IX

Primero es un silencio prolongado, que se va convirtiendo en un murmullo parecido a una salmodia, acompañado de manos alzadas con las palmas hacia el cielo. Los negros de cubierta se retuercen, miradas de miedo, abrazos de músculos tensos, cabezas ocultas en el pecho, como en una pintura de Géricault.

El capitán Jauréguizar da la orden de arriar las velas al ver que desciende la aguja del barómetro. Sale de la cabina y observa las nubes que conspiran sobre su cabeza, preñadas de oscuridad, casi sólidas.

Pero no es eso lo que atemoriza a los indígenas. Son las llamas pequeñas y azules que brotan del palo del mastelero y de las antenas, de no más de dos palmos de largo, y que danzan enloquecidas por un viento que cada vez sopla con más fuerza.

—¡Fuego de San Telmo! —grita Sietemares.

Y como si hubieran visto al demonio, los marineros se quedan quietos, hipnotizados por el fenómeno.

—¡Arriad las velas! —repite el capitán Jauréguizar.

La tripulación obedece la orden al instante y comienza a trepar por los mástiles y a desatar las drizas.

Los pasajeros, alarmados por los gritos, abandonan el salón y salen a contemplar el espectáculo.

—¿Qué pasa? —pregunta Eugeni Narváez.

Ningún miembro de la tripulación responde, sólo corren de un lado a otro.

—Es el fuego de San Telmo —explica el alférez Silva—. Se acerca una tormenta eléctrica.

—¿Y es peligroso? —le interroga Unax Epraiz.

El alférez le mira fijamente, como si la pregunta no pudiera tener otra respuesta que no fuera afirmativa.

—Trae mala suerte —interviene el cabo Altamira.

Jauréguizar está inspeccionando que todos los cabos estén en su sitio para aguantar la tormenta, antes de coger personalmente el timón del San Francisco.

—¡Capitán! —le llama el alférez Silva—. ¿En qué podemos ayudarle?

Jauréguizar valora la situación.

—Vigilen a estos hombres. —Señala a los braceros que subieron en Freetown—. Llévelos a las bodegas. La última vez, una treintena saltó por la borda.

—Sí, señor. Ya lo habéis oído, chicos.

Sietemares ha escuchado la conversación y ve la ocasión perfecta para su venganza. Hasta el momento en que pilló al soldado campando por las cabinas sólo se trataba de echarle una mano a su primo. De asustar a aquel malnacido. Pero desde aquella humillación, se trata de algo personal. Se la tiene jurada. Y como sabe que no podría volver a ser él mismo quien le pillara porque el capitán se ha puesto de parte del holandés y de los militares, ha preferido esperar hasta que llegaran a Sierra Leona. Allí ha prometido una buena paga a cuatro negros de mala vida a cambio de pasar un buen rato vapuleando a un españolito. Y ese rato es ahora.

Moisés Corvo no sospecha ni por asomo que va a caer en una emboscada.

El pelotón se reparte desde la cubierta hasta las bodegas, formando un camino por donde conducirán a los negros como si fueran un rebaño. De hecho, para ellos, hay muy poca diferencia, más allá de la capacidad de hablar. Baltasar y Adán se encargan de arrancarlos como cebollas y llevarlos hasta Nicolau. Este, desde la puerta de la escalera que conduce a tercera clase, les indica que sigan bajando. Allí, flaqueándole las piernas, les recibe Osvaldo para guiarlos por los pasillos hasta la puerta de las bodegas. Nicolau y Moisés recogen a los que se dispersan por las cabinas de tercera. Es una zona que está vacía; allí no viaja casi nadie, salvo los acompañantes de Judas. Sin embargo, el capitán ha decidido que permanezcan en la bodega, donde podrán controlarles mejor que en las cabinas. Han pagado su pasaje, sí, pero son negros y no necesitan camas ni comodidades, qué carajo. Finalmente, Ramiro y Conrado les reciben entre baúles, cajas y ratones, obligándoles a sentarse a porrazos.

—¡Moisés! ¡Nicolau! —grita Osvaldo—. ¡Ayudadme!

Un puñado de negros se han quedado atrapados en la puerta de las escaleras, presa del pánico, sin poder entrar ni salir. Chillan y gimen, y Osvaldo se asusta. Nicolau sube y agarra dos brazos al azar. Tira con fuerza, pero sólo consigue que aumenten los lamentos.

