Los días transcurren perezosamente y poco a poco vuelve a la rutina de patrullas y sudor, de siestas interminables y noches en vela. Charla con soldados con quienes ni siquiera se había dado los buenos días. Descubre que Sincuello es un tipo huraño y poco hablador, pero una tarde que le acompaña al barrio del Congo a visitar al Hombre de los Escorpiones, descubre que se puede confiar en él.
El camino a Casa Habano, en las plantaciones de Adolfo Leopoldo, discurre en zigzag. No puede coger el caballo —una de esas bestias achaparradas y débiles que tienen en la cuadra y que apenas se mantienen en pie— porque está fuera de servicio, así que, paso a paso, atraviesa los campos de la costa y asciende hacia el interior, siempre con el pico de Santa Isabel al fondo, al que durante la ocupación inglesa se llamó Clarence Peak y mucho antes bautizado como O Wasa por los nativos bubis. Es la mejor forma de orientarse allá donde vaya, porque este colosal volcán dormido parece omnipresente incluso cuando se penetra en la jungla, como hace el soldado ahora, con todos los sentidos alerta. Sin embargo, puesto que con los sentidos no basta, Moisés Corvo amartilla el revólver y lo aprieta con fuerza con la mano sudorosa. Lo ha cogido de la armería del cuartel, y se está jugando otro arresto, nada nuevo, pero es preferible a ser cazado, descuartizado y devorado por una tribu de caníbales fang.
Casa Habano está en silencio. Boluba no sale a recibirlo, como la otra vez. Moisés silba fuerte para avisar de su llegada. Con suerte, puede que Rosario salga a buscarle si el cubano está en la ciudad o en la plantación. Se da cuenta de que tiene muchas ganas de verla, de mirarla, de oler su piel tostada, que huele a café y a cacao.
Se abre la puerta de la mansión y Adolfo Leopoldo sale con un fusil cosido a la mejilla. Apunta a Moisés y dispara.
El soldado reacciona a tiempo y se lanza al suelo. El cubano tiene muy mala puntería y ha errado por un par de metros, pero Moisés siente que su corazón quiere salírsele del pecho.
—¡No dispare! —grita.
Adolfo Leopoldo Crespo baja el arma y mira a ambos lados. Pero sigue teniendo el dedo en el gatillo, por si acaso.
—Creía que era un mono.
—No sé si tomarme peor que me dispare o que me confunda con un mono.
El cubano respira entrecortadamente, nervioso. Tiene la camisa blanca de lino empapada en las axilas. Después de un par de días sin afeitarse, un ejército de pelos canosos ha acampado sobre su cara y se ha atrincherado debajo de su boca.
—Levántese.
Moisés Corvo alza los brazos y enseña el revólver, por lo que el cubano se ve obligado a añadir:
—No volveré a disparar.
Tras ponerse en pie, el soldado replica:
—Usted ya sabe que tiene prohibido llevar armas.
—De algún modo tendré que defenderme de los ataques de los animales.
—A mí no tiene por qué darme explicaciones, pero si en vez de ser yo llega a venir, pongamos por caso, el capitán Balboa, usted tendría un serio problema. No hace falta que le recuerde que está aquí como prisionero.
—Si no hace falta que me lo recuerde, no es necesario que lo diga. —Apoya el fusil en la barandilla del porche y baja los escalones hasta colocarse a la altura de Moisés—. Además, el capitán Balboa nunca viene por aquí.
—Sólo se lo advierto.
Moisés enfunda el revólver dentro del pantalón.
—Le diría lo mismo que le digo a usted. De vez en cuando, los monos se vuelven locos y abandonan la selva para arrasar los campos. Estos últimos días he descubierto alguno merodeando alrededor de la casa, y no puedo permitir que me hagan daño a mí o a mi familia.
Rosario, embarazada, ahora ausente.
—Y por eso dispara sin mirar al primero que se mueve ante su puerta.
—No puedo arriesgarme. ¿Ha visto usted algún simio enloquecido?
—Sí, pero no he tenido demasiado trato con ellos. A la mayoría han acabado nombrándoles capitanes o generales y les he perdido la pista.
Adolfo Leopoldo ni siquiera sonríe. Continúa escrutando el espesor de la selva, desconfiado.
—Pero seguro que no ha venido sólo para regañarme.
—Ni a que me disparen.
—Entonces, ¿a qué ha venido? —dice, secándose el sudor de la frente.
—Por negocios.
—¿Ya se ha terminado el ron?
—Y los puros.
—Amigo, usted es muy vicioso.
—Eso dicen.
—Y quiere más.
