Las lámparas de aceite no iluminan más allá de dos o tres árboles, y el trayecto se hace pesado y lento. Cinco bubis se dedican a descabezar las lianas y las ramas a machetazos, mientras Camilo Doherty no para de repetir por aquí, señor, por aquí. Moisés lleva el Remington montado y listo para disparar, ya sea a las bestias que les puedan atacar, a las tribus de caníbales fang o a cualquier negro de la expedición que piense que es un buen momento para vengarse de un soldado sin refuerzos. Está desprotegido, pero las piernas y el corazón ignoran el peligro y se deleitan en llegar al poblado. Quiere ver qué ha pasado. Quiere conocer el origen de este mal, de estos monstruos de la selva que dicen que han exterminado a toda una tribu. Paradójicamente, se siente afortunado. Si estar de guardia la noche de la fiesta debía ser un castigo, ha tenido la suerte de toparse con la esencia de la isla. Judas ya se lo había advertido: Fernando Poo te atrapa y te cambia. Si alguien tiene que cruzar la selva de noche —una oscura y turbia noche—, prefiere ser él.
No deja de ser chocante que la fiesta no se haya terminado. Que pueda escuchar los cánticos, los bailes y la música desde todas partes, como si fuera la misma selva la que repitiera los sonidos de los humanos. De vez en cuando cruzan un claro y el cielo, que está plagado de estrellas, estalla en fuegos artificiales seguidos de aplausos. Los bubis se detienen a contemplarlo y dejan de desbrozar el camino. La maringa los acompaña. Ellos también cantan. Melodías irreconocibles pero hipnóticas. Los fernandinos se suman a ellos. La frente arrugada, la mirada fija en la oscuridad de los árboles, los músculos en tensión. Pero de los labios brotan sonidos alegres que se esparcen por todas partes, de un ritmo repetitivo, de una cadencia que sorprende a Moisés Corvo lamiéndole la garganta, uniéndose al canto. Es la forma de asustar a los malos espíritus.
Y un poco de ayuda no les vendrá mal.
Al cabo de una hora, fatigados, se detienen a descansar. Arsenio Vallés está medio sofocado y le tiemblan las manos. Moisés y los fernandinos jadean y se colocan las manos en los muslos, asfixiados. Han olvidado las cantimploras. Además, la suma del esfuerzo y el alcohol les está aturdiendo, y Camilo Doherty empieza a dirigirles cada vez con menos convencimiento. Diría que es por aquí. No, no, por allí. Moisés reza por que Osvaldo encuentre al médico pronto y alguien les guíe en la noche.
Están en medio de la nada, pero la música todavía resuena, lejana, así como los cánticos de algún poblado cercano que ignora lo ocurrido.
De hecho, ellos tampoco saben qué se encontrarán. Han actuado siguiendo los nervios del momento, las palabras del bojiammò —y un bojiammò nunca miente—, pero la incertidumbre de su destino es cada vez más angustiosa.
Los bubis revuelven entre la vegetación hasta encontrar la liana que buscan. La seccionan con un golpe de machete y de ella brota un agua cremosa. Se la van pasando como si fuera una manguera.
—Bapotó… —le ofrece a Moisés uno de ellos, que tiene el cuello lleno de tatuajes.
Es la segunda vez que le llaman extranjero en la lengua bubi, pero la primera que siente que tienen razón. Lejos de la falsa comodidad pseudooccidental de Santa Isabel, en un territorio inhóspito, se aferra al fusil, pero sabe que depende de los nativos. Gente que siempre obedece, que sólo tiene atenciones con los blancos, que nunca se queja. No te puedes fiar de la gente que nunca protesta. Pero ahora no manda él. Todavía no. No hasta que lleguen al poblado. Hasta entonces, mandan los verdaderos habitantes de Fernando Poo. La gente de Bioko.
