De noche, entre los ronquidos, las toses y el bramido de la selva, siempre presente, constante, la enfermedad se va apoderando de los nuevos.
De todos, excepto de Moisés Corvo, que duerme como un tronco y si no se levanta a mear es para no llamar la atención de mosquitos y bichos en ronda nocturna por el dormitorio.
Durante el día, como mucho, Moisés tiene temblores en las manos y tics en los párpados. A pesar de que respira como un pez sobre la arena, su cuerpo, poco a poco, se está acostumbrando a la isla. Es fuerte, y no enferma. El cabo Altamira —Espaldas— y Nicolau —Rubio— ya han ingresado en el hospital con disentería. El resto de los recién llegados se pasa el día vomitando. Se sientan en todas partes, las manos en la frente para contener la explosión que amenaza con hacerles estallar la cabeza de un momento a otro.
Sin embargo, poco antes de cumplir su primera y larguísima semana en la isla, Moisés tiene una razón para perder el sueño. Y tiene nombre de mujer.
Basilé se encuentra a seis kilómetros de Santa Isabel, pero el camino es agreste y los caballos tienen dificultades para abrirse paso en muchos recodos. Los soldados deben hacer la mayor parte de las dos horas del recorrido a pie. Es la última patrulla del alférez Panzas antes de abandonar la isla, y le acompaña Moisés Corvo. En Basilé, la aldea con más plantaciones del norte de Fernando Poo, encontrarán dos docenas de chozas habitadas por bubis que trabajan en las tres fincas que hay. La relativa proximidad de Santa Isabel lo ha convertido en un lugar magnífico. Aquí está la plantación de cacao del mulato Laureano Días da Cunha, cónsul de Portugal en la colonia, y la plantación de aceite de palma del kruman Baiba.
Pero los soldados continúan hasta Casa Habano, la finca de Adolfo Leopoldo Crespo, cubano en el exilio que trabajó la tierra que la administración española le concedió y ahora es una de las personalidades más respetadas de Fernando Poo.
Los perros salen a recibir a Panzas y a Moisés y corretean entre las patas de los caballos.
—Verás cómo está Rosario, verás —dice Panzas, haciéndosele la boca agua.
Parece haber recorrido todo el camino sólo para verla a ella. Y de hecho es así: no se quiere ir sin despedirse.
—Ahora mismo lo que quiero ver es una cama —resopla Moisés—. No puedo ni respirar.
—En una cama me gustaría verla. Allí sí que te quedarías sin respiración.
Dos boys llegan para hacerse cargo de los animales. Los llevan al abrevadero, donde además los cepillarán y les limpiarán las herraduras.
Boluba es el mayordomo de la finca, un kruman alto y fuerte, un triángulo isósceles invertido, la mandíbula una cómoda y las manos dos arañas gigantes que no paran de moverse.
—¡Buenos días, señor!
Abre la boca y muestra una dentadura separada y brillante contra una garganta rosada, que parece que pertenezca a otro cuerpo.
—¡Boluba!
Panzas le saluda efusivamente, sí, pero ni le da la mano ni toca al mayordomo en ningún momento. No es la primera vez que Moisés Corvo se fija en ese detalle: los blancos y los negros viven en mundos separados que sólo entran en contacto cuando los primeros zurran a los segundos.
—Boluba es triste de su último visita aquí, señor. Boluba sabe que señor marcha.
—Pues no estés tan triste, Boluba. Señor está más que contento de dejar de ver tu cara de mono feo.
Boluba se ríe.
—Señores está en casa, señores recibir ahora.
Les acompaña hasta la villa, que es un caserón de obra con un porche bastante impresionante, una mecedora en la entrada y mosquiteras en todas las ventanas. Boluba ahuyenta a un chaval que estaba sentado tranquilamente en los escalones soltándole cuatro palabras ininteligibles. Aquí hay dinero, piensa Moisés.
—Este es más como los que viajaban en el San Francisco.
—¿Qué?
—Que este negro no es como los de Santa Isabel. Se parece más a los que subieron en Freetown. Son muy diferentes.
—Claro, chico. Este es un kruman. No es un negro de la isla. ¿Verdad que no, Boluba?
