III

Adolfo Leopoldo Crespo conoció a Rosario cuando ella se llamaba Musila y vivía en un poblado fang, cerca de Basilé. Hacía relativamente pocos años que los fang llegaban a la isla procedentes del continente, pero no se relacionaban con las otras tribus y les convenía la fama de salvajes que tenían entre los bubis que, mayoritariamente, se dedicaban a la pesca o al cultivo.

El cubano había iniciado una expedición con una veintena de krumans y seis guías bubis hacia el pico Basilé para comprobar si los terrenos más elevados eran propicios para ampliar la plantación que ya tenía en la falda de la montaña. Mientras seguían la orilla del río hacia arriba se habían topado con una cascada al borde de la cual se había instalado la tribu de Musila. Adolfo Leopoldo decidió no establecer contacto: no quería ser la cena de un puñado de negros. Envió a cinco krumans a espiarles durante dos días, para saber si eran peligrosos. Tres huyeron y no los volvió a ver nunca más, pero los dos que regresaron describieron a la tribu como un grupo de cazadores de no más de una treintena de habitantes. Los krumans asentían, todo bien, jefe, y Adolfo Leopoldo decidió arriesgarse a observar su conducta en persona, discretamente, sin ser visto.

La primera vez que Adolfo Leopoldo la vio, Musila recogía aguacates. Aquella princesa negra con los dedos impregnados de verde le robó el corazón y el sueño, como sucede con todos los hombres que entran en contacto con ella. Durante días, la esperaba entre la floresta por donde sabía que pasaba al atardecer. Durante semanas, Adolfo Leopoldo abandonaba a menudo la plantación para acosarla en secreto. La quería poseer, la isla giraba alrededor de Musila. Pero temía a los fang.

La punta de hierro de una lanza le arrancó una gotita de sangre de las sienes. Un fang había descubierto su presencia y le condujo hasta el poblado. El jefe, ataviado con plumas de colores llamativos y una falda de paja, la cara pintada con cruces blancas, le examinó de pies a cabeza. Le hizo abrir la boca e introdujo los dedos en ella.

Adolfo Leopoldo se daba por muerto. Rodeado por toda una serie de personajes estrambóticos, de tocados extraños y tatuajes llamativos, sólo era cuestión de tiempo que se lo zamparan. Sin embargo, no podía quitar los ojos de Musila.

Y el jefe se dio cuenta.

Y la carcajada resonó por todo el bosque.

Dijo algunas palabras y la claque le coreó. Musila bajó la cabeza y el cubano supo que le habían descubierto. Ahora sí, definitivamente, estaba sentenciado.

El jefe de la tribu ordenó a Musila que se acercara. Ella, joven, inmensamente bella, el pelo peinado en forma de uve, unos senos redondos de pezones como eclipses, obedeció.

Quizá no estaba todo perdido.

Sacó del bolsillo un pañuelo de seda con sus iniciales bordadas y se lo ofreció al jefe.

Todavía puede escucharse el eco del asombrado oh.

El jefe dio su aprobación.

—Tengo más —dijo, entregándole la americana.

El jefe se la puso, con aire satisfecho. Pero no le bastó.

—Puedo traer más. Puedo traer lo que queráis —aseguraba Adolfo Leopoldo.

De alguna manera, tenían que entender que estaba negociando.

Así fue como el trato duró seis, siete, ocho semanas, hasta que el jefe decidió que Musila podía irse con el hombre de caoba rico.

Pero con una condición: no iría sola. Surgate, su hermano, dejaría también la tribu y se marcharía con ellos para cuidarles.

Surgate, alto y robusto como el árbol más grande del bosque, el cuerpo lleno de muescas y mirada amarillenta de serpiente, se encargaría de protegerla y, en el caso de que Adolfo Leopoldo la tratara como a una esclava, la devolvería al poblado.

Pero los planes del cubano no incluían al hermano de Musila.

En cuanto llegaron a la finca, Adolfo Leopoldo mandó llamar al padre Juanola y ordenó bautizarles. Musila debía tener un nombre cristiano. El cubano no podía casarse con una salvaje. Y por eso, ante Dios, recibió el nombre de Rosario.

