IX

La mansión de Percival Cartwright se encuentra a una quincena de insultos y blasfemias de Santa Isabel, en dirección a Sampaca. La carretera está en mejores condiciones que la que lleva a Basilé. Moisés Corvo y Baltasar Coronado se han ido cruzando con mujeres que bajan al mercado de la capital, acarreando cestos. Tararean melodías que se cortan en seco cuando pasan junto a los soldados. Les miran de reojo, desconfiadas, porque en cualquier momento los españoles se pueden cobrar un peaje, ya sea con la comida que transportan o con un rato entre los árboles, entre gemidos y arañazos, no sería la primera vez.

—¿Te has fijado? —dice Baltasar Coronado, con un acento mexicano muy cerrado.

—¿En qué?

—Llevan los pechos al aire, bien frescos. Y no tienen vergüenza. Van despechugadas todo el día, con las tetas colgando.

—Coño, pues claro que me he fijado, Baltasar. Piensa que desde que salí de Barcelona no…

—¿No?

—¡Qué va! Deberías haber estado en Villa Cisneros. Todas tapadas hasta arriba. Y con tanta arena, cuando te la meneabas un poco corrías el peligro de arañarte.

Mueca de estremecimiento de Baltasar.

—Yo siempre llevo esto encima. —Le muestra un mechón de pelo atado que ha sacado del bolsillo—. Por la noche me acuesto. ¡Yo no me duermo si no toco un poco de pelo! ¿Lo has probado?

—Guárdate eso. Me da más asco que otra cosa. —Y, al cabo de unos momentos—: ¿De quién son?

—De una puta, no creas. Me costaron su dinero.

—Las prefiero enteras, qué quieres que te diga.

—Pues aquí debes de ponerte enfermo.

—Me siento raro. Entre el bochorno, los mosquitos y que el puto capitán Balboa ha liberado a los negros que intentaron matarme, no se me levanta.

—Por eso te acompaño, nene.

—Eh, eh, eh…, que no necesito tu ayuda para empalmarme.

—Pendejo.

—Sí, pero muy hombre.

—Eres un crío.

—De modo que te gustan jovencitos.

—A que me doy la vuelta.

—Sabes que acompañándome te pones en un compromiso, ¿verdad?

—Sí, pero quien está colgando de una soga eres tú, así que en casa de ese inglés vas a necesitar ayuda.

—Te lo agradezco.

—No me has entendido: vengo porque a mí tampoco me gusta que les hayan soltado sin castigo. Pero sobre todo vengo para evitar que salgas mal parado.

—¿Qué eres? ¿Mi hermano mayor? —pregunta, socarrón, Moisés Corvo.

—Si fuera tu hermano mayor ya hace tiempo que te habría ahogado en el río. —Toma aire, el camino es empinado—. No debes dirigirte de ese modo al alférez, Moisés. Al menos no delante de todos.

—¿De qué modo?

—Ya lo sabes: desafiándole.

—No tenía razón.

—A él le da igual. Es tu superior, y le debes respeto. Si le desacreditas ante los demás, le quitas lo único que tiene.

—¿El mal aliento?

—Hablo en serio.

—Y yo. ¿Le has olido la boca cuando te habla?

—Yo lo que digo es que aquí nos tenemos que ver las caras durante mucho tiempo, y que más vale que respetemos la jerarquía o acabaremos volviéndonos locos.

—Yo la respeto.

—Sí, claro. Por eso vamos a casa del inglés, porque el alférez te lo ha pedido por favor.

—Nadie tiene por qué enterarse.

—Moisés: se enterarán.

—Joder, prefiero escucharte cuando hablas de tetas y culos.

—Tú no escuchas a nadie, sólo a ti mismo.

—Ayer vi a una mujer que sí me la puso muy dura.

—¿Lo ves?