Moisés Corvo bebe a chorro y el agua le sacia. Es dulce como el azúcar de caña, pero al final deja un regusto de almendra amarga. El bubi le tiende la mano, en cuya palma tiene seis semillas pequeñas y marrones, similares a las bellotas.
—Kola —las bautiza, y se lleva una a la boca.
Mastica con fuerza y sonríe. Moisés coge una y le imita. Es dura como un hueso, pero cuando por fin cede a la presión de las muelas —cree que hay una que está a punto de romperse—, tiene la textura de una nuez, pero con un sabor más desagradable.
—Sienta bien —dice Isidro Claymore—. Da fuerzas y ayuda a resistir largas jornadas de camino. Es buena. Si se encuentra a un bubi en la selva y no lleva ninguna encima, es que hay un poblado cerca.
Arsenio Vallés también coge una, aunque con menos convencimiento.
Moisés se frota los ojos y pide que le corten otra liana. Toma un trago para acabar de engullir la kola y lo remacha con un ya hemos descansado bastante. Todos se ponen en marcha sin protestar.
Se empapa las botas en un arroyo, pero da igual: la noche es cálida y en seguida volverán a secarse.
Los bubis se ponen nerviosos. Los fernandinos aseguran que ya están cerca. En el aire flota el hedor salado y vibrante que Moisés ya ha olido otras veces. El mismo hedor de los mataderos de Barcelona. El hedor de los animales en descomposición de Villa Cisneros. El perfume de la muerte. En la corteza de un cedro, el rastro de sangre que Siacca ha dejado en su huida.
Gritos de alarma. Los bubis encienden antorchas para iluminar unos matorrales. Han encontrado una mano. Una mano cortada a la altura de medio antebrazo, los tendones blanquecinos rodeando el hueso aserrado, hipnotiza al enfermero.
Las sombras de los machetes se proyectan sobre las ramas y las hojas de esas encinas que los negros llaman ijengue. Asustados, corren a protegerse detrás de Moisés Corvo, que debe hacer de tripas corazón. Todavía puede oír los cánticos de los poblados, la alegría no contenida de quien no sabe qué está pasando. Avanza por el camino que Siacca recorrió en su huida. Lo sabe porque el rastro de sangre es cada vez más claro. La lámpara de aceite se ha consumido y coge la antorcha de uno de los bubis, fabricada con ramas, harapos y aceite de palma. No ve más allá de dos o tres metros, y el humo negro que desprende es irrespirable. Se anuda un pañuelo para taparse la boca y avanza poco a poco.
Casi resbala al pisar una masa viscosa. Acerca la antorcha y tarda en darse cuenta de que es un trozo de cerebro. Hay más colgando de las ramas de un matorral.
Todo se detiene durante unas milésimas de segundo. Todo menos las melodías que resuenan en la selva. Ante él, en el barro, hay un ojo solitario que le mira fijamente.
Respira hondo. Podría esperar al pelotón de Baltasar antes de entrar en el poblado. Podría no hacerlo solo.
Pero en el fondo se siente bien. Es el primero en llegar, el primero en verlo. Se extraña al pensar que es un privilegiado. Está excitado, nervioso, y su cabeza proyecta imágenes de El Bosco que sus ojos no han visto nunca, versos de Dante que jamás ha leído.
Avanza.
Y a cada paso, un nuevo descubrimiento.
Siempre sombras indescifrables. Parches de carne que, con la luz, se revelan como torsos, piernas o partes de la anatomía humana que no sabe interpretar. Entra en el claro del poblado, las casas de paja y madera intactas, como si nada hubiera ocurrido. Como si no hubiera restos de la tribu esparcidos por todas partes, como un rompecabezas macabro. Isidro Claymore y Camilo Doherty vomitan a la vez.
Lo primero que se pregunta Moisés Corvo es: ¿dónde empieza esto?
