preferido quedarse en la ciudad para informar al capitán Balboa.
El médico lo observa todo desde la jungla, tranquilo, como si estuviera acostumbrado. Los soldados corren hacia Moisés, tropezando con los cadáveres. Baltasar le agarra por el hombro.
—Hemos venido lo antes posible.
Los bubis se desperdigan por el poblado, enmudecidos por el miedo. Surgate avisa a Moisés con un codazo, y este entiende en seguida lo que le quiere decir.
—¡Todo el mundo fuera de aquí! ¡No quiero a ningún negro dentro de los límites del poblado!
Baltasar se queda mirándole.
—¿Qué haces?
—Si entran, perderemos el rastro.
—¿Y? —dice Baltasar, dando un paso atrás.
—No sabremos quién ha hecho esto.
—Ándale. ¿Y qué? Son salvajes. Se han matado entre ellos. Lo hacen desde que andan sobre dos patas, quizá incluso antes.
Surgate toma impulso y se abalanza sobre Baltasar. Caen sobre un cadáver y ruedan por el suelo hasta que Surgate lo apresa entre sus piernas. Un puñetazo en la cara, dos puñetazos en la cara. No llega el tercero porque Moisés y Sobacos le agarran por el cuello y lo lanzan hacia atrás. Ahora es Sobacos quien le da una, dos, tres, cuatro coces en las costillas. Moisés atiende a Baltasar, que se queja de una brecha en la ceja.
—¡Doctor! —grita Moisés, y el médico se acerca.
Mientras el doctor Rozadilla examina a Baltasar, nada, eso son cuatro puntos de sutura, Moisés separa a Sobacos y a Surgate, ya es suficiente. Baltasar se levanta y coge el fusil. Apunta a Surgate y remacha:
—Moisés, dame una muy buena razón para que no le mate ahora mismo.
Surgate, de rodillas, continúa retándole con la mirada llena de ira, orgulloso. No pedirá clemencia. Prefiere un disparo en el corazón que la indulgencia de un europeo. Sólo lamentará dejar sola a Rosario.
—Quiero follarme a su hermana —responde Moisés.
—¿Qué?
—Su hermana es la mujer de Adolfo Leopoldo Crespo. Y me la quiero beneficiar. Si te lo cargas, me quedo sin opciones.
El culatazo en la mejilla vuelve a dejar tendido a Surgate.
—La bragueta de este te ha salvado la vida. Recuérdalo siempre.
Arsenio Vallés está hablando con el doctor Rozadilla. El médico intenta tranquilizarle, porque se ha puesto a temblar.
—¡Matasanos! —le llama Moisés. Rozadilla levanta la cabeza—. ¿Había visto alguna vez algo parecido?
El médico duda, y esta vacilación no pasa inadvertida a Moisés.
—Nunca.
No le mira a los ojos.
—Miente —interviene Surgate, que tiene una herida abierta en el labio.
Baltasar le propina un humillante sopapo en la boca, con la mano bien abierta.
—Esto es algo entre salvajes —dice Baltasar—. Aquí perdemos el tiempo. Volvamos a Santa Isabel.
—¿Cómo han podido hacerlo? —continúa, sin embargo, Moisés.
—¿Qué quiere decir?
El médico evita mirarle a los ojos.
—Quien haya hecho esto, ¿qué ha utilizado? ¿Cuchillos? ¿Machetes? ¿Sierras?
—Moisés, nos vamos —insiste Baltasar—. O el capitán volverá a meterte entre rejas.
—Aprovecharé para decorar la celda a gusto; ya empieza a gustarme.
—Aquí sólo nos buscamos problemas.
—No tienes por qué preocuparte. A ti no te arrestó, Baltasar. Y recuerdo que también venías conmigo cuando fuimos a visitar a Percival Cartwright.
—¿Y ahora a cuento de qué viene eso?
—Doctor, le he hecho una pregunta.
—No, escúchame, Moisés. ¿Por qué me reprochas eso ahora?
—No te reprocho nada. —Moisés acaba de arrepentirse de sus palabras por enésima vez; debe aprender a pensar antes de hablar—. Si quieres irte, aún estás a tiempo.
El médico revuelve algunos pedazos de carne.
—Ven conmigo, Moisés. La selva no es cosa nuestra.
—Vuelve. Ignora todo esto. Pero no por eso dejará de existir.
El doctor Rozadilla se incorpora, ¡ay!, ¡uy!, la lumbalgia. De la mano le cuelga una especie de pañuelo de piel. Pulsa uno de los extremos y se forma una pelotita. Sonríe.
—¿Sabéis qué es esto?
