V

Pecholobo enciende un cigarro y dibuja volutas de humo entre los labios. Se carga el Remington sobre un hombro, la correa desgastada, las manos callosas.

—Villa Penitencia, así es como nos conocen en Santa Isabel.

—¿Villa Penitencia? —pregunta Moisés—. ¿Qué somos? ¿Una hermandad?

—Ya oíste lo que dijo el capitán: todos estamos aquí por una deuda. Todos debemos pagar por algún error. Incluso el capitán.

—Sí. El mío fue dejar que me pillaran.

Pecholobo le ofrece el cigarro. Moisés declina la invitación. Tiene la garganta como una trinchera y le cuesta respirar. Sus pulmones deben de creer que están bajo el agua. A este paso, criará branquias.

—Haz caso a Balboa. Síguele la corriente. Obedécele y no tendrás ningún problema.

—Tengo un pequeño problema con los mandos.

—¿Cuál?

—Ellos lo llaman insubordinación, yo prefiero hablar de iniciativa recreativa.

—Eres un puto sabelotodo, ¿verdad, Corvo?

—Tengo que mantener una reputación.

—Sigue por ese camino y el capitán te la arrebatará con jarabe de palo.

Bajan por el camino hasta Santa Isabel. Se cruzan con un negro apoyado en una palmera. Va vestido como un europeo y apesta lo suyo; le tiemblan las piernas y tiene los ojos inyectados en sangre. Es bajito y delgado, y tiene los dedos largos como lagartijas.

—¿Se encuentra bien? —le dice Moisés a Pecholobo.

—Sí, sí. Es muy habitual en los bubis de ciudad.

—¿El qué?

—¿Es que no te das cuenta? Lleva tal pedo que no se tiene en pie. —Se acerca al hombre y le da un empujón que le hace caer al suelo—. ¡Eh, tú, borracho! ¿Es que no tienes casa?

El hombre no sabe ni de dónde le ha venido el golpe. Patada de Pecholobo en la espinilla.

—Yo no… Déjame… —balbucea, en un castellano pastoso.

—¿Cómo que déjame? —Otro puntapié. El hombre suelta un gemido—. ¡Venga, a casa!

—Soldado…

Cuando trata de articular palabra, Pecholobo ya le ha agarrado por el cuello de la camisa.

—Ni soldado ni sultana. Ayúdame, Corvo.

—¿Qué…?

Moisés le coge por debajo de las axilas y se empapa las manos. La peste a sudor y a alcohol forma un cóctel definitivo que hace entrar en erupción el estómago de Moisés. Suelta al hombre y vomita en el árbol. Pecholobo se mea de risa y deja que el borracho se desplome como un saco de patatas.

—¡Joder, pues sí que estamos apañados! ¡El sabelotodo es una mujercita!

Moisés se limpia la comisura de los labios. Ha sido un arrebato. Ya está. Ya se siente mejor.

Vuelve a vomitar.

El borracho se ríe sin dientes.

—Soldado: su amigo está peor que yo.

Culatazo en la mandíbula.

—Ahora ya no. Vamos, Corvo, que esto se te pasa en casa Brugués.

—¿Dónde?

—En la taberna de Santa Isabel.

Bartolomé Brugués es una barba con una nariz puntiaguda y una pipa en la boca. Está en una mesa, comiendo y haciendo números con su esposa, la cubana Isolina, mientras Dámaso Echanove sirve a los soldados. A esta hora de la tarde, la taberna está vacía. Luego se llenará de parroquianos, alboroto y alguna pelea, como cada noche.

Moisés deja el fusil de pie, contra la mesa. Pecholobo levanta el vaso y brinda:

—¡Por los nuevos! ¡Y porque no mueran demasiado pronto!

Bartolomé vuelve la cabeza y sonríe; ya ha presenciado esa escena varias veces. También muestra su vaso, lleno hasta arriba de anís. A su salud.

—¿Cuál fue el error de Balboa? —pregunta Moisés.

—¿Qué?

—Antes has dicho que él también está aquí para cumplir una penitencia.

—Ah, sí. Bueno, no es exactamente así.

—¿Y cómo es?

Da un trago que le quema medio cuerpo por dentro.

—Él está aquí voluntariamente. Lo pidió.

—¿Por?

—Se odia a sí mismo. Supongo que debe de querer matarse, pero el suicidio le condenaría al fuego eterno, así que ha decidido venir a buscar el infierno en vida, para ir practicando.

—Pero ¿qué ha hecho? ¿Follarse al loro?

Pecholobo frunce el ceño. Tiene el bigote húmedo de licor y se pasa la lengua antes de hablar, ahora con voz mucho más grave.

—Fue hace unos diez años, puede que un poco más, durante el asedio carlista de Bilbao.

—No me suena de nada.

