—Bocas —le espeta Panzas—. Ya tenemos un nombre para ti: Bocas. No sabes callarte, ¿verdad? No sabes cerrar el pico. Bocazas, Bocazas, Bocazas.
—Creo que no ha ido tan mal.
—Tienes una lengua muy larga.
—No es lo único que…
—Calla. Calla. No quiero ni oírte.
Van montados a caballo, en la penumbra. El sol se está ocultando entre los árboles y la selva se convierte en un concierto de cantos de rana. Panzas lleva el fusil muy cerca del pecho, listo para abrir fuego en caso de que una bestia les salga al paso. O quizá se muere de ganas de pegarle un tiro a Moisés.
—Un par de cajas de puros cubanos no es un mal rédito, creo yo.
—Eres idiota. Esto me lo da siempre. ¿Por qué crees que vengo?
—Por Rosario.
—Sí, también. Está buena, la cabrona. Pero a Rosario mejor ni mirarla. Trae problemas.
—¿Problemas?
—Déjalo.
—Debería saberlo, ¿no? Te vas de la isla. Tendré que saber estas cosas.
—Ese cubano revolucionario es de los pocos con los que te conviene relacionarte en Fernando Poo. Te colma de cigarros y ron.
—Y todo a cambio de un poco de conversación. Con tanta generosidad no me extraña que la revolución no les saliera bien.
—Bocazas e idiota.
—No, en serio. ¿Qué quiere a cambio? Nadie hace nada porque sí.
—A veces pide favores.
—Conmigo se equivoca. No me gustan los hombres.
—Bocazas, idiota y…, y…
—¿Te gusta cuando te besa?
—¿Tú eres tonto, verdad?
—¿Es cariñoso?
Moisés se ríe.
—En la isla hay un inglés, William Allen Vivour. Es su competencia directa. A veces sufre incendios en la plantación… A veces, algunos trabajadores suyos son arrestados por atacar a algún soldado…
—Esa clase de favores.
Panzas señala la caja de cigarros.
—Esa clase de pago.
—¿Y al capitán?
—¿Al capitán qué?
—¿Qué opina el capitán de todo eso?
—Él no tiene que hacer nada. Ya tiene sus historias. Nosotros, la tropa, hacemos nuestra guerra. Mientras no interfiera en la suya, ningún problema. —Y entonces frunce el ceño, vuelve a pensárselo y pregunta a Moisés—: Eh, ¿tú no serás de los que habla demasiado, no? ¿No te mandarían aquí por chivato?
—No precisamente.
Los caballos se detienen de golpe. No quieren continuar. Relinchan, nerviosos, y contagian su intranquilidad a Panzas.
—¿Qué pasa, chicos? ¿Qué pasa? —dice, acariciándole el cuello a su montura.
—Creo que he visto moverse algo en la selva.
—Pues claro que has visto moverse algo en la selva. Siempre se mueve algo en la selva.
Moisés agarra el fusil y apunta a la noche.
—¿Qué puede ser?
—Los caballos sólo se ponen nerviosos con las bestias grandes.
—¿Tigres?
—No hay tigres en Fernando Poo, Bocas. Algún bisonte, monos, ardillas y muchos pájaros, pero nada de tigres.
Silencio. Las aves han enmudecido. Sólo las hojas de los árboles más altos hacen ruido al columpiarse. A ver si va a tener razón Osvaldo al decir que quiere ver elefantes, piensa Moisés por un instante.
—¿Qué clase de bestias grandes?
—Las más peligrosas de todas: salvajes.
—Negros.
—Los más oscuros de todos: los fang.
Fantástico. Moisés coloca el dedo en el gatillo. Una gota de sudor helado le recorre la nuca.
Durante unos minutos, nada se mueve. Pero a los soldados les parece que toda la selva conspira en su contra.
—¿Qué hacemos? —susurra Moisés.
—Esperar. Si aún no han hecho nada, quizá pasen de largo.
—¿Cuánto tiempo tendremos que esperar?
Panzas le responde con la mirada: cállate, Bocas.
El sol se está poniendo. La luz esmeralda que se colaba entre los árboles va dejando paso a una sombra orgánica, viva y amenazante. Quizá sí sepan lo que se hacen los indígenas protegiéndose de los espíritus. Quizá debería buscar una serpiente, despellejarla y atársela al cuello.
Y como si alguien hubiera accionado un interruptor, la vida vuelve a brotar. Un faisán vuela pesado frente a ellos. Una ardilla escala una macaranga gigante. Del interior de la selva les llegan los chirridos de los grillos.
—La isla se despide de mí —dice Panzas, sacando una medallita de la Virgen de Guadalupe y dándole un beso—. Y te da la bienvenida, Bocas.
—¿Esto ocurre muy a menudo?
—Más de lo que me gustaría. Pero normalmente termina peor.
—Por una caja de cigarros, no sé si compensa.
—¿Ni por Rosario?
—Eso es otra cosa. Has dicho antes que trae problemas. Panzas, por lo que estoy viendo, todo en esta isla trae problemas.
—Lo vas entendiendo, Bocas, lo vas entendiendo.