Moisés y Baltasar le contemplan, atónitos. Se está riendo. El muy enfermo se está riendo.
—Ni idea.
—Un útero. Es un útero. —Lo sacude, como si fuera una serpiente muerta—. ¡Y esto de aquí abajo es un coño! ¿A que no pensabais que alguna vez veríais uno así?
Camilo Doherty vomita el ron, la cena, la comida y la hostia consagrada de la misa de las diez. Isidro Claymore ya hace rato que se ha perdido en la espesura, llorando.
—¿Con qué lo han hecho, doctor?
—Con todo. Hay cortes de todo tipo. Si pudiera encontrar a la dueña de este útero vería cómo han hecho la incisión, pero juraría que ha sido con un escalpelo. Pero las amputaciones de extremidades con múltiples cortes… Eso debe de ser obra de un machete, seguro.
—¿Un escalpelo no es lo que utilizan los médicos en cirugía?
—Sí.
La sonrisa del doctor Rozadilla se ha congelado.
—Además de usted, ¿cuántos médicos hay en la isla?
—No me gusta lo que insinúa, soldado.
—Ahora mismo hay muchas cosas que no me gustan, pero no me quejo. ¿Ya ha visto las caras?
Moisés le enseña la colección de máscaras mortuorias y el médico no puede evitar soltar un taco. Pide una antorcha y las examina con cuidado, pasando la punta de los dedos por los bordes.
—Un escalpelo, aquí sí. Un bisturí o algún utensilio de corte muy fino.
—¿Qué significa que se estaba purificando?
—¿Perdón?
—Cuando han ido a buscarle, Arsenio nos ha dicho que había ido al bosque, a purificarse. ¿Qué significa?
—Me molesta profundamente su conducta, soldado.
—Intento hacerme un esquema mental de todo lo que está pasando esta noche. Dentro de un rato llegarán las bestias de la selva y terminarán el trabajo. Y sólo me quedará esto —se golpea la frente con un dedo— y aquel caníbal de allí.
—¿Él lo ha visto?
—No lo sé. No sé qué pensar. ¿Le conoce?
—No.
—Pero él sí parece conocerle.
—Soy el médico de Santa Isabel. Pasa mucha gente por mis manos, no recuerdo todas las caras.
—Pues estas cuatro no las olvidará jamás.
Baltasar y Sobacos están interrogando a Surgate, pero no logran sacarle ni una sola palabra. Le zurran de lo lindo y le insultan. Le amenazan. Surgate no suelta prenda.
—Nos lo llevamos a Villa Penitencia —dice Sobacos—. Allí nos dirá todo lo que tenga que decir. Y en verso, si es necesario.
Moisés asiente con la cabeza. Surgate se niega a moverse.
—Moisés, ven con nosotros. No te compliques la vida.
—Ya es un poco tarde para eso.
Aún se escuchan cánticos procedentes de la selva, la música gozosa y festiva de la isla, que se va apagando poco a poco.
—Este maldito negro es un peso muerto.
Sobacos se ríe a carcajadas de su propio chiste.
—Si os dais prisa, aún podréis tomar un trago en Casa Brugués. Y decidle al padre Juanola que venga: a esta gente se les deberá dar sepultura como es debido. —Y, dirigiéndose a Surgate—: No te harán nada, vete con ellos, Chocolate.
El fang obedece a regañadientes la orden de Moisés. Camina escoltado por dos soldados. Se les añade un grupo de bubis, que gritan y le golpean, acusadores, ¡mosalave, mosalave!
—¿Ha visto alguna vez los músculos tensores? —pregunta el doctor Rozadilla, que sostiene un antebrazo del que cuelga una mano—. Observe.
Lo aprieta y los dedos se mueven en una danza lenta y macabra. Lo hace un par de veces más, como un titiritero entusiasmado.
—Usted disfruta con esto.
O el doctor no ha oído el comentario de Moisés, o prefiere ignorarlo.
—Por los cortes irregulares, esto lo han hecho con un cuchillo de sierra.
—Un cuchillo de soldado.
—O de cocinero. Sea como sea, ha sido mucho menos quisquilloso que quien haya hecho lo… de las caras.
—Entonces, ¿de cuántos autores materiales podríamos estar hablando?
—No lo sé, no lo sabría decir.
—¿Cinco, seis, siete?
—¿Para reducir a todo el poblado?
—Y aniquilarlo. Y dejar a uno vivo para que nos enteremos, para que todo el mundo sepa de qué son capaces.
Moisés Corvo se da cuenta de que el médico no ha examinado las cabañas. Ya sabe que están vacías.
—¿Usted ya ha visto esto antes, verdad?
El doctor Rozadilla, ahora sí, le mira a los ojos.