Adán y Baltasar, que no pueden mandar más hombres porque se está formando un embudo, deciden entrar por la fuerza bruta.

—No veo por qué no podemos tirarlos al mar nosotros mismos —masculla Baltasar.

Moisés está sudando, sofocado por el calor. El barco está cabeceando y le cuesta mantener el equilibrio. Un relámpago penetra por las rendijas de los cuerpos amontonados en la puerta y, como en una fotografía, parece congelarlo todo. Quietos, sorprendidos. Hasta que el cielo retumba y el miedo y los gritos aumentan de intensidad.

Un negro se desliza hacia las cabinas de tercera. Es el cebo.

—¡Eh, tú, moreno! —brama Moisés.

Detrás le sigue otro, y el soldado va a buscarlos.

Mala decisión.

Se han escondido en una cabina. Han roto la cerradura de la puerta de un porrazo y le esperan dentro. Moisés se acerca y ve la madera astillada. En su cabeza, una vocecita se desgañita para advertirle que es una trampa. Pero Moisés Corvo no es de los que hacen más caso a la cabeza que a los puños, y entra bruscamente en el cuarto. No sabría distinguir qué viene antes, si la visión de un puñado de sonrisas blancas esperándole o el arrepentimiento instantáneo por no haberse dado cuenta de que era una trampa. Como si Dios Nuestro Señor hubiera creado a los negros así para facilitarles que se escondieran en lugares oscuros como este, piensa.

Ya no hace falta que les diga nada sobre las bodegas. Sabe que le han hecho meter la pata como a un tonto. Sabe que ha sido Sietemares. Sabe que sólo puede luchar como un loco si no quiere que le maten.

Quien da primero da dos veces.

En un barco que se mece por el mar embravecido, Moisés lanza el puño a oscuras y acierta. Por el tacto, no sabe qué es; diría que ha sido una mandíbula, o una clavícula. Repite y esta vez el brazo queda extendido en el aire. No tarda en sentir un mordisco en la mano que le impulsa a gritar de dolor. Un grito que se ahoga y muere al recibir un puñetazo en el estómago. Moisés embiste la nada y, lanzándose encima, derriba a uno de los negros. Golpea a la presa hasta que le llueven brazos y manos y codos en la espalda y las costillas. Instintivamente, se cubre la cabeza y deja desprotegido el resto del cuerpo. Mal. Parece como si la tormenta se concentrara en esta cabina y los relámpagos hubiesen encontrado en Moisés el pararrayos perfecto. Él sólo puede propinar coces a ciegas, algunas de las cuales impactan en los negros.

Lo peor es el silencio. No hablan, no gritan. No le insultan. Son sombras del infierno haciendo su trabajo. Ni siquiera le odian. Le apalean con una cadencia frenética, como para terminar lo antes posible. No quieren hacerle sufrir, le quieren matar a golpes.

Moisés es incapaz de soltar un gemido. A veces consigue agarrar el ojo de un negro y trata de arrancárselo, pero entonces le retuercen los dedos y los siente crujir como el barco. Tiene el sabor de la sangre en la boca; se le ha abierto la herida de la nariz.

Pero no se rinde.

Moisés Corvo nunca se rinde.

Como si fuera la primera vez que le golpean, vamos hombre. ¿Qué se han creído, que en Barcelona no había probado los palos de la bofia? ¿Que no tiene el cuerpo curtido a golpes?

Agarra a uno por la cabeza y le sacude hasta conseguir que choque con otro negro. Con la rodilla, castra a otro. O al mismo, porque no puede verles. Pero por el aullido sabe que este le dejará en paz un rato. Se incorpora y arrima a otro contra la pared. Le levanta en el aire y lo lanza contra el suelo. Les ha sorprendido. Ahora los nudillos encuentran carne, costillas o articulaciones. Él sigue recibiendo, pero ha traspasado el umbral, ebrio de violencia.

¿Qué se han creído?

No pueden matarle.

La puerta se abre de par en par y la luz de gas penetra en la cabina. Conrado Silva se toma su tiempo para observar la pelea, levantar el fusil y disparar contra uno de los negros, que cae fulminado.

El barco se escora a estribor.

Los negros se detienen y miran al alférez atemorizados.

—Parece que tienes mucha facilidad para hacer nuevos amigos, Corvo —sentencia.