Los delfines escoltan el San Francisco, alegres y juguetones, ajenos al destino de los hombres que viajan en él.
Saltan por encima de las olas que desplaza el buque, se sumergen y reflotan con más fuerza, nadan hacia proa y retroceden hasta babor, desde donde les observa Moisés Corvo.
Nunca había visto delfines.
Tampoco le habían intentado asesinar dos veces en poco menos de un mes. Y eso sin contar la reyerta con Sietemares. A falta de un par de días para atracar en el puerto de Santa Isabel, no puede decir que se esté aburriendo.
—Nautron respoc lorni virch. —Judas Malthus irrumpe en sus pensamientos.
—¿Qué? —Cree que no le ha oído bien, quizá por la ventolera.
—No hay tierra a la vista —traduce Judas.
—¿Es holandés?
—No, es un idioma que no existe.
—¿Y usted lo habla?
—Ya no queda mucho, ¿verdad? —le ignora Judas, como siempre que no quiere responder a una pregunta. Le gusta marcar los tiempos.
—Cuando subí al San Francisco nunca hubiera dicho que tendría tantas ganas de llegar a Fernando Poo.
—Ya se lo advertí: la isla es magnética. Y nos puede invertir los polos. Pensar blanco hoy y negro mañana.
—No me hable de negros, que ya he tenido bastante.
Moisés se vuelve para comprobar que los tres acompañantes de Judas le vigilan desde la distancia, como delfines circunspectos. El alto es Tomás, el más bajito, con ojos achinados, es Jara, y el delgaducho narigudo es Romero. Parecen una compañía de circo a la que hubieran despedido y cambiado el disfraz de payaso por un traje de comerciante.
—Ya me lo han contado. ¿Se sabe por qué le atacaron?
—Sé que me lo pregunta por cortesía, pero ya conoce la respuesta.
—Hace un rato he visto a Sietemares rondando por aquí.
—Sí. Oficialmente —Moisés remarca cada sílaba—, él no sabe nada de nada.
—¿Y los negros? ¿Qué han dicho?
—Los negros ni han hablado ni hablarán. El capitán Jauréguizar dice que no quiere problemas a bordo. Creo que, básicamente, no quiere descubrir a Sietemares. Sólo quedan tres días, y luego nos perderá de vista a todos.
—Podemos hablar con ellos, podemos hacerles confesar que fue…
—No, no, no. ¿Qué gano yo? Ya tengo bastantes problemas. Lo único que quiero es no volver a verle nunca más. Esto y hundir el barco con dinamita cuando zarpe de nuevo hacia España, y que se lo zampen los tiburones desde los dedos de los pies hasta los cojones. Y que una vez allí, todavía vivo, flote en el mar… y que lo devoren los delfines.
Cuando se ríe, Judas muestra un catálogo de dientes blancos.
—Los delfines no comen humanos.
—Los de esta isla sí. Los de esta isla tienen el cerebro cambiado. Los polos magnéticos, usted mismo me lo ha dicho.
El holandés lleva un libro en las manos, mal encuadernado en piel marrón.
—Le he traído la novela que le prometí —dice, tendiéndosela.
—Cien mil leguas de viaje submarino —lee Moisés, como si tuviera piedras en la boca—, de Jules Verne.
—Veinte mil.
—Aquí dice cien mil —responde, señalando el lomo.
—Tiene razón. Esta edición es curiosa; está llena de errores, pero salió antes que el original de Jules.
—Me dijo el doctor que usted era amigo de un escritor francés. ¿Es este?
Moisés abre el libro aleatoriamente y encuentra una ilustración de un hombre con una escafandra. Tiene dibujos, y eso le convence. Se desanima al ver la letra minúscula, que ocupa la página en dos columnas. Esto no me lo leeré en la vida.
—Sí, Jules y yo somos bastante amigos desde hace tiempo. Ahora está pasando un mal momento, el pobre. Un sobrino suyo le disparó en la pierna.
—Empezaré a pensar que aquí el gafe es usted —dice Moisés, mirándole fijamente.
—No, no. No le ha ido tan mal desde que nos conocemos. Algunos de mis viajes le han servido de inspiración. Escribió otra novela, La vuelta al mundo en ochenta días, en que transcribía palabra por palabra anécdotas que yo le había contado.
—¿Y eso no le molesta?
—No, en absoluto. Quizá me describió de un modo excesivamente frío y distante, pero es evidente que el protagonista no era yo. Sólo me pertenecían sus desventuras.
—Entonces es usted famoso.
—¡Oh, no! —Tensa toda la espalda—. No, no, no. Él sí es famoso.
Moisés detecta un deje de soberbia que no había sabido vislumbrar hasta ahora. ¿Por qué dejaría el ejército? Pero en vez de esta pregunta, le formula otra. Sabe que le habría incomodado, y no tiene ninguna intención de hacerlo.
—¿Qué quiere decir con eso de que salió antes que el original?
—¿Cómo?
Judas estaba distraído, observando a los delfines.
