La bruma confunde los límites entre el cielo y el mar, en calma. El sol del mediodía es una mancha blanquecina en la niebla. El barco parece navegar por encima de las nubes. Los pasajeros prefieren quedarse en los camarotes o en la sala de recreo. Pocos salen a cubierta. Judas Malthus es uno de ellos. Está apoyado en la barandilla, leyendo, recortado contra la nada.
Moisés Corvo se le acerca.
—¿Por qué lo hizo?
No le mira a los ojos.
—Buenos días —responde Judas, que aprisiona el dedo índice a modo de punto de lectura, como si previera que la conversación no durará mucho tiempo—. ¿Qué tal la herida?
—Mejor. Escuece como un demonio por culpa de la sal, que está por todas partes, pero el doctor dice que eso evitará que se infecte.
—Me alegro. Ya creía que no le vería en todo el viaje.
—Me deben de tomar por un incorregible. Puede que si salgo me tropiece y me caiga al agua. Un problema menos para ellos.
—Pues vaya con cuidado. Hoy el suelo está resbaladizo.
En la reunión, el capitán había escuchado a las partes. Silva y Malthus abogaron por no arrestarlo. ¿Qué ganamos? Todo ha sido un malentendido. Sietemares se quejó, pero Jauréguizar decidió dejarle en libertad bajo la responsabilidad del alférez. Silva propinó a Moisés otra generosa ración de sopapos y abucheos y aquí paz y después gloria.
—¿Por qué? Usted y yo no nos conocemos de nada. No tenía ningún motivo por el que mentir por mí.
—¿Está molesto? ¿Hubiera preferido que me hubiera callado? —Judas adopta un tono divertido.
—No. Claro que no. Pero no entiendo por qué habló.
—Si le hubieran pillado con la carta del camarote del capitán, quizá no estaríamos hablando en este momento. Y no parece usted tan malo como para ser fusilado en alta mar.
La piel de Moisés Corvo adopta el color de la neblina, como un camuflaje natural.
—Lo sabe…
—No se preocupe, amigo mío. —Judas le da una palmada en el hombro y luego baja el volumen de la voz—. ¡Calle, calle, que no nos vea nadie o pensarán que estamos confabulados!
—¿Qué sabe?
—Nada, hombre, nada. Nada que usted no diga a gritos. Seguramente le han condenado a ir a Fernando Poo y usted buscaba la sentencia para destruirla, ¿me equivoco? —La negativa de Moisés le invita a continuar—. Le vi subir al San Francisco en Villa Cisneros. Primero pensé que cubría la plaza de aquel pobre desgraciado que palmó por culpa de una comida en mal estado, pero está claro que no se trata tan sólo de eso. Usted no se lleva bien con los suyos. Ni lo más mínimo. Su superior, ese alférez del bigotito, no le quitaba el ojo de encima, lo cual quiere decir que le habían advertido sobre usted. Y el chaval rubio no se separaba de su lado, como si le admirase, aunque usted no se ha dado cuenta. ¿Por qué? Porque su cabeza está centrada en un objetivo noche y día. ¿Y en qué piensa? Teniendo en cuenta que anteayer se dedicó a seguir al capitán arriba y abajo, será porque este tiene algo que le interesa. En resumen: no se lleva bien con su pelotón, porque querrá irse cuando lleguemos a Freetown, seguramente porque ha sido condenado a quedarse en Fernando Poo por haber engañado a alguien en Río de Oro; no sé, quizá se ha acostado con la mujer del gobernador o…, no, no, eso no sería motivo para una condena, sino para una venganza más personal. ¿Qué ha hecho? ¿Ha robado algo del destacamento? ¿Ha traficado con los pueblos del interior? Sí, por la cara que pone ya veo que es eso. Y claro, el gobernador le envía a una isla remota y usted quiere recuperar la sentencia como sea para poder borrar todo rastro y marcharse. Seguramente querrá ir a Inglaterra, ¿verdad? Lo digo porque Freetown es colonia inglesa. Aprovecha el bingo de la tarde, pero no cuenta con que Sietemares está pendiente de usted. Este extremo se me escapa. ¿Qué le ha hecho? ¿De quién es pariente Sietemares? ¿Del gobernador? No lo creo.
—Es primo de un teniente de Villa Cisneros.
—¡Ajá! ¡Fantástico! ¡Ahora ya lo entiendo! Pues lo tiene crudo con ese bárbaro. Dudo que se rinda fácilmente. Lleva demasiadas horas navegando como para acordarse de ser una persona civilizada.
—¿Quién es usted? —Moisés traga saliva.
—Disculpe, no me he presentado formalmente. Lo de la otra noche no cuenta, ¿verdad? Judas Malthus, gerente de Vanilla Nederlandse, «Vainillas Holandesas», para servirle.
