XIV

Mientras Roque Plaza está reunido con Percival Cartwright en la finca de este —¿será posible que dos soldaditos vengan a pedirme explicaciones?—, en las afueras de Santa Isabel el alférez Silva ha montado un puesto de control.

Cinco efectivos, entre ellos Moisés Corvo y Osvaldo Estrada —¡Bocas, Morritos! ¡A patrullar!—, se dedican a detener a todo el que entra y sale de la ciudad, a pedirle la documentación y a hacerle algunas preguntas. De los europeos les interesan las mercancías que están desembarcando y que no hayan declarado en la aduana del puerto. De los fernandinos —los negros de segunda o tercera generación de la isla, espejo de la pequeña burguesía occidental, la clase acomodada de Fernando Poo— esperan sobre todo un sobresueldo. Cachean a los bubis o a los krumans en busca de armas, y tampoco se libran de pagar peaje, por exiguo que este sea.

Moisés Corvo no ha hablado con nadie de sus negocios particulares. No ha dicho nada de lo que se puede conseguir con una botella de ron, porque entiende que, en el batallón, quien más quien menos también lo hace, y si guardan silencio debe de ser por alguna razón. Ha mercadeado con cinco de las seis botellas que le regaló Leopoldo Adolfo, y no puede quejarse. No sólo folló por primera vez en muchos meses, sino que, a partir de ahora, una familia de bubis le lavará el uniforme y tendrá una cabaña con varias gallinas y una cabra a su disposición. Moisés aprenderá incluso unas cuantas palabras en bubi. Cuando está fuera de servicio, se escabulle hacia el barrio del Congo y ordena que le preparen unos huevos duros y un muslo de pollo. Ya le han dado a probar caracoles —ha aprendido que se llaman ntochi, y que son tan babosos como sabrosos— y pasta de calabaza con pescado ahumado —un plato llamado chue. Sin embargo, se ha quedado sin ron, de modo que tendrá que visitar a Leopoldo Adolfo Crespo para aprovisionarse de nuevo.

Judas Malthus y su inseparable Tomás surgen de la selva, charlando tranquilamente, vestidos de blanco. Judas lleva la pipa en la boca y va tocado con un sombrero impecable. Más que de un bosque espeso e inexpugnable, parecen salir de una casa de baños. Cuando Judas ve a Moisés, se alegra y corre a saludarle. El resto de los soldados le observan, fatigados, respirando sudor.

—¿Cómo lo llevas, Moisés?

—He estado en salas de tortura más divertidas.

—Me enteré de la muerte de tus compañeros —responde Judas, ignorando la respuesta—. Lo siento mucho, de verdad.

—Ya. Usted me lo advirtió, ¿no es así?

—Sí. Pero el matasanos también tiene mucho que ver. El doctor Rozadilla es un carnicero. Creo que le gusta ver morir a sus pacientes.

—Lo tendré en cuenta para no enfermar.

—Harás bien. Fíjate cuando hables con él: al doctor le chifla la sangre. —De repente, salta una chispa en su cerebro—. Oh, perdona, no os he presentado. ¿Conoces a Tomás?

—De vista.

—Tomás, este es…

—Sí. —Tomás aprieta los labios y frunce el ceño—. El de la bronca del San Francisco.

—Ahora me llaman Bocas.

El cabo segundo Uñas se acerca perezosamente. Se seca la frente y se guarda el pañuelo en el bolsillo de la camisa, también empapada. Odia este calor sofocante. Pregunta:

—¿Amigos tuyos?

—Llegaron en el mismo vapor que nosotros.

—¿De dónde vienen? —les interroga.

—De España, aunque tenemos la sede en Holanda —responde Judas.

—No, que de dónde vienen ahora.

—¡Ah! Hemos ido a Basilé. Estamos buscando braceros para la expedición.

—¿Es que no hay buenos braceros en Santa Isabel? —masculla Uñas.

Para Judas, la conversación con el cabo ya está durando demasiado.

—En Santa Isabel sólo hay pescadores y borrachos. En el interior de la isla no sobrevivirían ni una semana. Necesitamos gente que conozca la selva.

—Tienen una finca de vainilla cerca de Baney, a algo más de veintidós kilómetros al este de aquí —dice Moisés, pero esa información importa muy poco al cabo Uñas.