—¿Qué? —pregunta el mayordomo.
—¡Que digo que tú no eres de aquí!
—Oh, no, no, señor. Yo ser de un pueblo del Muni, en el continente. Pero yo muy contento aquí.
Panzas muestra las palmas de las manos y se encoge de hombros, como diciendo: ¿ves?
—A estos los trajeron de tierra firme, en la época de la esclavitud. Son más fuertes y más trabajadores. Cuando los ingleses llegaron a la isla sólo había bubis, que no daban ni golpe. Son una pandilla de vagos, siempre pensando en los espíritus, siempre haciendo rituales, siempre con excusas para no moverse del poblado. No había manera de que trabajaran, por mucho que los ingleses se esforzaran. Y créeme que se esforzaban: aún se cuentan historias entre los negros de cómo les azotaban y les encadenaban. Eran el demonio personificado, hasta que llegamos los españoles. Ahora los ingleses son unos santos y nosotros somos la peste. ¿No es cierto, Boluba?
—Oh, no, señor, no. Españoles son buenos, pero son pocos.
—Sí, claro, lo que tú digas. Chico, no te creas nunca a un negro: son mentirosos por naturaleza. Son como los moros, pero con debilidad por el alcohol. Lo que te decía: los bubis no sirven para nada, sólo estorban. Los krumans son más disciplinados y una mano de obra espléndida, pero a veces también les da no sé qué y se vuelven violentos. Aquí es cuando entramos nosotros. He visto peleas de seis soldados, seis, contra un solo kruman. Y no podían con él. Menos mal que van por libre y no se les pasa por la cabeza organizarse, pobrecitos.
—Eso díselo a los que me acorralaron en el vapor.
—¿A quién?
—A los negros que me tendieron una trampa en el barco que me trajo aquí. Están arrestados en los calabozos.
—No, muchacho. Ya no están allí. Salieron ayer.
—¡Panzas!
El grito efusivo de Adolfo Leopoldo Crespo interrumpe la conversación.
Lo primero que sorprende a Moisés es que el cubano tiene la piel muy oscura y el bigote de un blanco lunar. Lleva sombrero, americana, pajarita y pantalones de lino. Y va descalzo, los pies largos y huesudos. Abre los brazos para recibir a los soldados, pero no les abraza. Nadie entra nunca en contacto con ellos. Todo queda siempre en una tentativa, como si bastara con guardar las apariencias.
—Señor Crespo.
—Pasen, pasen. Boluba les preparará un café ahora mismo.
Y Boluba se dirige hacia la cocina. Moisés le sigue con la mirada y se topa con Rosario, acostada en una chaise longue del salón.
Hay algo magnético en sus ojos, grandes y almendrados, como de marfil bruñido, o en su parpadeo suave, o en su forma de humedecerse los labios carnosos con la lengua. En las pecas sobre un rostro de carbón, en el cuello largo que se hunde en un traje blanco. Moisés tarda un rato en darse cuenta de que Rosario está embarazada, la barriga redonda bajo la tela. Ella le saluda con una sonrisa y él cree haber encontrado la Atlántida de Judas Malthus.
Panzas se da cuenta y golpea disimuladamente en los riñones a Moisés. Si pudiera, le daría un buen tortazo. En todo caso, se lo reserva para más tarde.
—¿Y usted es…?
Le tiende la mano.
—Moisés Corvo.
—¿Aún no le han bautizado?
Panzas se encoge de hombros.
—Me cuesta adoptar las tradiciones del país —responde Moisés.
El cubano le ignora y se sienta en un sillón de cáñamo. Hay todo un mundo entre él y su mujer, mucho más que la distancia que les separa ahora mismo.
Boluba sirve los cafés en tazas de porcelana.
—¿Azúcar?
—Todo el que puedas —indica Moisés.
—Así que ya se va, Panzas —dice Adolfo Leopoldo mientras cruza las piernas. Coge la taza con el dedo meñique muy tieso y toma un sorbito.
—En el San Francisco, a finales de semana. Vuelvo a casa una temporada, hasta que me manden a otro lugar.
—Le echaremos de menos.
