El San Francisco pone rumbo a Monrovia. No se aleja demasiado de la costa, por lo que los pasajeros pueden ver la línea de tierra durante unos días, siempre a babor. En el horizonte se combinan enormes extensiones de palmeras con grandes playas desérticas.
El ambiente a bordo, sin embargo, ha cambiado. Los europeos pasan menos horas en cubierta, porque, con los negros que han subido en Sierra Leona y que arman alboroto todo el día, el buque está abarrotado. El pasaje que procede de España ha marcado una frontera imaginaria entre estos dos mundos. Los blancos se pasan la vida en el salón, jugando interminables partidas de cartas. Entre ellos hay un negro educado en Inglaterra, Percival Cartwright, el único, en todo el barco, capaz de viajar vestido con un traje de tweed y guantes blancos. Más británico que la reina Victoria, Percival Cartwright se relaciona con el señor Archer y el señor Greer, sobre todo para jugar partidas de whist. De hecho, sólo lo hace para ganarlas, porque Percival Cartwright no es un jugador compulsivo: es un ganador obsesivo, y no se levanta nunca de la mesa hasta que ha desplumado a sus adversarios. Y a fe que lo consigue. Claro que por dinero no será, ya que es propietario de una plantación de cacao en las afueras de Santa Isabel y una de las personas con más poder de Fernando Poo. Para compensar su ascendencia sierraleonesa, Percival Cartwright habla como un blanco, se comporta como un blanco y se espolvorea la piel para hacerla palidecer.
En cubierta, como decíamos, los negros contratados para Fernando Poo ignoran a los europeos, como si no existieran. Llega la hora de la comida y uno de los cocineros del vapor aparece con una perola enorme. Rápidamente se forma un corro a su alrededor, y cada uno saca un cuenco, un plato, una cazuela o lo que tenga a mano para recibir una argamasa de arroz y pescado, un puré blanquecino. No hay ni una sola pelea, ni una sola discusión, y todo el mundo parece satisfecho con la ración que le ha tocado. El cocinero rebaña el fondo para repartirlo entre los más pequeños, toma chico, tienes que crecer. Los comensales ignoran la avalancha de moscas que quieren una parte del botín y se dedican a comer en silencio, llenando los dedos con la pasta de arroz y llevándosela a la boca como si fuera maná del cielo.
Los europeos son llamados al comedor, donde se les sirve carne estofada y huevos pasados por agua, pitanza fresca de Sierra Leona. No les hace mucha gracia ver el acompañamiento de verduras, y muchos lo dejan intacto, no sea que vuelvan a llevarse un disgusto.
De Monrovia, Moisés Corvo sólo podrá ver el faro y el ballenero que se acerca para guiar al San Francisco. El agua es cristalina, paradisíaca, y los vascos piden permiso al capitán para zambullirse mientras estén parados. Este se lo niega. Será una parada rápida, y nadie bajará a tierra. Sin embargo, el alférez Silva no quiere arriesgarse y confina al soldado en la cabina, vigilado por Osvaldo Estrada y Baltasar Coronado. Cuando zarpan de nuevo, el alférez irrumpe en la cabina.
—Salimos a mar abierto. Ya no volveremos a ver tierra hasta Santa Isabel.
Moisés no sabe si se ríe o amenaza, si se ha quitado un peso de encima o se esfuerza por que termine este viaje interminable.
El doctor Costales palpa la nariz de Moisés. Primero con delicadeza, luego aumentando la presión. Abre los ojos detrás de las gafas, frunce el ceño. Su aliento huele a col hervida.
—¿Te duele?
—Pues claro que me duele —responde Moisés Corvo, la cabeza inclinada y una mueca en los labios—. ¿Cómo no iba a dolerme?
—Has tenido suerte. No se ha infectado ninguna de las heridas.
El médico coge la punta del hilo que la sutura, los dedos temblorosos, el barco meciéndose.
—Sí, últimamente tengo mucha suerte. No paran de decírmelo.
—¿Quién?
Y aprovecha que Moisés Corvo está distraído para sacar el hilo de un tirón. El alarido del soldado se oye incluso en Villa Cisneros. Después suelta un taco, gime y blasfema. Por este orden.
—¿No había otra manera de hacerlo?
—Sí, pero implicaba la amputación nasal.
—Muy gracioso.
—Sí, gracias. Eso también me lo dicen muy a menudo —sentencia Costales.
Moisés mueve la nariz. Se toca la cicatriz con cuidado.
—¿Me quedará marca?
—Para toda la vida.
Bueno, piensa. Una cicatriz siempre hace más hombre.
—Oiga, doctor.
—Dime.
Costales limpia el instrumental, distraído.
—¿Qué sabe de Judas Malthus?
—¿El holandés?
—¿Conoce a otro?
El médico sonríe.
—Es un hombre de negocios, no sé qué de vainillas.
—Sí, eso ya lo sé. Pero ¿qué sabe de él?
—¿Qué quieres decir?
—El otro día me estuvo hablando de cuentos para niños y no sé qué historias de islas hundidas.
—Ah, ya te ha hablado de la Atlántida. —Coge un estuche y lo abre. Saca una píldora de su interior—. Es un hombre culto, muy leído. Y tiene algunas manías, como esa del continente perdido. Incluso consiguió que un amigo suyo, un escritor francés, hablara de él en un libro. Ya verás, ya, pregúntale. Ahora tómate esto.
Le ofrece la píldora.
—¿Qué es?
—Quinina. Ayuda a prevenir las enfermedades tropicales. Los negros no necesitan tomarla, ya lo verás. Ellos se mueven por la isla tan panchos, y no se ponen enfermos. Pero los españoles caemos como moscas. Esto ayuda a paliar sus efectos.
Moisés se traga la píldora y, por unos momentos, cree que se le volverá a abrir la herida de la nariz.
—¡Es muy amarga!
—Venga, que nos quejamos por todo. Parece mentira que gente como vosotros, al pasar por la enfermería, se comporte como un crío.
—¡No vea cómo me ha dejado la lengua!
El doctor abre un armario y coge una botella de ginebra y un vaso, que llena un dedo.
—Toma. Esto lo aprendí de los ingleses. Los soldados sólo se tragan la quinina si es con ginebra. Pero no corras la voz, que no quiero trabajar de barman en el San Francisco.
Un trago, seguido de un eructo, y Moisés Corvo ya no se acuerda de que le duele la nariz.
—¿Qué ha querido decir con eso de que los españoles caemos como moscas?
—No quiero asustarte, muchacho, pero la gente no dura mucho en Fernando Poo. Quien más quien menos coge las fiebres y debe regresar antes de un año. Por eso no suele ir mucha gente. Por eso tiene el mote que tiene.
—¿Qué mote? Nadie me ha hablado de ningún mote.
—La isla de la muerte. Así es como la conocen.