V

La rutina en alta mar juega a su favor.

Moisés se dedica a estudiar los movimientos del capitán. Cuándo se reúne con el timonel, cuándo examina las cartas de navegación en la cabina de mando, dónde busca a los oficiales para dar instrucciones, cómo se deja ver entre el pasaje en sus ratos libres, cuándo come solo en su camarote o el tiempo que dedica a echar una siesta.

El sol calienta la cubierta durante buena parte del día, y el capitán se viste de forma práctica —sombrero, camisa y pantalón, más alguna medalla ganada a base de cañonazos—, nada que pueda sugerir que lleva el sobre encima. Por lo tanto, Moisés está convencido de que lo guarda en su cuarto. Y allí es donde tendrá que ir a buscarlo. Pero, además de espiar al capitán, Moisés tiene bastante trabajo esquivando a Sietemares, que no le pierde de vista. Cada vez que se cruzan, la sonrisa que agrieta esa barba tupida le provoca escalofríos. Su pelotón ha decidido ignorarle, al menos hasta llegar a Freetown, donde el alférez no le quitará el ojo de encima, y sólo Osvaldo le sigue como un perro faldero.

Durante la cena, Moisés esconde un cuchillo en el bolsillo. No es muy grande ni está demasiado afilado, pero le resultará útil. Desarmado, se sentía indefenso. Ahora, al menos, tiene un pequeño aliado de acero que no le hace preguntas. Luego, suben a cubierta a respirar el aire que el sol les niega durante el día. El bochorno no amaina, pero al menos no se les chamusca la cabeza y los ojos no se llenan de telarañas con la sal.

—¿Crees que hay elefantes en Fernando Poo? —pregunta Moisés.

—Espero que sí. En una ocasión vi uno, en un circo. Es cierto que estaba un poco esquelético y lleno de moscas, pero era impresionante. Desde entonces siempre he querido ver alguno en África.

—Yo vi leones. Dos, concretamente. Y también en un circo, en Barcelona. Me dijeron que en Río de Oro volvería a ver alguno, pero nada de nada.

—¿Por qué te mandan a Santa Isabel?

—Porque, aunque no vi leones, sí había otros animales.

Osvaldo parece estar muy pensativo; Moisés casi puede oír el ruido de la hélice dentro de su cabecita, dando vueltas.

—Espero que haya leones en Fernando Poo —dice, finalmente.

—Te aseguro que yo no veré ni uno.

Una veintena de pasajeros se han reunido esta noche bajo el toldo de popa. El padre Jesús Santamaría parece ya recuperado del mareo del día anterior. Tumbado como si fuera el palo de una escoba, los ojos oscurecidos bajo unas cejas espesas, prepara el bombo sobre una mesa e introduce en él unas bolitas que suenan como si alguien estuviera cortando mazorcas de maíz. Dos grumetes reparten cartones y lápices entre los asistentes. El capitán Jauréguizar suelta un discurso sobre el paso del Ecuador de la travesía y se sienta con el resto, dispuesto a jugar al bingo.

Es el momento. Quien no está de guardia está aquí. Incluso Sietemares escolta al padre Santamaría como un notario —un notario al que han regalado el título—. Varios negros se encargan de servir anís al pasaje. La partida dura horas. Es la primera vez que ve al capitán relajado, charlando con todos, brindando. No llega a perder la compostura, como si reservara un rincón de su mollera para la serenidad, un barbecho de su responsabilidad sobre las vidas de los pasajeros.

Hasta pasada la medianoche, cuando los jugadores empiezan a abandonar las sillas para ir a acostarse y el capitán se despide personalmente de todos ellos.

Mañana lo repetiremos, le oye decir a dos vascos, que son los únicos que aún van en mangas de camisa.

Mañana lo repetimos, toma nota Moisés.

El capitán Jauréguizar repite lo que hizo ayer, como si fuera la primera vez. Moisés es capaz de aventurar en todo momento hacia dónde se dirige y cuánto tiempo estará allí, aunque debe pagar el peaje de los ejercicios matinales o tratar de evitar a Sietemares.

Se ha obsesionado con la sentencia. Como si fuera un objetivo último, la meta que hay que cruzar para ser libre. Es algo habitual en Moisés. No planifica demasiado, no ve más allá de su nariz, no piensa más que en la consecución inmediata de lo que quiere. Sería un mal jugador de ajedrez si tuviera suficiente paciencia para disponer las piezas sobre el tablero. Hasta hoy le ha ido bien. En la Infantería de Marina no le ha hecho falta pensar por sí mismo, ya lo hacían otros en su lugar. Rehuyó cualquier tipo de responsabilidad. Ha hecho del día a día la vacuna contra su arrebato. Pero en este barco vuelve a ser él contra todos. Vuelve a ver su destino en blanco o negro, actuar o ser engullido, Freetown o la condena en una isla remota.

