XV

Los cuatro días de arresto en la cárcel de Villa Penitencia se hacen interminables. Y todo por una tontería como desobedecer la orden de no ir a hablar con Percival Cartwright, como si aquí los soldados fuéramos quienes tuviéramos que dar explicaciones, y no al revés.

Moisés Corvo intenta conversar con Huevazos, su carcelero, pero este está demasiado ocupado tratando de dormirse como para charlar. Ya ha contado todos los pasos que hay de un extremo al otro del calabozo, las rendijas por donde se ha filtrado el agua de la primera noche, una lluvia breve pero abrumadora que debía hundir el mundo o, al menos, el edificio donde está encerrado. Ha registrado sus bolsillos en busca de una distracción y nada, las hojas de eucalipto que ha ido arrancando cada vez que sale del cuartel para hacer la ronda por la ciudad y punto. Secas, moteadas y olorosas, aspira su olor cuando quiere conciliar el sueño y le desvelan a medianoche como navajas de afeitar entre los dedos.

Recuerda las horas que, de pequeño, había pasado encerrado en el cuarto de las ratas. Cómo esperaba oír el golpe de la puerta al cerrarse para saber si su padre llegaba de buen humor —casi nunca— o con la mano caliente. El crujido de las nueces resquebrajándose en los puños de Tadeo Corvo era lo que más le aterraba. Su padre siempre lo hacía: crac, crac, crec, rompiendo la nuez con una sola mano antes de despertarle —aunque Moisés no dormía, sólo lo fingía— y zurrarle. Todo es culpa tuya. Y ese todo englobaba miles de razones insólitas que Moisés debía construir dentro de su cabecita. Durante unos años, Moisés callaba y recibía las palizas porque era lo que un hijo tenía que hacer. Durante el día, mientras su padre trabajaba en la imprenta, Moisés Corvo se escabullía por las calles de Barcelona y vagaba durante horas en busca de comida caliente para él y para su hermano, Antoni. Se sentaba en la arena del puerto y esperaba la ocasión para robar unas lubinas aprovechando un despiste o tomaba prestado el pan del horno de la calle del Om, detrás del cuartel de los astilleros, donde pasó una noche retenido por los militares y donde años más tarde acabaría alistándose.

Años de pelos en el pecho y voz de sismograma, acompañados de una debilidad cada vez más fuerte del progenitor, de hígado dañado y piel amarillenta, aunque con el cinturón aún dispuesto para azotar a aquella criatura infernal y ahora rebelde, a quien, para hacer honor a su nombre, deberían haber dejado en un cesto al nacer.

Las rameras de la Baixada de Sant Miquel empezaron a ejercer de madres, primero, y de amantes, después. Moisés Corvo crecía como un duplicado casi idéntico de su padre, y eso le perturbaba. Se escapaba durante días de casa, huía con otros chavales y emboscaban a los marineros extranjeros que atracaban en la ciudad para sacarles todo lo que llevaban.

A veces volvía a casa y su padre le daba una paliza con desgana, como por inercia; los golpes ya no le dolían tanto y se reía en su cara, y él le daba más y más fuerte. Tadeo Corvo comenzó a dejarle de lado y traspasó toda su ira alcohólica e irracional al pequeño Antoni. Nunca le había tocado antes, al menos en presencia de Moisés. Pero Tadeo Corvo había descubierto que si bien la espalda de su hijo mayor ya estaba bastante endurecida, sí podía herirlo castigando al pequeño. Antoni sufre por culpa tuya, mascullaba. Esto que le pasa es por culpa tuya.

Hasta que se hartó.

Hay semanas enteras que no piensa en ello. Pero Tadeo Corvo siempre acaba volviendo, esté donde esté, persiguiéndole hasta el rincón más recóndito de la isla más alejada. Entonces es incapaz de quitarse de la cabeza un pensamiento: si pudiera volver atrás y hacerle frente ahora. Detener el brazo antes del primer latigazo, salvarse antes de que todo empezara y le obligara a irse, a ser quien es. Quizá ahora viviría en Barcelona y trabajaría en un colmado, de aprendiz, como Serafí Calvo, el de la tienda de comestibles. Llegaría a casa al anochecer con un paquete envuelto en papel de periódico, lo abriría y sacaría unas lonchas de queso. Antoni se lo zamparía mientras él le observaría, el hermano mayor, la figura paterna en un hogar de donde se ha expulsado al ogro. Después cuidaría de su madre —inmóvil desde que parió a Antoni—, la asearía y le daría la sopa, a cucharaditas, que está débil y apenas abre los labios. La peinaría y, con un beso en la frente, buenas noches, mamá, la arroparía.

Pero las segundas oportunidades no existen. Sólo hay parches y penitencias, e islas donde liquidarlas.

A cambio de un puro —o de la promesa de un puro—, Moisés consigue que el carcelero le traiga Veinte mil leguas de viaje submarino. Si tiene que pasar las horas sin más compañía que él mismo, al menos deberá sacarle provecho.

Comienza la novela y en seguida le parece aburrida. Se duerme en cada página. Ya le está bien, de eso se trata. Avanza poco a poco y a menudo tiene que repetir la lectura de un párrafo entero porque no ha entendido nada de nada. Pero Moisés Corvo es terco y no tiene otra cosa que hacer, así que hace una lectura de trinchera, paso a paso, metro a metro, ganando terreno y consolidándolo para no desfallecer en la siguiente carga. Exprime las horas de sol y se detiene con el rancho de la cena. Durante unos segundos, piensa que Judas Malthus estará satisfecho con él, y se siente bien.