—Yo no les echaré de menos. —Se toma el café de un trago, la garganta bien chamuscada, y espera a que Boluba sirva las pastas de canela—. Bueno, ya me entienden.
—Claro, claro.
—Un año y medio aquí es demasiado para alguien del terruño como yo. Que una cosa es navegar y otra escorar.
—A mí me lo va a contar.
Boluba sirve una bandeja con galletas. Panzas coge unas cuantas y las va engullendo, la papilla apelmazada entre los dientes. Cuando vuelve a hablar, tiene la boca tan llena que no vocaliza:
—¿Sabías que el señor Crespo es nuestro prisionero más ilustre? —dice, dirigiéndose a Moisés.
—¿Sí?
El cubano asiente con la cabeza y da otro sorbo al café, que le humedece el bigote.
—Lleva ocho años aquí.
—Siete —corrige Adolfo Leopoldo—. No me quiera tan mal.
—Vamos, no se queje, que las cosas le han ido bastante bien.
—Todo lo bien que me pueden ir en un destierro forzoso.
—Llegó con unos trescientos prisioneros más, desde Cuba y Haití, en 1880 —le explica Panzas a Moisés—. Por su culpa, en el destacamento de Infantería hacemos lo que solemos hacer: patrullar, vigilar…
—Controlar —puntualiza Adolfo Leopoldo, la diplomacia echando paladas de tierra sobre el rencor.
—Nos equipararon a la Guardia Civil por trescientos cubanos revolucionarios. Y ya ves, ocho años después…
—Siete.
—Siete años después no quedan más de veinte en toda la isla.
—Durante el trayecto de Haití a Fernando Poo murieron treinta y cinco. Nos encerraron en el Josefita, un buque de vela pequeño e insalubre, y nos estuvieron paseando durante dos meses y medio. Luego, la isla hizo el resto: cuatro quintas partes de los prisioneros murieron al año siguiente. Muchos eran amigos míos, la mayoría era buena gente, personas con ideales que no se merecían este destino.
—Me dijeron que los cubanos que se habían llevado a la isla habían cometido delitos de sangre —dice Moisés, pensando en voz alta.
—No se equivoque. ¿Quién le ha contado eso? ¿El secretario del gobernador? ¿El hijo de Satanás de Roque Plaza?
—Leopoldo… —le recrimina a la sordina Panzas.
—Somos… Éramos prisioneros políticos. Habíamos creado la Liga Antillana y queríamos devolver Cuba a los cubanos. Apoyábamos la idea de Antonio Maceo de formar una república cubana, como la de Haití o la de Santo Domingo. Ramón Blanco, el capitán general, infiltró espías dentro de la organización y descubrió nuestros planes. El día que Maceo debía atracar en el puerto de Santiago, Blanco ordenó apresar a todo el mundo. Nos resistimos. Si cree que eso es un delito de sangre, allá usted. Un año después nos enviaban a morir aquí.
—Todos negros y mulatos —continúa Panzas—. Pero yo no he conocido a muchos. De los que sobrevivieron los primeros años, unos cuantos huyeron.
—Buen trabajo.
—Qué le vamos a hacer, menos problemas para nosotros. De los pocos que quedaron, el señor Crespo prosperó.
—A los que no tenían cargos políticos les indultaron hace años. Rosario, trae las pesetas.
Rosario se incorpora. Es alta, sinuosa, una víbora peligrosa, el cabello trenzado hasta la cintura. Mira fijamente a Moisés y le hipnotiza. Se da la vuelta y se acerca a una consola. De espaldas, el embarazo apenas es perceptible. Antes de abrir una cómoda mira de nuevo a Moisés, reflejado en el espejo. Diría que sonríe. Vuelve con un relicario en las manos, que tiende a Adolfo Leopoldo. Este lo abre y saca un puñado de monedas oxidadas.
—Dos pesetas y setenta y cinco céntimos —dice, distribuyéndolas sobre la mesa de caoba—. Es el dinero que el gobernador nos dio a cada uno de nosotros para que comenzáramos una nueva vida aquí, además de cien hachas, cien machetes, cien azadas y un trozo de selva. Es el dinero con que nos compraban, con que nos alejaban para siempre de nuestro hogar. Es el precio por renunciar a la patria. Aquí las guardo, para cuando llegue el momento. Lo sabe el gobernador Montes de Oca y lo sabe el secretario Plaza.
