La tentación sólo viste una falda azul y amarilla hasta los tobillos. Lleva el pelo corto, un peinado como de avellana, de tal forma que el cuello de color cacao se desliza hasta unos hombros jóvenes, fuertes, que enmarcan unos pechos pequeños y puntiagudos.
La sangre de Moisés Corvo se calienta. No las tenía todas consigo cuando decidió seguir al Hombre de los Escorpiones hasta el barrio del Congo, el más marginal de Santa Isabel, donde viven los negros más pobres. El Hombre de los Escorpiones se daba la vuelta y le sonreía a cada media docena de pasos, aunque Moisés Corvo sospecha que le hacía mimos a la única botellas de ron que no había dejado en los ultramarinos. Se estaba tragando el anzuelo para caer en una trampa: con toda seguridad, aquel tipo le llevaría hasta un lugar apartado y allí, con otros negros, le robarían, le golpearían y, quién sabe, después de una paliza le dejarían muerto en la entrada de una barraca, con la cara hundida en el lodo. Por ello, cuando llegaron a la casa de madera húmeda en la que le invitaba a entrar su guía, prefirió despertar a su fusil y mostrarlo como tarjeta de presentación.
Pero ninguno de sus miedos se ha hecho realidad. Dentro de la casucha, alrededor de una olla desgastada, había tres mujeres. Al verlo entrar se han asustado, pero el Hombre de los Escorpiones les ha dicho algunas palabras tranquilizadoras. O eso cree Moisés Corvo, que no deja de mirar de reojo la puerta de entrada, un agujero blanco de sol inclemente, por donde sospecha que de un momento a otro entrará alguien para asestarle un garrotazo por la espalda.
El Hombre de los Escorpiones le ofrece un cuenco de la sopa que hay en la olla.
—Pepesup.
—No, gracias.
—Pepesup —insiste.
Las mujeres le corean:
—Pepesup.
Moisés Corvo mira el cuenco. Es un caldo blanquecino con trozos de carne de… ¿eso son espinas?
—Me has dicho que tenías dinero. Veo que lo disimulas muy bien.
—Come.
El soldado deja la botella de ron en el suelo, pero no el fusil. Coge el cuenco y lo acerca a su enorme nariz. Lo huele. Intenso. Lo sorbe y nota una cabeza de pescado rozándole los labios. Su garganta se enciende como una máquina de vapor, y el fuego le baja hasta el estómago, donde rebota para volver a subir hasta la nariz, de donde mana un géiser de sopa muy picante que hace estallar de risa a las mujeres de la casa. El Hombre de los Escorpiones las hace callar a golpes, ¡un respeto para el bapotó, un respeto para el bapotó!
—¿Pero qué horror es esto? ¿Acaso quieres envenenarme?
—Pepesup —responde el Hombre de los Escorpiones, tomando un largo y ruidoso trago que finaliza con un eructo.
Moisés Corvo se seca las lágrimas y abre la botella de ron para asustar el fuego que le abrasa la garganta. Cuando ya lo tiene en la boca, la mirada del bubi le detiene.
—Si no tienes dinero, no hay bebercio.
El Hombre de los Escorpiones pide a las mujeres que reúnan todos los objetos de valor que haya en la casa. En pocos minutos, Moisés Corvo tiene ante él una colección de conchas, cornamentas de antílope, plumas de todos los colores, amuletos y figurillas de arcilla. Moisés Corvo agarra una de las figurillas y el bubi se alegra, dando palmas:
—Roobo. Protege de los malos espíritus. Coja, es buena para usted.
Moisés Corvo levanta el fusil.
—Esto es lo que me protege de los malos espíritus, negro.
—No en Bioko. Coja roobo, buena para usted.
La estatuilla, de un palmo de altura, representa una forma humana más o menos estilizada, forrada de piel de serpiente —¿cómo se llamaba? ¿Ebebe?— con plumitas de loro rojas saliendo de su cabeza y una araña incrustada en el pecho. Moisés Corvo se la guarda en la casaca.
—Esto no es lo que habíamos hablado. El ron vale mucho más que un juguete.
El Hombre de los Escorpiones, que ve peligrar el trato, piensa a toda velocidad. Llama a su hija y la obliga a colocarse delante del soldado.
La tentación.
—Para usted. Usted es un español bueno.
Moisés Corvo tarda en darse cuenta de lo que le está ofreciendo. Primero cree que quiere que se la lleve, como si fuera una criada o una esclava, pero en seguida comprende que se trata de un pago mucho más puntual, de una transacción en carne. Que aquel hombre le ofrece a su hija a cambio de alcohol.
—No, no —rechaza.
Toda la familia bubi le mira, como si no entendieran por qué se niega. O eso es lo que él se piensa.
—Es sana, es guapa. ¿No encuentra guapa?
—Sí, muy guapa.
Y de hecho, lo es. Joven, de facciones suaves y redondeadas, seguramente en el estallido de la adolescencia, acaba de dejar de ser una niña. Y Moisés Corvo empieza a dudar.
Porque, al fin y al cabo, ¿quién va a enterarse? ¿Qué tiene de malo aceptar un regalo que el mismo padre de familia le ofrece? Esto quedará aquí, entre ellos, como un trato de negocios, y no trascenderá. No hace daño a nadie. Está muy lejos de casa, en un lugar remoto, donde las costumbres son diferentes, y los valores que sirven allí aquí son papel mojado. Si otros se encontraran en su situación, harían lo mismo que él. Al fin y al cabo, no debe de ser el primero ni el último. Después de todo, no tiene que dar explicaciones a nadie, porque él es un blanco de España y los indígenas pues son eso, indígenas. Y si no puede darse un pequeño placer en esta isla infernal es mejor pegarse un tiro y acabar rápidamente con el sufrimiento, antes de que te mate la fiebre amarilla o uno de estos negros a traición.
El Hombre de los Escorpiones empuja a su hija hacia una colchoneta que hay en un rincón de la estancia. Luego, a gritos, echa a la mujer y a su otra hija —no tan joven, no tan canjeable— de la casa. Pasa junto a Moisés Corvo, se agacha despacio y coge la botella de ron.
—Muy guapa.
Y se va.