—Yo podría presentarle a algún negro de confianza por menos de lo que le cobrarán en Basilé.

—Nos los dejan a muy buen precio.

—Pero esos negros podrían huir a media expedición. Es algo que ya he visto. Los míos se encargarán de que eso no ocurra. Por una cantidad simbólica, se asegura de que no se despertará en la selva solo, de noche.

Judas abre la tapa de su reloj de bolsillo y resopla.

—Se nos está haciendo tarde.

—Zanjemos rápidamente el asunto, pues.

Moisés posa la mano sobre el hombro de Uñas.

—No creo que les haga falta nadie más. El señor Malthus me ayudó mucho en el vapor, y seguro que sabrá arreglárselas en la selva. ¿Ya ha estado allí antes, no?

—Sí, ya he estado antes —dice muy serio Judas Malthus.

—Ya ha estado antes.

Uñas da un paso atrás.

—Los amigos son los amigos, y yo en eso no me meto. Si necesita a alguien, ya sabe dónde encontrarme.

—No dude que sabré dónde buscarlo.

Uñas retrocede con mal cuerpo. No sólo porque este maldito novato le ha echado a perder un buen pico —este holandés tiene toda la pinta de ser rico—, sino por esas últimas palabras, que parecían pronunciadas por un bojiammò, el hechicero de las tribus bubis.

—Es la costumbre —se excusa Moisés Corvo.

—Sí, ya me los conozco, a estos. Harías bien en irte; tú no encajas con ellos.

—Tengo un techo, comida y todos los mosquitos que quiera a mi disposición.

—Nosotros nos vamos dentro de poco. Aún estás a tiempo.

—Es tentador.

—¿Has leído el libro que te regalé?

Moisés Corvo ni siquiera recuerda dónde lo ha guardado.

—No, pero le tengo que dar las gracias por el punto de lectura.

—No se merecen. Ya habrás comprobado que aquí las sentencias sirven de muy poco.

—Esta isla es una sentencia en sí misma.

—Léelo. Te sacará de aquí. El tiempo que le dediques será como estar fuera de esta prisión.

—Lo tendré en cuenta.

—No, no lo harás. Eres terco. —Entonces se percata de la presencia de Estrada—. Ese es el chico de los elefantes, ¿verdad?

—Sí.

—¿Ya sabe que aquí no encontrará ninguno?

—Lo empieza a sospechar.

—Yo compré un elefante en la India para poder cruzar la selva. El ferrocarril se cortaba de repente y no había forma de continuar. Era muy pequeño, pero estaba muy bien domesticado. No se puede decir lo mismo de los africanos. Tengo buenos recuerdos de aquel elefante. Gracias a él conocí a mi esposa.

—¿Está casado?

—Lo estuve. Era una mujer guapísima, una princesa.

—Entonces el elefante fue una buena compra.

Judas cose toda una avalancha de recuerdos en su sonrisa.

Un disparo les sobresalta. Uno de los soldados grita —¡un mono, un mono!— y corre en busca de su presa. ¡Hoy, festín para cenar!, exclama.

—Dile a tu amigo… —Judas se refiere a Estrada—. ¿Cómo le llama?

—Morritos.

—Dile a Morritos que se aliste en la primera incursión que hagan en la costa continental. En Bata o en la desembocadura del Muni, da igual. Una vez allí, que pregunte por los nyok.

—Por los nyok.

—Sí. Es como los fang de la costa se refieren a los elefantes. Acabará harto de bichos feos: hipopótamos, cocodrilos…

—Temo que no vayan a ser los cocodrilos los que se harten de él.

Tomás carraspea y Judas Malthus interpreta la señal. Se hace tarde.

—Tenemos que irnos.

Apenas se han despedido cuando Sincuello llega al puesto de control. Se dirige decidido hacia el cabo segundo Uñas y le dice algo al oído. Judas Malthus y Tomás emprenden el camino de vuelta hacia Santa Isabel.

Uñas mira a Moisés con evidente satisfacción. Parece que tendrá su pequeña venganza por haber perdido la oportunidad de hacer negocio con el holandés. Que se joda el sabelotodo este, piensa. Por hablar demasiado y con quien no debe, el capitán ha ordenado que le metan entre rejas. Así aprenderá a mantener la boquita cerrada.

Uñas se frota las manos, sin imaginarse lo mucho que se equivoca.