El sonido endiablado del caisson, un tronco de madera hueco de poco más de un metro de altura, forrado de piel y grabado con dibujos fantásticos, cubre la isla como un manto rítmico, la percusión del infierno, el latido de corazón —si lo tuvieran— de los espíritus de Fernando Poo. La noche amplifica la presencia y chista a la selva. Por todas partes corren chiquillos que se persiguen, esquivando a los fernandinos que pasean por las calles perpendiculares de Santa Isabel o se dirigen al hotel Thompson. Cuatro valencianos tiran petardos a los pies de los negros y se ríen de las caras de terror que provocan.
Moisés Corvo y Osvaldo Estrada patrullan a paso lento por la calle de Guadalupe, las carabinas al hombro, el uniforme blanco oscurecido por el sudor y el barro y la mirada fija en las mujeres, que visten ropas de todos los colores. De vez en cuando se topan con algún bubi ebrio dormido en el suelo, lo levantan y lo mandan a casa a patadas.
Al pasar por delante de la taberna de Bartolomé Brugués, el alboroto es ensordecedor. Casi todo el batallón la atesta con canciones y gritos. En la puerta, Pinreles monta guardia.
—¡Buenas noches! —saluda.
Y Moisés Corvo responde con un gesto masturbador, desganado.
Observan el interior a través de las ventanas. Como siempre, no hay ni un solo negro. Ven a algunos pasajeros del San Francisco y a los comerciales de la Hispano-Africana. Hay dos mundos compartiendo Fernando Poo y no se mezclan entre sí. Hay una frontera invisible que nadie parece dispuesto a romper, ni falta que hace. Hay una sensación permanente de bandos contrapuestos, por mucho que exista una cortesía hipócrita durante el día, producto de las convenciones y el comercio, pero que se hace patente en noches como la de hoy.
—¡Eh, Bocas! ¡Morritos! —Conrado Silva, borracho como no le han visto hasta ahora, sale a la calle—. Id a ver a Muertecita. No quiero que haya peleas, y allí hay demasiados negros como para que la fiesta termine en paz.
En el hotel Thompson no hay mesas en el comedor. Las han retirado para poder acomodar al mayor número de gente posible. Cincuenta, sesenta fernandinos vestidos a la manera occidental, bailando las melodías que unos músicos sacan a palos del anjyá, una especie de pianoforte de siete u ocho teclas de madera clavadas en unos troncos de plátano.
Cuando Moisés y Osvaldo abren la puerta y se dejan ver, se hace un silencio que parece eterno. Como empujados por una marea, todas las cabezas se vuelven hacia ellos. La danza se detiene. Las voces enmudecen. Moisés da un paso al frente y busca a Muertecita con la mirada. Lo descubre al fondo, la cabecita detrás de la barra, como un títere. Muertecita le saluda con una sonrisa sincera.
Moisés se siente el centro de atención.
—¿No era aquí donde se celebraba una fiesta?
Y hace un gesto con la mano, muy versallesco, prosigan, por favor, como si yo no estuviera.
Un fernandino le agarra por el codo y, dirigiéndose a Muertecita, dice:
—¡Isidro Claymore invita, amigo!
Y como si fuera la contraseña secreta para reanudar la fiesta, la algazara se adueña nuevamente del local de forma instantánea. No obstante, nadie pierde de vista a los soldados. Nunca se sabe qué se puede esperar de esa gente.
—¿Tiene whisky?
Moisés debe alzar la voz para que Muertecita pueda oírle.
—Todo el que quiera —es la respuesta que le da el dueño del hotel, con una voz de rana en la que se mezclan mil acentos.
Moisés no entiende ni jota de whisky. Sabe que los británicos lo toman, así que es el momento de dejarse aconsejar.
—Tomaré el que beba usted.
—Yo nunca bebo alcohol.
Ha tenido que dar con el primer barman abstemio de la historia. Reacción rápida: mira las botellas que hay sobre la repisa y elige la que tiene más polvo.
—Ese.
—¿Y su compañero?
Osvaldo está agobiado con toda la gente que se mueve a su alrededor; tenso y rígido, intenta esquivar todo contacto físico. Durante unos segundos, Moisés teme que pierda los estribos y se enzarce en una pelea. Pero no.
—Aguardiente —dice Osvaldo.
—¡Hay que ver con Morritos! ¡Qué bien se desenvuelve! —aplaude Moisés.