A Surgate le llamaron Jeremías, pero él siempre ha renunciado a ese nombre. Surgate es un fang con orgullo fang.

Muy pronto, el cubano se hartó de Surgate y urdió un plan para deshacerse de él. Viajaron en una goleta hasta Bahía Concepción, al este de la isla, un trayecto de veintidós horas que parecía interminable, sobre todo porque Adolfo Leopoldo temía que Surgate —o Jeremías, como le llamaba él— descubriera sus intenciones y le arrojara por la borda. Allí les recibió William Allen Vivour, el principal rival de Adolfo Leopoldo, quien, sospechosamente, sufría incendios en sus plantaciones cada vez que atracaba un destacamento de soldados de Santa Isabel. Vivour ordenó a sus krumans que acompañaran a los visitantes hasta la misión afincada en Bolobe. El hermano Lacunza, de los claretianos, les enseñó satisfecho la casa-escuela y un coro de bubis entonó salmos religiosos lo mejor que pudieron.

Los visitantes se quedaron cinco días hasta que, una madrugada, Adolfo Leopoldo y Rosario fueron escoltados de nuevo hasta Concepción.

El cubano había llegado a un acuerdo con el hermano Lacunza: Jeremías se quedaría para ayudar en la educación y apostolado de los bubis de la zona. Tendría que aprender castellano y se comportaría como un buen católico, apostólico y romano. A cambio, la misión recibiría generosas donaciones de la finca de Adolfo Leopoldo. Donaciones que sería muy poco cristiano rechazar.

Cuando Surgate se despertó y descubrió la trampa, salió corriendo hacia Concepción. Pero llegó demasiado tarde. Musila ya había zarpado hacia Santa Isabel y, de allí, a la plantación de Basilé.

El hermano Lacunza, obeso como un tonel pintado de blanco, regresó a Bolobe. Durante las primeras semanas, Surgate se escapaba de la misión y bajaba al puerto, pero allí no conseguía que nadie le llevara a Santa Isabel. Se planteó cruzar la isla a pie, pero era una locura. Poco a poco se fue convirtiendo en una pieza fundamental de la misión. Si los claretianos habían logrado domar a un fang, uno de esos salvajes con fama de caníbales, qué no podrían hacer con las tribus del interior. Surgate aprendió a leer y a escribir; era una esponja. Si podía mezclarse con los españoles, podría ir a buscar a Musila sin que le tomaran por un animal de feria.

Al cabo de un año, pidió permiso al hermano Lacunza para visitar la capital. El claretiano, que no era tonto y conocía las intenciones de Surgate, se ofreció a acompañarle. La goleta alemana Cyclops les llevó. La misma que la Marina española tuvo que abordar pocos meses después cuando intentaron hacerse con el control de la cercana isla de Annobón, que consideraban tierra de nadie. Pero desde entonces, Surgate tiene buen trato con los alemanes, e incluso ha aprendido algún taco, que siempre suelta con convencimiento teutón a cambio de unas monedas o de una plaza en sus barcos.

Adolfo Leopoldo habría hecho azotar a Surgate —maldito Jeremías—, si no fuera porque corría el riesgo de perder a Rosario. El negro que tenía delante, con toda la piel rayada como la corteza de un árbol, no era la bestia protectora que abandonó el poblado por mandato del jefe de la tribu fang y de quien se había podido deshacer con relativa facilidad.

Ahora era parte de la comunidad, hablaba educadamente —con ese acento feroz de bosque— y reclamaba el acuerdo al que se había llegado hacía más de un año.

Rosario ya no era Musila. Su belleza estaba eclipsada bajo un manto de tristeza, de mirada de lluvia. Falda a la europea, camiseta de lino y zapatos de piel de cocodrilo. Surgate no la reconocía.

Lacunza pidió unas galletas, tenemos hambre, y Boluba le dejó a solas con Adolfo Leopoldo. Así fue como los dos hermanos pudieron hablar de nuevo.

Ella le abrazó.

—Tienes que volver. Adolfo Leopoldo es muy celoso y no soportaría que estuvieras aquí. Te trataría como a una bestia, como hace con todos sus braceros.

