VIII

—¿Cómo que ya no están arrestados?

—No los podíamos retener para siempre, Moisés.

—Intentaron matarme.

Medio pelotón está pendiente de la discusión con el alférez Silva.

—Baja la voz.

—¡Y una mierda!

—Baja la voz o el que vas a quedar arrestado serás tú.

Moisés cruza los brazos, como un chiquillo.

—Silva, coño.

—Salgamos fuera, aquí hay demasiados oídos.

Es noche cerrada en Villa Penitencia. Hay lámparas de gas colgando alrededor del cuartel y un par de fuegos en el patio de armas para ahuyentar a cualquier animal que sienta curiosidad por acercarse. Sin el sol, el calor es más fácil de soportar, pero el bochorno nunca se va a dormir.

—¿Dónde están? ¿Les habéis puesto en libertad?

—Yo no he podido hacer nada. Me han dicho que los entregara.

—¿A quién?

—¿Recuerdas al negro inglés que subió en Sierra Leona?

—¿Cuál de ellos? Porque el barco se llenó.

—No, el rico. El que vestía de forma pomposa.

—Sí, me suena. Pero estaba demasiado ocupado evitando que los negros que has liberado me mataran.

—Ha pagado por ellos.

—¿Qué quieres decir con que ha pagado?

—Quiero decir lo que quiero decir.

—¿A quién ha pagado?

—No lo sé. Ha llegado el capitán y ha dicho que les lleváramos a la finca de Cartwright. Y basta, Moisés, hasta aquí.

—Tenía entendido que la esclavitud ya se había abolido.

—He dicho basta, Moisés. No metas la nariz donde no te llaman.