Si el incidente con los sicarios de Sietemares ha tenido una consecuencia positiva, más allá de los cardenales, la sangre, las agujetas, el ojo morado, los pitidos al respirar, los dedos como morcillas, el caminar renqueante, la desconfianza al doblar cada esquina del barco, los dos días de reposo, los purés y caldos y el calor infernal de la cabina, es que ahora los compañeros de pelotón le miran de otra manera.
No es Basilio, ni lo será nunca. Pero Moisés Corvo es uno de los suyos, y a uno de los suyos no se le toca. La primera vez puede que se lo hubiera buscado. Dos es acoso. Y no están dispuestos a tener que intervenir una tercera vez.
Ya no es sólo Osvaldo quien le mira con una admiración que no se sabe de dónde sale. Dando una paliza a unos negros se ha ganado el respeto de los demás. Conrado Silva es el único que no las tiene todas consigo —este chico nos causará problemas—, pero prefiere que esté integrado en el grupo, que sean una piña, antes que abandonarle a su suerte. Porque, como ya se ha visto, la suerte la tiene a rachas. El alférez ha hablado con el capitán, definiendo la agresión como un hecho intolerable y acusando a Sietemares de ser el instigador.
—No hay pruebas —se ha excusado Jauréguizar—, y Sietemares es un hombre de plena confianza, le conozco desde hace mucho tiempo.
El capitán ha ordenado encerrar en una cabina de tercera a los tres hombres que asaltaron a Moisés. El cuarto fue lanzado por la borda a la mañana siguiente, ya con el mar más calmado, después de la tormenta.
En la cabina de los soldados, el cabo Altamira, Adán y Baltasar juegan al tute. Tienen poco espacio y poca luz, pero ya están acostumbrados. Moisés suda en la camilla y de vez en cuando deja escapar algún estertor, como si fuera un moribundo. Le gusta exagerar un poco, porque así los demás le preguntan si quiere algo o si tiene sed o si podemos traerte a una fulana para que te cure todos los males de golpe.
—Ya me dirás tú de dónde —responde.
—Pintan bastos —declama el cabo Altamira.
—Si quieres, les matamos —propone Baltasar, y sigue jugando—. Asisto.
—¿A quiénes?
—A los negros que te hicieron eso —aclara. El acento mexicano de Baltasar otorga a la propuesta una dulzura que no tiene—. El alférez ya se encargó de uno. Si quieres, acabamos el trabajo.
Moisés cierra los ojos. Aspira el humo y tose.
—No lo sé. Sólo traería problemas.
—Nadie les echaría de menos. —Adán Clua se suma a la conversación—. Son unos malditos negros sin oficio ni beneficio, qué más da. Monto.
—La orden venía de Sietemares. Ellos sólo la ejecutaron.
—Con Sietemares nos la jugamos. Asisto. Pero con esos… Si quieres, ahora mismo vamos a la cabina, le decimos a Nicolau que haga la vista gorda, que diga que ha ido a mear o a cagar, entramos y nos los cargamos. Si quieres, dejamos que seas tú quien lo haga mientras vigilamos.
Moisés no está seguro. Matar a sangre fría. Una cosa es una pelea, o tú o yo, matar o morir. O un combate, disparar a sombras lejanas silueteadas sobre las dunas. Pero esto sería un asesinato. Y la idea le desagrada. Le hace sentir incómodo.
—Rey de bastos —enseña Altamira—. Monto.
Baltasar Coronado atisba la duda de Moisés.
—No hace falta que lo hagas tú. Sólo tienes que darnos permiso y yo mismo los paso a cuchillo. Fallo. No sería la primera vez, y no me resultaría difícil.
Adán le mira con el ceño fruncido, como si le recriminara que habla demasiado.
—¿Qué van a hacer con ellos? —se interesa Moisés.
—El alférez ha dicho que les dejarán en la cárcel de Santa Isabel cuando lleguemos, dentro de unos días —le informa Adán—. La que nosotros mismos deberemos vigilar. Así que por ahora no hay prisa.
—No —murmura Moisés.
—Con la calma —remacha Baltasar—. Fallo otra vez, carajo.
Un escarabajo de mar, de dos dedos de grosor, sale volando del orinal y se posa en la pared, justo por debajo de la colchoneta de la litera superior.
—¡Hostia! —exclama Adán.
—¡Mío, mío! —se lo adjudica Baltasar.
El mexicano deja las cartas y se precipita sobre el insecto, que alza el vuelo. Osvaldo lo esquiva y Altamira intenta hacerlo caer de un manotazo. El escarabajo se detiene junto a la lámpara de aceite. Baltasar se acerca de puntillas y ahueca las manos. Cuando lo tiene a su alcance, lo captura y lo retiene dentro de los puños.
—Es un bicho enorme, ¿no? —pregunta Moisés.
—Habrá visto que te estás muriendo y viene a ponerte los huevos —bromea Adán.
Baltasar abre un poco las manos, justo para ver salir la cabecita.
—Me hace cosquillas —dice, y con voz de madre primeriza, añade—: Hola, Sietemares… ¡Ay, qué lindo es mi niño!
—Vamos, mátalo, que este no supone ningún problema —se ríe Moisés.
—¡La cucaraaa-cha, la cucaraaa-cha! —canta—. Ya no puede caminar…
—Porque no tiene, porque le falta… —le acompaña Adán.
—… una pata para andar.
Baltasar le arranca la cabeza de un mordisco y la escupe en un rincón de la cabina. Suelta el animalito, rojizo, decapitado, que mueve las alas, se tambalea y trata de despegar, gira sobre sí mismo y, finalmente, se va apagando hasta morir.
Los soldados ríen a sus anchas. A Moisés le duele todo el costillar.
Llaman a la puerta. Se ponen tensos. El cabo Altamira desenfunda el revólver, que ya lleva encima desde la tormenta.
—¿Sí?
—Con su permiso —solicita el doctor Costales desde el otro lado.
Le dicen que pase y el médico examina a Moisés, que no se mueve de la camilla, los ojos inundados por las lágrimas, mezcla de dolor y risas.
—Buenos días, doctor.
—Por tu culpa, en este viaje tendrán que pagarme el doble, Moisés.