—Es sólo un contratiempo.
Judas Malthus dobla el fardo de cuero sobre la cama y suspira. Ante él, en la habitación del hotel Thompson, Tomás se muerde las uñas mientras Jara y Romero juegan a darse cachetes. Por mucho tiempo que haga que trabajan para él, Judas Malthus nunca puede dejarles de ver como los chicos que recogió en un reformatorio de Valencia. Es la segunda vez que viajan con él a la isla y han demostrado que son tan capaces de abrirse camino en la espesura de la jungla como de resistir cualquier infección tropical. Están vacunados para siempre con su dieta de ratones y sopa de piedra, gentileza de las monjas. Perritos leales, resistentes y algo cortitos. Pero, para lo que les necesita, le sirven.
Leonardo Osorio del Campoamor está ingresado en el hospital de Santa Isabel desde la pasada madrugada, cuando las diarreas comenzaron a venir acompañadas de sangre y su piel se puso amarillenta y seca como un libro antiguo. Este es el contratiempo al que se refiere el holandés. Y es lo que pone nervioso a Tomás.
—Me gustaría salir de Santa Isabel lo antes posible.
—Paciencia, Tomás. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que el señor Osorio se muera? Entonces perderemos su inversión y no veremos ni un céntimo. Mala suerte.
—Pero…
—No tienes que preocuparte; de eso me ocupo yo. Es un riesgo que ya he contemplado. La empresa no se hundirá.
—Lo que ocurre es que no me gusta estar encerrado aquí. Preferiría estar camino de Baney, en la selva.
—Tenemos todos los permisos en regla. Como he dicho, sólo hay que esperar que nuestro invitado se recupere. —Jara y Romero han ido calentándose y ahora se están zurrando de lo lindo—. ¡Vosotros dos! Parad de una vez.
—Ha empezado él, señor Malthus.
Jara es bajito y cuadriculado, como cortado por un ebanista principiante, dos arañazos por ojos y nariz semítica.
—Y yo lo terminaré. Tenéis trabajo que hacer.
Romero da un salto para dirigirse hacia la puerta, pero cae en la cuenta de que aún no sabe cuál es su tarea.
—¡Eres bobo! —se ríe Jara, provocando un ataque de ira en Romero. Tras propinarle una patada en las rodillas, hurga en el zurrón y saca un revólver—. ¡Eh, no, Romero! ¡Romero, no!
Jara tiene el arma junto a las cejas y puede humedecer el cañón con el sudor de su frente. Levanta las manos. Sonrisa nerviosa, temblor en la voz.
Nadie ve venir el movimiento de Judas Malthus. Nadie le ve levantarse despacio, atravesar el cuchitril y arrebatarle el revólver, golpearle detrás de la rodilla y doblarle sobre la madera. Parece como si Judas Malthus siempre hubiera estado sobre Romero, metiéndole el revólver en la oreja.
—Espero que me escuches atentamente, Romero. O le escucharás a él. —Amartilla el revólver—. Que sea la última vez que lo sacas sin mi permiso, ¿me has entendido?
Romero hace rechinar los dientes. Tomás abre la puerta y se asegura de que no haya nadie en el pasillo. Luego recoge la sábana de la cama por si tiene que limpiar la sangre.
—Sí —dice Romero, con un hilo de voz.
—Tengo trabajo para vosotros. —Suelta a Romero y vuelve a meter el revólver en el zurrón—. Hay un hombre que nos ha estado siguiendo desde que bajamos del vapor. Un español con barba canosa y de piel muy morena, paticorto.
—Sé a quién se refiere, amo —se apresura a complacerle Romero.
—Uno muy bien vestido, ¿verdad? —pregunta Tomás—. También iba detrás de los ingleses y los alemanes.
—El mismo —confirma Judas Malthus—. Me da mala espina. Quiero que averigüéis sus intenciones.
—¿Quiere que…? —se anima Jara.
—No, no quiero que. Investigad qué quiere y si puede ser una molestia para Vainillas Holandesas. Y tú, Tomás, vendrás conmigo esta tarde.
—¿Adónde, señor?
—Aprovecharemos que el señor Osorio está en el hospital para visitar la finca del señor Crespo. Necesitamos un guía para la isla, y sé a quién podemos reclutar.