Lo que ve Moisés Corvo, sin embargo, es muy diferente de lo que ve Baltasar Coronado. Ve a alguien con un sentido de la jerarquía muy acusado, acostumbrado a obedecer órdenes y a ser leal. Las cicatrices de latigazos en la espalda —unas espaldas anchas, fuertes, de alguien que vive en el campo o lo trabaja— no pueden ser una consecuencia de haberse enfrentado a un superior; deben de ser anteriores a su ingreso en la Marina. Y puesto que Baltasar Coronado debe de rondar los treinta y pico y no ha pasado de soldado raso, su carrera militar tiene que ser tardía. Quizá el tatuaje de cuatro puntos en el dorso de la mano que intenta ocultar con la manga de la camisa se lo hizo en la cárcel. Quién sabe si la corte de serpientes, señoritas, calaveras y cuchillos que lleva tatuados por todo el cuerpo no ayudarían a entender mejor de dónde viene. Se había ofrecido a matar a los negros en el barco; sería porque ya lo había hecho otras veces. Quizá pertenecía a alguna banda de criminales y asaltadores de caminos sin escrúpulos en México. La policía le habría detenido y le habría torturado, pero él no confesó nunca para quién trabajaba. La clase de hombre que quieres tener cerca si pertenece a tu bando. Sí, era eso. Eso es lo que ve Moisés Corvo. Como siempre, podía verlo sin forzarlo. Como su padre odiaba que mirara, eres un hijo del demonio, ven aquí, voy a darte una lección.

Los trabajadores de la finca de Percival Cartwright son braceros krumans traídos del continente. Moisés Corvo ya los distingue de los bubis, la tribu nativa de la isla. Se sorprende al ver diferencias entre los negros, que de entrada le parecían todos iguales.

Sin embargo, estos no cantan. Hasta la fecha, no ha conocido a ningún negro que no cante mientras trabaja, ya sean melodías tristes o canciones alegres y palmas (que suelen finalizar con una buena bronca del capataz). En la finca de Percival Cartwright predomina ese silencio lleno de ruido de la selva, de alaridos de simios y trinar de pájaros.

—Eh, tú. —Baltasar Coronado llama a uno que lleva una carretilla rebosante de hojas de palma—. ¡Tú, moreno! Ven para acá.

El kruman se acerca y baja la vista.

—Queremos hablar con tu amo.

El kruman pone los ojos en blanco. O no lo ha entendido o no lo ha querido entender.

—El amo Percival —repite Baltasar Coronado.

El kruman se da la vuelta sin responder y sigue su camino hacia una nave que hay a medio centenar de metros.

—Ahora resultará que son tímidos.

La casa de Percival Cartwright tiene la madera pintada de color azul celeste y la puerta de entrada de un rosa chillón; da la sensación que de su interior vaya a salir un payaso o un curandero. Cuando Moisés Corvo y Baltasar Coronado se acercan, sienten en la nuca las miradas de los trabajadores.

—¿Hola? —grita Baltasar Coronado desde fuera.

Podría ser perfectamente que le hubieran matado entre todos y disimularan. Que dentro estuviera el cadáver de Percival Cartwright y que esta pandilla de negros siguiera trabajando tranquilamente después de habérselo quitado de encima, piensa Moisés Corvo. Pero su razonamiento se ve truncado cuando el señor Cartwright aparece acompañado de los dos ingleses que también llegaron en el vapor, Alec Archer y Benjamin Greer. Al ver a los soldados, se despiden del señor Cartwright con un apretón de manos nervioso, good morning.

—¿Habla mi idioma, señor? —pregunta Moisés Corvo.

—Un poco.

—Suficiente.

Sin embargo, Percival Cartwright no les invita a pasar. Les deja fuera, de pie, mientras les mira desde el porche, un poco más elevado. Sigue vistiendo como en el barco, riguroso tweed de rayas confeccionado en la prestigiosa Morrison & Ellis de Victoria Street y bastón con mango de marfil, las patillas hasta el cuello, jugando a anudarse con la yugular.