—El camino a pie desde Santa Isabel es bastante largo. Me dijo Panzas que quizá necesitaba algún favor.
—¿Tiene buena puntería?
—De momento no he recibido ninguna queja de la gente a la que he disparado.
—¿Cuándo podría venir?
—Hoy mismo.
—¿No tiene que volver al cuartel? —se extraña Adolfo Leopoldo.
—Hasta mañana no. Tengo guardia.
—¿La noche de la fiesta?
—¿Qué fiesta?
—Mañana es veinticinco de marzo, la Anunciación de María; toda la isla lo celebra. Habrá baile, bebida y fuegos artificiales. Muchos fernandinos se reunirán en el hotel de Muertecita. Los suyos, señor Corvo, suelen celebrarlo en la taberna de Bartolomé Brugués.
—¿En plena Cuaresma? No sabía nada.
—Llevamos mucho tiempo sin alegrías, y aún faltan quince días para la Pascua Florida. La gente necesita desahogarse. ¿No lo necesita usted también, señor Corvo?
—Por lo que veo, me han asignado como voluntario para hacer la guardia de mañana.
—¿Y aún sigue interesado en pasar la noche con un viejo como yo?
—Usted lo ha dicho: tengo muchos vicios.
—Mantenga los ojos bien abiertos, pues. Y con cualquier cosa que se acerque a la casa, haga lo mismo que yo: dispare.
—Usted ha errado el tiro.
—Por eso le agradezco que se quede aquí hoy.
—Me lo puede agradecer de otra manera.
—¿Tres botellas?
—¿Por toda una noche en vela en casa de un prisionero que guarda armas de forma ilegal?
—Cuatro.
—Hecho.
Se dan la mano.
Moisés se impacienta. ¿Cuándo podrá ver a Rosario? El cubano no le ha invitado a entrar en la casa en ningún momento. El cielo se oscurece y los mosquitos se recogen alrededor de la lámpara de aceite que hay en el porche. Saca la novela de Verne del zurrón y busca la página donde la había dejado. Unas hojas de eucalipto secas y fragantes le marcan el punto. Se pone cómodo y se enfrasca en la lectura, con el oído atento, eso sí, a los ruidos procedentes de la selva.
Un criado le lleva ñame para cenar. Moisés empieza a estar un poco harto del ñame, lo come a todas horas. Pregunta por Boluba y el criado se encoge de hombros y se va. Da igual, si no es un negro será otro, el caso es que en esta isla siempre hay alguno dispuesto a servirte lo que necesites cuando lo necesites, piensa.
De vez en cuando, unas manchas oscuras cruzan el cielo estrellado sobre el claro donde se levanta el caserón. Son vampiros, de vuelo silencioso, que sacan a Moisés del adormecimiento de una vigilancia en la nada. Por mucho que observe a través de la oscuridad, no consigue vislumbrar más que cuatro ramas que se mecen con el aire fresco de la noche.
Al atardecer, cruje la madera y se abre la puerta. Rosario, embarazadísima, sale al porche.
—Buenas noches —dice, con ese acento de ninguna parte.
Moisés se levanta dando un brinco y se quita el sombrero con toda la celeridad que la humedad permite a su rígida espalda.
—Señora…
—Dice mi marido que nos protege.
—Eso parece.
Y como si se olvidara de su presencia, se aleja caminando hacia la oscuridad y la rompe con la bata de lino blanco hasta los tobillos, y al cabo de un momento da la impresión de que es sólo un vestido que se mueve, flotando en el aire.
—No debería salir a estas horas —se atreve a aconsejarle Moisés.
De la selva surge una sombra, un poco más alta que ella. El soldado coge el fusil y da el alto. Ella vuelve la cabeza y le dice:
—Aquí no hay nadie. Nadie ha entrado ni salido de la casa durante la noche, ¿me entiende?
Pero Moisés sigue apuntando a la figura misteriosa. Baja los escalones y abandona el refugio del farolillo, lleno de mosquitos que se han quedado sin compañía. A medida que sus ojos se acostumbran a la oscuridad, distingue a un hombre negro, que coge las manos de Rosario mientras habla en un idioma que no entiende.
—Aléjese o tendré que abrir fuego —le advierte Moisés.
Ella vuelve a darse la vuelta, esta vez con el rostro tenso.
—Aquí no hay nadie. Y no creo que quiera disparar a una mujer embarazada.
Y retoma la conversación con la sombra del negro. Un par de minutos después, un abrazo y el visitante misterioso desaparece en el bosque. Rosario camina de vuelta a la casa, y al cruzarse con Moisés Corvo, este le pregunta:
—¿Quién era?
—Usted no es el único que quiere protegerme.