XII

Julio Veracruz no soporta los escarabajos, las moscas ni los ingleses. Así que su estancia en Fernando Poo se está convirtiendo en un suplicio. Se ha instalado en una finca en las afueras de Santa Isabel, que el gobernador en persona le ha concedido después de que su anterior propietario muriera de discrasia escrofulosa. La plantación, sin embargo, no marcha nada bien, porque nadie quiere el tabaco de los españoles.

El aragonés ha enviado telegramas a las misiones de Fernando Poo. Avisen de cualquier movimiento sospechoso, decía. Y ahora acaba de salir de la oficina de radio que hay en los despachos de la Hispano-Africana con noticias de la misión claretiana de Bolobe. El hermano Lacunza afirma que acaba de pasar por allí una expedición de ingleses en dirección a Oloitia, en el centro de la isla. El claretiano ha indagado un poco en Puerto Concepción y, por lo visto, no hace mucho que atracaron. Un amigo que trabaja para William Allen Vivour dice que al parecer van en busca de un yacimiento. Y hasta aquí el cable del hermano Lacunza.

No es la primera vez que Julio Veracruz se topa con los ingleses. El Imperio británico ocupó militarmente Egipto cinco años atrás, cuando él trabajaba como funcionario en el consulado de Alejandría. Aprovechando la decadencia de la monarquía egipcia, se habían repartido el país como buitres con los franceses, a quienes también habían terminado expulsando a Túnez. Durante todo el verano del 82, la flota inglesa estuvo bombardeando Alejandría. Julio Veracruz perdió amigos y ganó cadáveres. Los cañonazos de los barcos de guerra agujereaban el sueño y los techos encanecían su barba. Desde entonces, no duerme una noche entera sin levantarse temiendo que el edificio se derrumbe. Los ingleses se hicieron con el control del canal de Suez, que les permitiría ejercer el dominio sobre el Mediterráneo y tener un paso abierto hacia las colonias de la India. La pérfida Albión, la que humilló a España en el canal de la Mancha, se hacía más y más fuerte. Los odia.

No, Julio Veracruz tampoco soporta a los franceses, como buen aragonés que es. Y piensa que los alemanes podrían ser unos buenos aliados, porque al fin y al cabo ya hemos compartido lazos monárquicos e imperiales, y son gente honrada y muy trabajadora que tiene las ideas claras, que es justo lo que nos falta a los españoles, que vamos dando bandazos y nos estamos puliendo las migajas de lo que un día fue un gran festín.

Sale del palacio del gobernador, un edificio enorme de fachada porticada que se ve desde cualquier rincón de Santa Isabel. Ha estado departiendo con José Aguirre Montes de Oca y ahora habla solo mientras camina por la calle Sacramento. No es ningún secreto que la isla es el principal depósito de carbón de piedra que abastece toda la flota británica de África occidental; eso ya lo descarta. Como los ingleses son los únicos que se mueven libremente por la isla, ya que tienen el beneplácito del Gran Cocoroco, el rey Moka, los militares españoles no les pueden tener controlados.

Julio Veracruz se entrevistó en Vitoria con Manuel de Iradier antes de emprender el viaje hacia África. Iradier ha estado dos veces en Fernando Poo. La primera hace diez años, y enfermó gravemente y perdió a una hija. La segunda vez fue tres años atrás, y exploró buena parte de sus sesenta y cuatro kilómetros de longitud. Subió hasta el pico de Santa Isabel, el más alto, desde donde se ve la costa de Camerún, separada por sólo treinta kilómetros de mar. Trepó a las cataratas del Iladji, que se descuelgan entre bosques impenetrables, y se maravilló con el lago de Biao, que comparó con los lagos de Covadonga, en Asturias. Pactó la presencia española con diez jefes tribales de la costa del río Muni, en la Guinea continental. Al frente de la Sociedad Española de Africanistas y Colonialistas, y apoyado por el gobernador Montes de Oca, estableció contactos con algunas tribus de la isla, lo que propició la entrada de los misioneros claretianos, en detrimento de los protestantes (los bautistas ya habían sido expulsados hacía tiempo). Esta exploración del territorio favoreció que durante la Conferencia de Berlín del 85, Fernando Poo quedara definitivamente ligada a la Corona treinta años después de que España tomara posesión de la isla. Por mucho que les pese a esos bebedores de té de dientes torcidos.

—Eh, abuelo. —Romero le pasa la mano por el hombro en un gesto de falsa confianza—. Me han dicho que tú eres muy curioso.

Julio Veracruz no le ha visto venir y tarda un par de segundos en reaccionar. Se lo quita de encima y sigue andando.

—Déjeme.

—¿Por qué? ¿Quieres ser amigo nuestro, no?

Mala espina. Este chaval delgaducho y de nariz aguileña que sonríe a medias es uno de los que se mueve con el holandés. Y nunca solo, así que su séquito tiene que aparecer de un momento a otro.

—¡Eh, que mi colega te está hablando! ¿Estás sordo o qué?

Voilà. Ya tiene a Jara al otro lado, y entre los dos le van conduciendo hacia una callejuela sombría con hierbas muy altas.

—Señores, creo que me han confundido.

Pero, por si acaso, alza las manos, en un gesto de no quiero problemas.

—No te hemos confundido, no —dice Romero—. Sabemos que quieres averiguar qué nos traemos entre manos. Te hemos visto rondándonos.

—Les repito que se equivocan.

Del millar de personas que viven en Santa Isabel, ahora mismo no hay nadie en la calle. Eso sí que es mala suerte, piensa Julio Veracruz.

Pero sabe que la buena suerte la lleva en el cinturón, bien municionada.

—¿Qué eres? ¿Un bul?

—Señores, esta ciudad es muy pequeña. Llegamos juntos en el San Francisco, y hasta hace muy poco me hospedaba en el hotel Thompson, igual que ustedes. Es posible que nos hayamos cruzado más de una o dos veces. Pero eso no quiere decir que les esté siguiendo.

Jara se harta en seguida de su palabrería y le da un puñetazo debajo del ojo izquierdo. Romero le agarra por detrás y se ríe, nervioso. Un grupo de cinco niños lo observan todo desde un extremo de la calle.

—Esto es sólo un aviso. La próxima vez no seremos tan simpáticos.

—Les repito que…

Jara le golpea de nuevo. Ahora disfruta con ello. Romero vuelve a tomar el turno de palabra:

—No queremos que digas nada. No queremos que nos vuelvas a mirar. No queremos coincidir más contigo. A partir de ahora, si nos ves venir, te darás la vuelta y te irás en otra dirección. ¿Queda claro?

Y suelta a su presa.

Julio Veracruz sale a pleno sol y deja atrás a los matones, que se ríen en la sombra. Los niños le rodean y se agarran a sus piernas, cortas y fuertes. Se los quita de encima como puede y se aleja. Ahora tiene claras dos cosas: la primera, que debe encontrar un buen filete para bajar la inflamación de los pómulos, y la segunda, que deberá vigilar de cerca al holandés y a sus amigos.