Pero Surgate no atendía a razones. No quería separarse de ella.

—Ha incumplido el acuerdo.

—Si me devuelves a casa, nos matará a todos. Es capaz de hacerlo. No le temblará el pulso al ordenar a alguno de sus soldaditos que acabe con los nuestros.

—Entonces le mataré yo antes.

—Aquí soy feliz —mintió.

Si Surgate intentaba hacerle un solo arañazo a Adolfo Leopoldo, estaría sentenciado. Ella quería salvar a su hermano, aunque eso significara alejarse de él.

—No te dejaré sola.

Y no lo hizo. Pero no como hubiera deseado. Surgate volvió a la misión de Bolobe, y allí se convirtió en el hermano Jeremías. A cambio, consiguió que el hermano Lacunza le concediera un permiso bimensual para ir a visitar a Rosario.

—Tienes cuatro días, ni más ni menos, uno para ir y otro para volver. En cuanto a los otros dos, sólo tienes que pasar cuentas con Diosnuestroseñor.

Surgate se veía con Rosario y no paraba de hablar. En la misión hemos hecho esto, en la misión hemos llegado hasta allí, en la misión hemos conseguido aquello. Ella, sin embargo, siempre escuchaba en silencio, mano sobre mano. Y cuando hablaba, no decía gran cosa. No quería contarle que se sentía sola, no quería cargarle con esa responsabilidad. Con Adolfo Leopoldo lo tenía todo, salvo el amor.

El día que Surgate descubrió que Rosario estaba embarazada, no supo si alegrarse. Ella, simplemente, se encogió de hombros.

—Si alguna vez te necesito, ¿vendrías tan rápido como el viento?

—¿Pero qué clase de pregunta es esa, Musila?

—Olvídalo. No me hagas caso. Son miedos por el bebé que llevo dentro.

—Algo te preocupa, y no me lo quieres decir.

Ella le tapó la boca, calla, sé que puedo contar contigo y con eso me basta.

William Allen Vivour fue el primero en recibir el cable de auxilio dirigido a Surgate. Musila había conseguido mandarlo a escondidas, a través de Boluba. El mensaje le llegó a Surgate una semana después de que ella lo enviara. Pidió un permiso excepcional al hermano Lacunza y embarcó en un vapor de la Woerman.

—¿Esto no puede ir más deprisa?

Los alemanes le llamaban Menschenfresser, el comedor de hombres, porque sabían que era fang, una tribu a la que precedía la fama de caníbales. Por si acaso, debido al estado de angustia en que se encontraba Surgate, preferían no bromear. Sólo Manfred Kruger, que había llegado en el San Francisco con Moisés Corvo, se le acercó por la noche para ofrecerle un caldo de pescado y una manta. Surgate lo agradeció con la mirada.

Musila lo recibió con temblores.

—Tengo miedo de que le ocurra algo a mi hijo.

Por mucho que insistió, Surgate no consiguió que ella revelara el origen de aquellos temores.

—¿Qué puedo hacer? ¡Dime qué puedo hacer! —exclamó, impotente.

—No me dejes. El niño te necesita.

Durante el día, Surgate encontró refugio en los graneros de la plantación. De noche, montaba guardia frente a la casa, escondido en el bosque. Temía que Adolfo Leopoldo le descubriera, ya que empezó a comportarse de forma extraña, más arisco que de costumbre, desconfiado, déspota. Incluso había contratado a un soldado para que vigilara la finca durante la noche.

La última vez que había visto a Musila fue la madrugada que Moisés Corvo espantaba mosquitos en el porche de la mansión de los Crespo. Ella estaba muy alterada, y él le preguntó por el soldado.

—¿Es de confianza?

—No lo sé.

Decidió seguirle, espiarle, saber si era una amenaza para Musila.

Hasta esta noche. Le ha seguido, selva adentro, para acabar encañonado por el fusil de Moisés Corvo, plantados en medio de los restos macabros de lo que hasta hace unas horas era un poblado bubi lleno de vida.

Y la selva sigue cantando, alegre.