Se dan la mano. Judas se la estrecha con fuerza, resuelto, y Moisés decide alargar un poco más la conversación. No quiere parecer un sinvergüenza.
—Moisés Corvo. Pero no ha contestado a mi pregunta.
—¿Cómo?
—¿Por qué lo hizo?
Judas se arregla la pajarita. Después se quita el sombrero y se mesa el pelo ondulado, rojo como un río de lava.
—Me recordó a un primo mío.
—Le recordé a un primo suyo.
—Sí.
—¿Por eso?
—Sí. ¿No basta con eso?
—Pero si yo fuera, como supone usted, un delincuente, ¿por qué iba a molestarse en defenderme?
—Es un primo al que quiero mucho.
—Pero yo no soy él.
—No. Pero podría llegar a ser como él. Y eso me gusta.
—¿Y cómo podría llegar a ser?
Suena la campana de proa, unos toques amortiguados, como el sollozo de un fantasma. No hay ningún barco en la orilla, no debería haber ninguno, pero la niebla es demasiado espesa y es mejor no jugársela.
—¿Usted lee?
—No.
Moisés se sorprende de la pregunta.
—Pero sabe leer.
—Un poco. No mucho.
—Hágalo. Le será de provecho cuando tenga que mentir, por ejemplo. —Levanta el libro, como una batuta, el dedo aún atrapado entre las páginas—. Lo del pasajero inglés que estaba resfriado estaba bien, pero poco elaborado.
—¿Qué hubiera dicho usted?
—No importa. Creo que, con un poco de lectura, podría ser un buen mentiroso.
—De momento me defiendo bastante bien.
—Sí, ya lo veo aquí, en el San Francisco.
—En el mismo barco que usted, ya me disculpará.
—Sí, muchacho, pero en condiciones diferentes.
—Y el mismo destino.
—Viajo en primera, soy un hombre libre y mi cuello no depende de ningún oficial memo y borracho.
—Pero miente —afirma Moisés.
—¿Perdone?
—Usted no es un gerente al uso, como pretende hacerme creer. Mírese las manos: tiene los dedos y las palmas callosos. Eso no es propio de un contable, sino más bien de alguien acostumbrado a trabajar en el campo o que realiza tareas más pesadas que llevar las cuentas de una empresa. Además, se mueve por el barco con la familiaridad de quien ha viajado a menudo, conoce al capitán y a los oficiales, se relaciona con ellos. La línea a Fernando Poo la inauguraron hace apenas un año, así que seguramente la ha hecho varias veces. Demasiado viaje para un simple capataz. Le acompaña un español que no se relaciona con nadie: no sé quién es, pero por su manera de hablar con usted diría que es un socio de la empresa o algo así, alguien con dinero y poca labia. Pero usted es el que manda, no le digo que no. He visto el grupito que siempre le rodea, los que viajan en tercera. He visto cómo les trata, como a unos perritos: con firmeza pero de forma paternalista. Diría que ha sido usted militar, y que se ha retirado para trabajar en este negocio de… ¿de qué me ha dicho que era?
—Dulces —silabea Judas, encantado—. Importación de vainilla.
—De dulces. Un militar, un alto mando, si he de juzgar por su educación, que ha ascendido desde lo más bajo, que se retira joven y se dedica a la importación de vainilla en Holanda. Usted también la ha armado gorda. Usted no se ha retirado. Le han retirado. Y por eso, la otra noche, al ver la situación en que me encontraba, decidió intervenir. ¿Me equivoco?
—No, soy yo quien se equivoca. Es usted mucho mejor que mi primo. Hágame caso. —Judas le entrega el libro—. Lea.
Moisés le echa un vistazo: Atlantis: The Antediluvian World, de Ignatius Donnelly. Sonríe.
—¿Pretende que aprenda holandés?
Judas estalla en una carcajada. Un par de marineros vuelven la cabeza para mirarle.
—Ah, sí. Disculpe.
—No pasa nada. Seguramente su primo domina mucho mejor el holandés que yo.
Judas abre unos ojos como platos. Saca el reloj de bolsillo y lo mira.
—No es holandés. Es inglés, de un congresista de Estados Unidos. —Se asoma a la barandilla—. Ahora mismo debemos pasar justo por encima.
Moisés sigue el hilo de la mirada de Judas hasta el agua, negra, que levanta espuma al chocar contra el barco.
—¿De qué?
—Quizá si forzamos la vista… En la travesía anterior logré ver un par de columnas inmensas, gigantescas, que casi sobresalían del mar.
—¿De qué está hablando?
—De la Atlántida.
—Esta zona es demasiado calurosa, señor Malthus. Aquí no hay hielo.