—Tú debías de ser un crío, no sabrás de qué te hablo. Los carlistas rodearon Bilbao para hacer caer la ciudad, que estaba en manos de los leales a Alfonso XII. Por entonces, el capitán Balboa estaba destinado allí, y era uno de los comandantes del ejército liberal encargado de defenderla.

—Pero de eso hace…

—Calla. —Baja la voz y se acerca a Moisés, como si le hiciera una confidencia—. El asedio duró bastante. Los carlistas bombardeaban la ciudad constantemente, y Bilbao esperaba la ayuda del exterior, que no llegaba nunca. Pronto empezaron a escasear los alimentos. Como las bombas despanzurraban a los caballos, estos fueron los primeros en servir de alimento. Dicen que su carne está bastante buena, no lo sé. ¿Tú la has probado?

—¿Carne de caballo? Ni hablar.

—Pues era lo que se zampaban. El asedio se prolongaba demasiado, y al cabo de uno o dos meses hubo que racionar el pan y los huevos, aunque casi no quedaban gallinas Llegaron a plantearse matar a las vacas lecheras, pero lo descartaron porque los enfermos necesitaban la leche para curarse, y cada vez había más y más. El capitán Balboa formaba parte de la Junta de Armamento y Defensa, que se encargó de requisar toda la harina, el trigo y el maíz que había en Bilbao. Dentro de la misma ciudad había carlistas que almacenaban el pan o que se inscribían en diferentes calles para recibir más raciones. Dice el capitán que eran quienes provocaban los disturbios. Asegura que tiraban el pan al río, y que eso desmotivaba aún más a los vecinos.

»Por eso le comisionaron para atrapar a los saboteadores. El capitán dictó personalmente un bando en que instaba a todos a denunciar y detener a los desafectos a los liberales que malgastaran o guardaran comida a espaldas del gobierno civil. Él se comprometía a ejecutar a los criminales que querían hacer caer la ciudad desde dentro.

»Pero el destino jugó una mala pasada al capitán. ¿Tú crees en el destino, Corvo?

—No pienso a menudo en ello; las cosas pasan y ya está.

—Te convendría creer en él. El destino es un hijo de puta que esconde las cartas en la manga. Nos tiene reservada a todos su jugada maestra, y sólo espera el momento para mostrarla. Al capitán, el destino le hizo un órdago al asedio de Bilbao, y todavía no se ha recuperado.

»Uno de los principales instigadores del sabotaje carlista era Ramiro Balboa Ontiñente, su hermano. Se conoce que le habían denunciado unos vecinos con los que ya se las habían tenido anteriormente. Ulises sabía que su hermano era carlista, y por eso, al comenzar el asedio, le había recomendado que abandonara la ciudad. Ramiro no sólo no le hizo caso sino que tomó parte activa. Y el capitán había dado su palabra de castigar a los disidentes.

»Durante el registro de la casa de Ramiro Balboa encontraron pan, gallinas, carne de cordero y harina en cantidades que nadie podía obviar. El pueblo clamaba contra el traidor. Querían saciarse con sangre, porque ya no les quedaba vino. Querían tener su pequeña victoria en aquellos días de derrota.

»El capitán en persona disparó un tiro en la cabeza a su hermano. A la mujer y a los tres hijos del matrimonio. Se vio obligado por su honor. Había dado su palabra. Todo el mundo lo entendió.

»Pero, según dicen, él ya no volvió a ser el mismo. Cayó enfermo. Y luego solicitó ir a luchar a Filipinas. A veces, a Fernando Poo llega gente que ha oído hablar de él en ultramar. Que ha escuchado historias escalofriantes. A mí me da igual. El capitán que yo conozco es un hombre firme, un ejemplo que seguir. El capitán escucha y aconseja. Pero se le debe obedecer. Porque, más que nadie, él sabe lo que significa acatar una orden hasta las últimas consecuencias.

—Eligió el infierno antes de tiempo —remacha Moisés.

—Podría decirse así. —Pecholobo se aclara la garganta y, dirigiéndose a Dámaso, grita—: ¿Más anís, no? ¿O nos lo tendremos que servir nosotros mismos?

Bartolomé da su consentimiento con la cabeza y Dámaso lleva la botella y llena los vasos hasta arriba. El anís gotea sobre la madera.

La taberna es lo suficientemente grande como para acomodar a tres elefantes de los que quiere ver Osvaldo. Pero ni hay elefantes ni nadie que no sean los soldados.

—Por las noches se llena —se apresura a afirmar Pecholobo—. Bartolomé no deja entrar a los negros, y eso se agradece. Parece una pequeña pocilga de España, sí. Como esa en la que yo solía trabajar antes de enrolarme. Y diría que el hedor es el mismo. Pero no hay negros. ¡Brindo por el señor Brugués!

Alza el vaso al mismo tiempo que Bartolomé arquea una ceja.

Moisés brinda en silencio.