Una vez les han llenado los vasos, Isidro Claymore brinda con ellos y se bebe el ron de un solo trago. Los soldados le imitan. Moisés disimula un ataque de tos, pero Osvaldo no puede mantener los pulmones a raya y echa el hígado por la boca. Isidro Claymore se ríe a carcajadas y planta un huerto de arrugas desde los labios hasta la nuca. Felisa Scarrow le da unas palmaditas en la espalda al chico hasta que este recupera la compostura. Después le cierra los ojos con picardía y Osvaldo vuelve a sonrojarse.
—¡Hoy vas a dormir calentito, Morritos! —dice Moisés, engolando la voz.
—Estamos de guardia —contesta Osvaldo, ruborizado.
—Con más razón todavía. —Y después, dirigiéndose a Isidro Claymore—: ¿Es usted inglés?
—No, qué va, amigo. Soy fernandino, hijo de esclavos libertos. Yo ya nací en Bioko. Usted lleva poco tiempo aquí, ¿verdad?
La música obliga a Moisés a mover la punta del pie, tap, tap, tap, de forma casi inconsciente. Osvaldo charla con Felisa Scarrow.
—Digamos que no tengo mucho trato con la gente del país.
—Ni usted ni ningún soldado. Aquí casi todos tenemos apellido inglés, ¿sabe? Fíjese en ese, el de la nariz grande: Francisco Burton, un buen amigo, mucha confianza, buen comerciante. Esa nariz es una pena. Y ese más bajito es un pescador de primera: Restituto Holden. Hace poco cogió un tiburón con sus propias manos. ¿Quién lo diría, eh? ¿Usted ha visto tiburones? Pues claro que los ha visto. Usted es marinero, ¿verdad? Sí, sí. Luego está Maximiliano Shark, pero hoy no ha venido, porque tiene a sus hijos con fiebres. Mal asunto. Pero de tiburón sólo tiene el apellido. Son los apellidos que adoptaron los padres y los abuelos cuando les liberaron, aquí, en Bioko. Cuando estaban los ingleses, ¿sabe? Pero ahora ya no somos ingleses. Ahora somos españoles. Somos una provincia española, católicos, apostólicos y romanos. Muy contentos con España. Ustedes nos cuentan cosas de España. ¿De dónde es usted?
—De Barcelona.
—No la conozco. ¿Está muy en el interior de España o muy en el exterior?
Osvaldo aparece justo a tiempo.
—¡Moi, Moi! ¡Nunca lo adivinarías!
—Sorpréndeme.
—¿Te acuerdas de eso que repite Bob?
—¿Quién? —Es entonces cuando se da cuenta de que Osvaldo va cogido de la mano de Felisa Scarrow—. Eh, no pierdes el tiempo, Morritos. Puede que te haya juzgado mal…
—Bob, el loro del capitán. ¿Recuerdas eso que repite?
—Maringa.
—¡Sí!
—De acuerdo, la moza tiene un buen culo, pero no comparto tu euforia.
—¡Es el baile! ¿Oyes la música? Es la maringa. Es el baile de los negros. El capitán tiene un loro que está obsesionado con el baile de los negros.
La puerta se abre de golpe y entra un bubi cubierto de sangre. Tiene el torso desnudo y lleno de cortes profundos, y media cara se le desprende sobre el cuello, a tiras, los músculos a la vista. Cae redondo al suelo. Felisa grita, presa del pánico, y, como un coro, el resto de la concurrencia se suma al alarido. El bubi ha agotado sus últimas fuerzas para llegar hasta el hotel. Bukeubuilé, murmura.
Moisés Corvo se acerca a él dando un salto, apartando a todo el que encuentra a su paso. Los fernandinos se tapan la boca con las manos, conmocionados. Se pone en cuclillas y busca a Isidro Claymore con la mirada.
—¿Qué dice? —grita—. ¿Qué dice?
Isidro Claymore niega con la cabeza.
—No hablo bubi —gimotea.
—¿Qué dice?
La pregunta de Moisés resuena en el vestíbulo como lo hacía el anjyá hasta hace pocos segundos.
—Malvados —traduce uno de los músicos, que tiene toda la cara escarificada—. Dice que les han atacado unos malvados.
A bösalábbë, msaha…
—¿A quién? ¿Qué ha pasado?
Elembi…
La voz se le quiebra, las palabras se vuelven moribundas.
—Están muertos. Los malvados del bosque han matado a toda su tribu.