—En Cuba no duraría nada, señor Crespo —intenta relativizar Panzas.
—Si he de morir, será en el lugar que me vio nacer. En una Cuba libre, que vuelva a pertenecer a nuestra gente. ¿Por qué cree que no he muerto aquí, señor Corvo? ¿Cree que he tenido suerte? Ha sido gracias a la voluntad y la paciencia. Es cuestión de tiempo, ¿o creen que una situación así se puede alargar para siempre? ¿Qué opina usted, señor Corvo?
—En la semana transcurrida desde que llegué a Fernando Poo sólo oigo hablar a la gente de morir. Creo que usted ha conseguido crearse aquí una pequeña patria, si me permite usar la expresión. Tiene una mujer preciosa —Rosario no cambia el semblante, ahora hierático— y está a punto de tener un hijo. Tiene negocios que le van bien, por lo que veo. Y parece que este bochorno pegajoso no afecta mucho a su salud. Creo que debería aprovechar lo que tiene y dejar de pensar en el futuro.
Adolfo Leopoldo Crespo mira fijamente a Moisés en silencio durante unos segundos. Deja la taza sobre la mesa y cruza los dedos por debajo de la barbilla. Rosario se levanta y abandona el salón. Panzas masculla algo entre dientes.
—Es usted muy joven, señor Corvo —dice, al fin—. Pero esto aquí no es garantía de nada.
—Ni aquí ni en ninguna parte.
—Señor Crespo, ha sido un placer… —quiere finiquitar Panzas, pero el cubano hace oídos sordos.
—¿De dónde es usted?
—De Barcelona.
—Mmm… ¿Y cuánto hace que zarpó?
—No lo sé. Dos años, como mínimo.
—Eso es mucho tiempo.
—Podría ser peor.
—¿Cómo?
—Podría gustarme esta isla y quedarme a vivir en ella.
Adolfo Leopoldo hace una mueca, algo remotamente parecido a una sonrisa.
—¿Tiene familia? ¿Alguien que le espere?
—Creo que deberíamos ir pensando en irnos —interviene Panzas.
—Tienen paciencia. Casi tanta como usted.
—¿Y no quiere volver a verles?
—No soy yo quien va a tener un hijo.
Al cubano le incomoda la respuesta. Frunce el ceño. Coge entre los dedos un botón de la americana y arranca un hilillo con precisión quirúrgica.
—Usted y yo vivimos en dos extremos de la misma cuerda, señor Corvo. —Tensa el hilo con las manos—. A usted aún le queda toda la mecha por quemar, aún puede viajar. Yo estoy al otro lado, esperando. Usted aún tiene que ver mundo, mientras que yo ya estoy de vuelta. Viva siete años en esta isla, cumpla esta condena. Le aseguro que tendrá esta conversación con alguien, pero usted estará al otro lado. —Estruja el hilo—. Es ley de vida.
—No soy muy entusiasta de las condenas. Pero le concedo el beneficio de la duda. Dentro de siete años le buscaré en Cuba, me invita a ron y volvemos a hablar.
Adolfo Leopoldo se peina el bigotito blanco con parsimonia. Luego, se dirige al alférez:
—Me encanta.
Panzas no se lo cree.
—Tiene más labia que corazón.
—Tiene más huevos que los demás, Panzas.
—Si tienen que hablar de mí, no lo hagan como si no estuviera presente.
El cubano se ríe con ganas, el alférez de puros nervios.
—Pásese por la tienda del señor Iniesta dentro de un par de días. No tendrá que esperar siete años para beber ron. Y usted, Panzas —se pone de pie y chasquea los dedos para llamar a Boluba, que aparece al momento con una caja de puros—, llévese esto por última vez, como regalo de despedida. Los bubis prefieren los cigarros ingleses, mucho más fuertes, y estos me sobran. ¿Usted quiere algunos, señor Corvo?
—No diré que no.
—Me lo imaginaba. Boluba: una docena para el señor Corvo. Me parece que nos llevaremos bien.