Al cabo de un rato abandonan la taberna. Una botella de anís por una palmada en la espalda y un piropo a la señora Isolina, precio de amigo. Por la noche volverán, pero el precio habrá subido: se encargarán de ahuyentar a los negros que quieran entrar y de echar a los que no saben beber. Evitarán que haya problemas y, sobre todo, causarlos.

Santa Isabel está distribuida en una trama cuadriculada de calles perpendiculares y sinuosas, llenas de charcos y hoyos, por donde ramonean las cabras y los perros, hambrientos, apenas ladran al paso de los soldados. Hay casetas de adobe, de madera con techo de palmeras y alguna tienda levantada con lonas sobre cuatro cañas. Algunas casas destacan del resto, las habitadas por blancos o fernandinos. Toda la villa-ciudad, como suele llamarla el gobernador Montes de Oca, huele a pitanza, a comidas que Moisés no reconoce. Olores dulces y ácidos, de frutas y de sangre, de moscas volando de casa en casa, de animales partidos por la mitad: chup chup a fuego lento.

A pesar de que se cruzan con algún español, no hay más saludo que un parpadeo, la afirmación de un distanciamiento entre militares y civiles, un pacto tácito de no agresión. En cuanto a los negros, los que ven se parecen al que se han encontrado en el camino que bajaba hasta el pueblo: son pequeños, imitan con torpeza la forma de vestir occidental, tienen caras redondas y arrugadas, pelo rizado como coliflores chamuscadas y un aliento que apesta a alcohol y tira de espaldas. A casa, les insta Pecholobo con desgana, a casa, y lo acompaña con pataditas en las costillas a los que yacen en el barro o collejas a quienes todavía tienen ánimo para tenerse de pie.

—¿Todos son así? —pregunta Moisés.

—¿Qué significa así?

—Como estos.

Pecholobo acaba de empujar a un negro tocado con un bombín polvoriento antes de responder:

—No, estos son los de ciudad. En la selva son aún peores.

—¿Peores?

—Qué manía de hacer preguntas, chico. Los negros son negros, y basta, no hay que darle más vueltas. Pero los de ciudad son unos borrachos y los de la selva unos salvajes, ya lo verás.

El hospital está cerca del palacio del gobernador, un edificio noble que desentona con el resto de las casetas, con ventanales y soportales, de un color beige cegador a plena luz del sol. El hospital está formado por dos barracones de adobes y caña, y huele a gangrena y a bilis.

—Los bubis no se acercan por aquí —dice Pecholobo—. Nunca caen enfermos, ¿sabes? Y como nosotros pasamos aquí tanto tiempo como en Villa Penitencia, creen que estamos malditos por los espíritus del bosque. Los mmò, así es como los llaman.

—Me parece muy razonable, sí.

—No es razonable. Es una locura. Estos negros no están bien de la cabeza: en todo ven espíritus y fantasmas. Todo lo atribuyen a los mmò. Ni siquiera los ingleses pudieron sacarles esas supersticiones de la cabeza; y tampoco lo conseguirán los misioneros ahora, por mucho que insistan. Pueden vestir como nosotros, pueden hablar como nosotros, pero siempre serán unos salvajes.

—A Pecholobo se le calienta la boca tan rápido como la cabeza cuando le da el sol. —El médico sale a recibirlos—. Doctor Serafín Rozadilla, para servirle.

Moisés le estrecha la mano. El doctor es alto y enjuto, los ojos vidriosos, como si acabara de levantarse, aliento de ricino. Es un médico con cara de enfermo. Siempre va mal afeitado, despeinado y tiene bolsas bajo los ojos, pálido a pesar de las horas de torrefacción al sol, un andar desgarbado, de dejarse llevar por el viento que llega del océano.

—Este es el nuevo —señala Pecholobo.

—¿Aún no tiene nombre? —pregunta el médico.

—Moisés Corvo —se presenta el soldado.

—No, de momento no. El capitán todavía no les ha bautizado.

Hay cinco militares postrados en camas metálicas. Tos. Estertores. Zumbido de moscas en busca de carne podrida.

Los visitantes no cruzan el umbral de la puerta.

—Será mejor que no entren. Podrían contagiarles las fiebres —advierte Serafín Rozadilla.

—Ya les queda poco para irse —dice Pecholobo.

Y el médico:

—Eso si aguantan el viaje hasta su casa, cosa que dudo. Tres de ellos están muy mal —susurra, pero es evidente que pueden oírles—. Si tuviera que apostar algo, diría que sólo Músculos y Culogordo lo conseguirán. Y tampoco las tengo todas conmigo.

—Ya lo ves, chico. Eres el recambio. Aquí, en Fernando Poo, eres carne de hospital. Con un poco de suerte te quedarás unos meses y para casa.

—O al ataúd —dice Moisés.

—Sí. —Pecholobo se saca un trozo de carne de entre los dientes con los dedos, la mira y la tira al suelo—. Para nosotros, es casi lo mismo.