De noche, de forma casi imperceptible, aparece la fina línea de la costa de Fernando Poo en el horizonte, hacia el sur. Se intuye más por la ausencia de luz que por la presencia de vida, un corte nítido de oscuridad entre el cielo de luna llena y un mar de reflejos. Dejan en la popa Camerún, que les ha acompañado desde el anochecer y ahora se aleja silencioso, haciéndose el escurridizo.
Silencio a bordo.
Algunos marineros se abrazan, sin cruzar una palabra.
El capitán Jauréguizar fuma en la cabina del timón. Siempre espera este momento. Se levanta para divisar la isla, la última mañana de la travesía. Después pasarán unos días en Santa Isabel para cargar y descargar, sin poder acostumbrarse a la sensación de tierra firme, y regresarán. No volverán en tres meses, hasta principios de junio. Pero encontrará pocos momentos de calma como estos, acechando el horizonte, calculando el tiempo que falta para que salga el sol y la isla se vaya descubriendo.
Un bracero insomne contempla su casa desde la lejanía. Bioko, murmura, y da gracias a Marimó, el espíritu del Mal, por haberle concedido el deseo de regresar sano y salvo a su hogar.
Violeta y rojizo, el cielo se va rompiendo a babor. El sol se eleva naranja, amarillo, blanco. Sietemares dispara una salva con el pequeño cañón de popa y ordena izar el pabellón español. Los pasajeros se limpian las legañas y salen a cubierta. Los primeros gritos de alegría en todo el trayecto. Moisés Corvo y sus compañeros, todos con el uniforme a punto de revista, se unen a la celebración. Un crisol de idiomas se apodera de cubierta.
De repente, el barco enmudece, como si el viento se hubiera llevado todas las voces de un plumazo.
Están entrando en la bahía de Santa Isabel, y el vapor aminora la marcha. Los recibe un bosque de mástiles puntiagudos, torcidos, carcomidos y negros. Barcos abandonados en las afueras de Fernando Poo. Buques antiguos, botes inútiles, hundidos cerca de la isla porque están demasiado lejos para llevarlos a ninguna parte. Es como una advertencia: no todo el mundo consigue salir de aquí. Fantasmas que les dan la bienvenida.
El silencio sepulcral se rompe con las bocinas de las cinco o seis balleneras que van a buscarles. El griterío aumenta con la llegada de las piraguas. Los negros saludan, reconocen a amigos o familiares. El capitán Jauréguizar ordena que suene la sirena y una bandada de pájaros, grac grac, sale volando de las copas de los árboles que rodean Santa Isabel.
—¡Son loros! —exclama Osvaldo Estrada, ilusionado.
Santa Isabel tiene todo el aspecto de ser un poblado de pesebre, de casetas minúsculas colocadas cuidadosamente al borde de la selva, blanco contra verde, contra el azul turquesa del agua. Al fondo, impresiona ver el pico más alto de la isla, de un verde traslúcido de calima, con la cima oculta por las nubes.
La goleta del destacamento militar de Fernando Poo es la última en llegar, perezosa, medio desguazada, con el capitán Ulises Balboa a la cabeza, sin afeitar, desastrado como la embarcación.
Las caras de los colonos europeos sonríen, pero son incapaces de ocultar una preocupante lividez. Mejillas chupadas, bolsas bajo los ojos, labios cortados por las enfermedades tropicales. Moisés se palpa el bolsillo y el tacto mínimo de la píldora de quinina le tranquiliza.
El San Francisco para los motores.
Las lanchas están listas para desembarcar a los pasajeros.
Moisés pilla a Sietemares mirándole de reojo.
Se lleva la mano derecha a los genitales, los estruja obscenamente, ¡jódete!, y le dedica la despedida al oficial.
Moisés no lo sabe, pero el 28 de febrero de 1887, al abandonar el vapor, la isla se adueña de él.