Después del rosario nocturno llega la hora del bingo. El padre Santamaría bendice el discurso del capitán e introduce noventa bolas dentro del bombo.

Es el momento.

Moisés espera a que Sietemares tache uno de los números de su cartón —¡el veintidós!, ¡dos, dos!— para colarse por las escaleras hasta el comedor principal. Desde allí se dirige a la zona de primera clase. Muy despacio, asegurándose de que no le siga nadie. El suelo de moqueta ocre con cenefas silencia sus pasos. La luz de las llamas le amarillea la piel. Su respiración sigue el mismo compás que el sonido de los motores, lejano pero presente.

Tras una esquina aparece Judas Malthus. No esperaba encontrarse al joven soldado aquí, y ambos se quedan en silencio unos segundos, sorprendidos. Judas le saluda, buenas noches, y Moisés responde con un hilo de voz. Se cruzan y Moisés puede sentir en la nuca su mirada de mosquito glotón.

—¡Perdone! —le llama Judas, antes de abandonar la zona de cabinas.

—¿Sí?

—¿No le gusta el bingo?

—No, yo… —vacila—. Me han pedido que vaya a buscar una chaqueta. Ha refrescado un poco.

—¿Ah, sí? ¿Tengo que abrigarme?

En el pasillo hace bastante calor.

—Oh…, bueno, no. Es uno de los ingleses —improvisa Moisés—. Está resfriado.

Le da la sensación de que Judas Malthus no se lo ha tragado. Sin embargo, tampoco parece que le importe demasiado.

—Entonces, si tengo frío, ya le avisaré —dice Judas, en un castellano de acento muy suave, de palabras perfumadas.

Moisés da media vuelta y busca la puerta del camarote del capitán. No debería haberse detenido, se recrimina, pero entonces habría sido peor. Habría llamado aún más la atención.

La puerta está cerrada con llave, pero eso no será ningún problema. En Barcelona había abierto algunas cuyos candados eran grandes como pulmones. Pulmones de hierro fundido. Apenas introduce la punta del cuchillo en la rendija que hay encima de la cerradura, mientras presiona con el pie en una esquina y clac ya está dentro.

Cierra la puerta tras él, con sigilo. No enciende la luz, no sea que pase alguien por delante y sospeche. Tarda unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad, pero el resplandor blanquecino de la luna que entra por el ojo de buey crea en seguida formas reconocibles.

Para ser el camarote del capitán, no es nada del otro mundo, piensa. Una cama, una mesita y un escritorio, con un pequeño cuarto de baño anexo. Un crucifijo que le vigila desde la pared y una estampita de la Virgen del Carmen, patrona de los marineros, bastante arrugada, lo cual no le tranquiliza. Todo muy ordenado, hasta donde la oscuridad le deja ver. Un hombre pulcro, ordenado. Así me gusta, capitán, piensa Moisés; será más fácil encontrarla.

Pero cuando ya lleva un buen rato y está arriesgando demasiado, empieza a desesperarse. Ha buscado en todos los cajones y sólo ha encontrado mudas de ropa, tres relojes —uno de los cuales termina en su bolsillo—, cigarrillos —que también se mete en el bolsillo—, cartas de su madre escritas por un amanuense y unas hojas encuadernadas con ilustraciones de chicas desnudas en actitud muy amorosa. Moisés se queda mirándolas un rato, están muy bien dibujadas, y las coloca de nuevo en su sitio.

De la sentencia, nada de nada.

Y teme que esté buscando en el lugar equivocado. Se maldice por haber sido tan tonto. Un hombre así no la guardaría nunca en su dormitorio. Lo haría en el despacho. Mierda, mierda, mierda. Le sudan las manos y se marea, como si su cabeza fuera a estallar de un momento a otro, presionada por un instrumento de tortura medieval. Nota cómo su pensamiento se desacelera, atascado en algún lugar entre el cerebro y los ojos.

Abandona la cabina justo a tiempo de toparse con Sietemares. Quiere retroceder antes de que le vea, pero ya es demasiado tarde. No sabe si le ha visto salir. Está acorralado.

—¿Qué haces aquí, hijo de puta? —Los hombros de Sietemares ocupan toda la anchura del pasillo—. ¿Buscabas alguna cabina donde robar? No puedes evitarlo, ¿eh? Eres un ratero de mierda.

Moisés respira aliviado: no lo ha visto abandonar el camarote del capitán. Pero, en ese mismo momento, tensa los brazos y aprieta los puños. No puede rehuir más el enfrentamiento. Ha llegado la hora de pelear. Y por mucho más grande y maloliente que sea Sietemares, se enfrentará a él. De momento, esconde el cuchillo en el bolsillo.