—Ha dicho antes que esta es una edición curiosa.
—Sí, sí. Aparte del error en el título, claro. Es una edición robada. Jules escribió la novela en dos partes. Así, su editor, Hetzel, podía sacarle más provecho. Era un idealista, pero no era tonto: sabía cómo ganar dinero. Aumentando el suspense, aumentan los beneficios. El pobre murió el año pasado. Dios le tenga en su gloria. Por la razón que fuera, Hetzel envió su manuscrito a Gaspar y Roig, los editores españoles, mucho antes de publicarlo, en 1868. Así podrían empezar a traducirlo. En Francia, la segunda parte salió en 1870. Mire qué dice la primera página.
Moisés la busca con torpeza, poco acostumbrado a manejar libros.
—Editado por Tomás Rey. Traducido por Vicente Guimerá, 1869.
—Exacto. Un año antes que el original francés.
—No lo entiendo. ¿Por qué lo sacaron antes?
—Porque este tal Tomás Rey no es el editor español del libro. Es un editor de poca monta, de boletines oficiales y papeleo burocrático. Pero ese Vicente Guimerá…, ese sí es un trepa de mucho cuidado. Tenía que traducir la novela para Gaspar y Roig, para publicarla un año después de la edición francesa. Vio la posibilidad de ganar dinero y vendió una traducción apresurada al primer postor. Imprimieron los ejemplares con restos de materiales de otras publicaciones y los malvendieron.
—Y usted tiene uno.
—Es de Jules. Era de Jules. Ahora es suyo.
—No, yo…, gracias pero no.
—Quédeselo, por favor. Ya encontrará el momento. Créame cuando le digo que en esa isla acabará leyéndolo.
—Si no me vuelvo loco antes, ¿no?
—Si no enloquece antes, claro.
—¿Y usted cómo sabe la historia de este libro?
—Jules me mandó a ajustarle las cuentas al traductor. Era un funcionario del Ministerio de Hacienda. Conseguimos recuperar unos cuantos ejemplares, pero alguno aún circula por ahí.
Moisés escucha los cánticos de los braceros. Lee un par de líneas.
—«¿Son monos?», preguntó Ned Land. «Casi lo mismo», respondió Conseil, «porque son salvajes».
—Eso es de Nueva Guinea. Nos quedamos varados en la playa y empezaron a llegar indígenas de todas partes. Primero poco a poco, sólo unos cuantos repartidos por la arena. Después salían de la selva y trepaban por las palmeras. La cosa se complicó cuando llegaron de otras islas en cayucos y nos rodearon.
—Son caníbales.
—No nos quedamos allí para comprobarlo. A Jules le gustó la historia, aunque él la termina de otra manera. Los electrocuta con un aparato del Nautilus. Jules es un fanático de la tecnología, está al corriente de cualquier avance.
—¿Cómo lo consiguieron?
—Les mantuvimos a raya hasta que subió la marea. —Hace el gesto de apuntar con una escopeta—. El olor a pólvora nos emborrachaba.
—¿Cómo conoció al escritor?
—Él quería hablar con alguien que hubiera estado en aquellas tierras. Yo acababa de regresar de Madagascar. Un conocido común nos presentó. Luego, todo fue coser y cantar. Él me enseñó ese idioma que no existe. Lo creó exclusivamente para que lo hablaran el capitán Nemo, el protagonista de la novela, y su tripulación. No se me da muy bien; ya me cuesta lo mío no mezclar el holandés con el castellano, el inglés y el alemán.
—¿Usted habla todas estas lenguas?
—Me defiendo, me defiendo. Al menos tengo con quien practicar. ¡Imagínese charlar en un idioma que sólo habla un amigo suyo!
—No me extraña que ese Verne le copie sus aventuras. Con usted es imposible no tener una conversación sorprendente —dice, dando una calada al cigarrillo.
Judas despeina a Moisés con un gesto cariñoso, pero al soldado no le gusta esa confianza. Da un paso atrás y Judas toma nota.
—Chico, voy a estirar las piernas.
—Sí, yo también tendré que ir pensando en marcharme. El alférez quiere tenerme controlado.
Le devuelve el libro, pero Judas no lo acepta.
—No, por favor: es tuyo. Si necesitas algo de mí, los primeros días haremos trámites en la capital, pero luego iremos a la factoría, en las afueras de Baney. Está a unos veinticinco kilómetros de Santa Isabel, hacia el este.
—Lo tendré en cuenta.
Judas se va, y con él su cohorte, que ya llevaban un rato aburridos y estaban jugando a darse tortazos. Moisés abre la novela y echa un vistazo.
No es hasta la noche, cuando se dispone a guardarla en el zurrón para olvidarse de ella, que de su interior se desliza un papel doblado por tres partes que Judas había escondido en la última página. Lo desdobla y lee las primeras líneas, acercándolo a la lámpara de aceite de la cabina. Los compañeros recuerdan antiguas novias y algunas enfermedades venéreas. A Moisés le da un vuelco el corazón.
Tiene la sentencia en sus manos.