—¿En qué puedo ayudar?

—Venimos a preguntar por los tres negros que intentaron asesinarme en el barco.

Moisés Corvo es de los que, si hay que ir al grano, va, lo recoge, lo descascarilla, lo muele y luego lo vende.

Percival Cartwright abre los brazos —guantes blancos en las manos— y la boca, los dientes a juego.

—¡Claro, yo recuerdo! ¿Cómo está? ¿Mejor? ¿Se ha recuperado? ¿Le gusta la isla?

—Quiero ver dónde tiene a los negros.

—Oh, me temo que eso no será posible. Pero no se preocupe. Esos negros ya no le estorbarán más. Se acabó el problema.

—No lo creo. El problema es que deberían estar en la cárcel y no están.

Percival Cartwright frunce el ceño. Fin de la bienvenida amigable.

—¿En qué más puedo ayudar, señores?

—Mi amigo tiene cuentas pendientes con esa gentuza —interviene Baltasar Coronado—. Sólo queremos asegurarnos de que se las podrá cobrar.

—Señores, sobre este asunto yo ya he hablado todo lo que tenía que hablar con su capitán y con el gobernador. Si quieren más explicaciones, les ruego que se dirijan a ellos. Y ahora, si me disculpan, tengo cosas que hacer.

Moisés Corvo agarra el fusil con fuerza. Se le echaría encima y le metería el cañón hasta la garganta. Baltasar Coronado le detiene sutilmente, la mano sobre el antebrazo, y dice:

—¿Recibirán el castigo que se merecen?

El inglés abre la boca en lo que puede ser una sonrisa o una amenaza.

—Esto es Fernando Poo. Aquí todo el mundo recibe su castigo. Que tengan un buen día, gentlemen.

Y descorre la mosquitera para volver a entrar en la casa.

Los krumans que trabajan en la finca actúan como en un carillón sin campanas.

A la hora del rancho, el capitán manda llamar a Moisés Corvo y a Baltasar Coronado a su despacho. Bob, el loro, vuela de un lado a otro, pero se acaba posando sobre los hombros del capitán cuando este empieza a hablar. El alférez Silva y el teniente Dedoslargos asisten a la representación como convidados de piedra, porque Ulises Balboa interpreta su monólogo con estudiada minuciosidad. Ya lo ha hecho antes, se diría que un centenar de veces, acostumbrado a lidiar con soldados indisciplinados y ánimos calentados por el calor sofocante de la isla. Será por eso que no muestra especial rencor o emoción, sino más bien un tedio repetitivo, como el del tutor que está cansado de explicar lo mismo a diferentes generaciones de niños rebeldes, pero que aun así debe actuar como si fuera la primera vez. En su discurso, Ulises Balboa habla de decepción, de confianza traicionada, de falta de madurez y de jerarquía, y va combinando esas ideas hasta empastar un parlamento destinado a hacer sentir culpables a los dos soldados. Baltasar Coronado es demasiado mayor y está demasiado curtido como para que le vengan con abucheos escolares, así que se dedica a reprimir los bostezos. Moisés Corvo está suficientemente enfadado por la liberación de los negros como para que las palabras del capitán penetren en su interior. Cada vez que quiere responder, Baltasar Coronado le apuñala con la mirada. No debes dirigirte de esta manera a tu superior, le repite telepáticamente. Y Moisés Corvo lo recibe en forma de lengua seca y palabras estancadas en el esófago.

Cuando el capitán está a punto de imponerles una prenda, oyen un alboroto procedente del comedor. Silva pide permiso para salir a investigar el porqué del jaleo. Cuando regresa, traga saliva y da las malas noticias:

—Pinreles ha vuelto del hospital, capitán. Dice que el médico asegura que Espaldas y Rubio están muy graves. Que no cree que lleguen a la noche.

—¡Maringa! —chilla Bob.