Pasa por encima de troncos de lo que cree que son mujeres, como si jugara a la rayuela. Un olor familiar, de tabaco de pipa, se le empotra en el cerebro. Acerca la antorcha en busca de algún superviviente, y a medida que va descubriendo pies en el suelo o pechos en los tejados se da cuenta de que será inútil, que sólo Siacca pudo huir del horror. Debe olvidar que son personas. Negros, pero personas. Debe quitárselo de la cabeza. Debe convertirse en un capitán Nemo, vacío de todo sentimiento hacia el ser humano. Son salvajes de quienes desconocía la existencia hasta esta noche. No tiene ningún vínculo afectivo con ellos. No son nadie.
Pero ¿quién ha sido capaz de hacer esto? ¿Los malvados, los bukeubuilé a los que se refería Siacca? Moisés no cree en espíritus, no más de lo que cree en Diosnuestroseñor, que ya es poco. Debe de haber sido una de las tribus fang que se desplazan de un lugar a otro. Sí, eso es, unos caníbales sedientos de odio. Sólo eso podría explicar que…
¿Y si aún siguen aquí? ¿Y si los responsables de esta matanza le observan, amparados por la penumbra?
—¡Todos conmigo! —ordena, gritando.
Pega un tiro al aire.
—A bòllá —susurra uno de los bubis.
—Si hay alguien, que salga con las manos en alto.
Le tiembla la voz.
Una figura se mueve entre dos cabañas, como un espejismo, pero Moisés no la ve porque se ha dado la vuelta hacia donde le indica el bubi, omolavee, que tira de la manga de su uniforme.
Cinco niños. Cinco cuerpecillos de criaturas decapitadas, una junto a otra, con las cabezas sobre el pecho. Omolavee. Niños. Ellos también.
Entra en las casas. Son todas pequeñas, sin habitaciones ni separaciones, un tronco en medio y un lecho. Pero todas están vacías. Hay señales de que les han arrastrado hacia fuera, de que les han sacado a todos a la fuerza y, una vez allí, les han dado muerte de la forma más horrible posible. Calcula que los atacantes habrán sido al menos media docena, y que les han pillado por sorpresa. Les habrán rodeado y habrán sacado a las mujeres primero, que son los cuerpos que están amontonados en el centro del poblado. Así, amenazándolas, habrán conseguido reducir a los hombres. Después se han encargado de ellos.
Salvajes.
Pero demasiado organizados.
Demasiado militarmente organizados.
Ahora sí ve la figura que se dirige hacia ellos.
—¡Quieto!
El hombre no se detiene. Es negro como la noche y camina despacio.
—Amigo —dice—. Soy amigo.
Moisés dispara de nuevo y el hombre levanta los brazos.
—¿Quién eres? —pregunta.
—No tenemos tiempo —esquiva la respuesta—. Sus compañeros llegarán de un momento a otro.
Moisés se acerca, paso a paso, sin dejar de encañonarle. Es un hombre fuerte, negro, de ojos amarillentos y felinos, con la cara y el pecho marcados por escarificaciones como las muescas que un prisionero deja en los muros de la celda. Lleva el torso desnudo y manchado de sangre, y viste pantalones a la manera europea.
—Eso ni lo dudes.
—Y lo revolverán todo —continúa, en un castellano de acento engolado.
Es un fang, no puede fiarse de él. Podría ser uno de los responsables de la matanza. El cañón del Remington presiona la carótida del visitante.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué lo habéis hecho?
—No me ha entendido. —Está inquieto, mira por encima del hombro de Moisés, controlando cada movimiento de quienes le acompañan—. Yo no he hecho nada. Y si quiere saber quién ha sido, tendremos que buscarle antes de que los demás soldados lo destrocen todo.
—¿Por qué debería creerte?
—¿Qué motivo tendría yo para quedarme aquí? —responde el visitante.
—¿Y qué hacías? ¡Responde!
—Le he seguido, señor Corvo. Quería saber si era de fiar.