—No, muchacho, la Atlántida. El continente perdido.
—¿Qué continente perdido?
—Hace muchos, muchos siglos había una isla tan grande como un continente que se alzaba entre África y América. Eran unas tierras prósperas, muy fértiles, donde creció una civilización modernísima: los atlantes. Eran una especie de gigantes, mucho más altos que nosotros, y seguramente mucho más inteligentes.
—Hombre, mucho más listos no serían si no han llegado hasta hoy.
—Un cataclismo hundió el continente. Un diluvio, un terremoto o un volcán, no se sabe a ciencia cierta. La Tierra aún se estaba formando. Toda la isla desapareció en el fondo del mar, y los atlantes con ella.
—Si vivían en una isla, podrían haber previsto un plan de evacuación, digo yo. ¿No eran unos genios?
—Un buen puñado pudieron huir. Hay restos de su cultura en los países nórdicos y en Mesoamérica. La leyenda dice incluso que la mayoría se escondió en el Tíbet.
—Parece un cuento de hadas.
—Les conocemos por Platón, el filósofo griego. Cuenta maravillas sobre ellos. Avances tecnológicos formidables, algunos de los cuales ni siquiera hoy hemos podido superar. Eran sabios, no tenían enfermedades y dominaban los elementos.
—No todos, si acabaron hundidos.
—Es verdad. —Le muestra el libro de Donnelly, encuadernado con tapas de terciopelo negro y texto dorado—. Pero dice la leyenda que tenían el control sobre un metal que extraían de la tierra, el orichalcum, que era capaz de conseguir maravillas.
—¿Ah, sí?
—Sí. Los historiadores dicen que sólo es una aleación de cobre, oro y plomo. Pero hay quien asegura que podía iluminar toda una ciudad atlante, que podía hacer volar o que lo empleaban para detener el tiempo a voluntad.
—Claro, así les ha ido: todos bajo el agua.
—Y por eso les busco. Es el mejor pasatiempo posible a bordo de este barco.
—Además de jugar al gato y al ratón con Sietemares.
—Olvídese de Sietemares y céntrese en el mar. ¿No sería maravilloso que ahora mismo viéramos aparecer un templo atlante? ¿Que vislumbráramos un monumento a Poseidón?
—No es lo que más me preocupa en este momento.
—Señor Corvo, relájese. Hasta que lleguemos a Sierra Leona no tiene nada más que hacer en este barco. Y cuando atraquemos en el puerto de Freetown, le encerrarán en la cabina para evitar que se fugue. Hasta entonces, procure disfrutar de la travesía. Busque la Atlántida.
Moisés atisba el mar. Opaco, como mármol licuado.
—Usted no ha visto nunca ningún par de columnas.
—Es verdad: no las he visto.
—Me estaba tomando el pelo.
—No. Hay mucha gente que cree en la Atlántida. Incluso hay quien ha escrito libros, como este, para demostrar sus teorías. Es lo bueno de las islas: todo lo que pasa sólo se entiende dentro de sus límites. El resto del mundo es una anécdota separada por millones de litros de agua. Puede haber una civilización antiquísima, pero de ella sólo nos llegarán fantasías. En cierto modo, no encontrará un lugar mejor que una isla. Son fantasmas en medio del mar. Tienen sus propias reglas, no deben nada a nadie, aunque sean una colonia.
—No soy un niño, señor Malthus. No me hable como a un niño.
—Disculpe si es esta la impresión que se lleva. No era mi intención. Lo que intento decirle, señor Corvo, es que estamos dejando atrás su mundo. Físicamente, incluso, poco a poco, nos alejamos de su vida, de la vida de todos nosotros. Cuando lleguemos a Fernando Poo no seremos los mismos que éramos cuando zarpamos, cada uno de su puerto. No tiene por qué ser el que está condenado a ser, si no quiere.
—Eso dígaselo al alférez.
—El alférez es un don nadie. La isla le engullirá antes de que se dé cuenta.
Saca una pipa de un estuche que guarda en el interior de la americana. El fósforo se apaga con el aire, por mucho que Judas lo proteja con las manos al encenderlo. Finalmente lo consigue, resguardado en una pared de la cabina de proa.
—Observe a la gente que viaja en el San Francisco. Todos ellos cambiarán una vez pisen Santa Isabel. Todos ellos serán diferentes. Y hágase esta pregunta: ¿cuántos vivirán más de treinta años a partir de hoy? ¿Cuántos vivirán más de tres años? ¿A cuántos no les queda más de un año de vida? —Judas da una calada larga; luego se echa a reír, como para quitarle hierro al asunto, como si nunca hablara del todo en serio—. Los atlantes no lo vieron venir. Cuando llegue a la isla, señor Corvo, elija quién quiere ser y cómo quiere morir.