—Pensaba que encontraría a tu madre, que me ha citado —dice, inyectando la dosis justa de mala leche en cada palabra.

Sietemares se ofusca y se lanza a la carga. Con toda su corpulencia no tendrá suficiente espacio para moverse. Moisés es alto, muy alto, pero delgado y ágil. Esquiva la primera embestida y consigue que tropiece. Sietemares se cae redondo al suelo. Moisés se apoya en su espalda, clavándole una rodilla en la columna, y le propina un puñetazo en la nuca.

Se ha destrozado la mano. Sietemares no tiene huesos; tiene piedras. Los dedos de Moisés quedan rígidos como una araña muerta. El oficial aprovecha el tiempo que pierde quejándose para revolverse y encararle desde el suelo. Agarra a Moisés por las solapas del uniforme y tira de él violentamente hasta golpearle la nariz con la frente. Moisés está medio aturdido; de sus fosas nasales brota sangre de un color escandalosamente rojo. Sietemares se levanta y tira al soldado al suelo. Le clava una coz en el estómago que le deja sin respiración.

—¡Basta! —brama Judas Malthus desde el otro extremo del pasillo.

Sietemares no se detiene y golpea duro a Moisés. Judas se acerca dando cuatro zancadas y lo aparta de un empujón. Sietemares gruñe y quiere darse la vuelta, pero en ese momento llegan un montón de pasajeros que han oído los gritos y los golpes, y se obliga a detenerse, jadeando, secándose la saliva de la boca con el antebrazo.

—Estaba robando —acusa.

Moisés queda medio sentado contra la pared. Lo ve crudo. Y rojo.

—No —niega Judas—. Le he pedido que fuera a buscarme una chaqueta, por si refrescaba. Se dirigía a mi cabina.

Moisés tarda un rato en asimilarlo.

¿Qué?

Moisés ya ha visto antes a Judas en el barco. Viaja en primera, muy elegante, acompañado de tres chavales como rémoras, que duermen en tercera. A veces se relaciona con un hombre gordo, un español calvo de bigote frondoso que no sale mucho de su camarote de primera. Pero con Moisés no se habían dado ni las buenas tardes antes de coincidir en el pasillo.

—Ha bajado a robar. Llevo todo el día vigilándole, y está controlando a la gente. Ya me advirtieron que era chorizo.

Llega el capitán y se planta al lado de Moisés. Luego se dirige a los espectadores que se apretujan en el pasillo.

—Les ruego que se vayan, por favor. —Y a Judas—: ¿Ustedes dos se conocen?

—No. Es decir, sólo hemos hablado esta tarde —miente, de nuevo—. Y me he encontrado con él hace unos minutos. Me ha dicho que tal vez iba poco abrigado y le he preguntado si podía ir a buscar mi chaqueta. Le he dado el número de mi camarote, que está aquí al lado. Al ver que no volvía, he venido a buscarle y me he encontrado al oficial dándole una paliza.

—¿Sietemares? —interroga el capitán.

El oficial se ha quedado sin argumentos. Sabe con certeza que Moisés estaba trapicheando donde no debía, pero no puede rebatir la coartada que le ofrece Malthus.

—Registremos sus bolsillos. Seguro que encontramos joyas, dinero o lo que sea que haya venido a robar.

El capitán lo aprueba y ayuda a Moisés a incorporarse.

—Adelante.

Sietemares se frota las manos. Cuando está a punto de registrarle, llega el alférez Silva y le detiene:

—Capitán, con el debido respeto, pero yo soy el responsable de este soldado. Y no puedo permitir una vejación así.

—¡Es un ladrón! —exclama Sietemares—. Ya lo veréis.

—Capitán —repite el alférez Silva—. Es un soldado de la Infantería de Marina de la Corona de España. La acusación es muy grave. Y es responsabilidad mía.

—Tiene razón. —Jauréguizar pone una mano sobre el brazo de Sietemares—. Pero debemos comprobar que no lleva nada.

El doctor Costales se abre paso entre los soldados, que observan la escena a espaldas del alférez. Se acerca a Sietemares y le examina la nuca.

—Te saldrá un buen chichón, pero no tienes nada. —Entonces mira a Moisés y se dirige al capitán—. Si no quieren seguir manchando la moqueta con la sangre de este muchacho, llévenlo a mi consulta. —Le presiona la nariz para asegurarse de que no esté rota—. Nada, nada, sólo es una brecha, pero tendré que darle unos puntos.

De camino hacia la consulta del doctor, Moisés no para de recibir sopapos del alférez, acompañando la bronca, plaf, plaf, plaf.

—¡Tú eres idiota, Corvo! ¡Idiota! ¿Qué coño hacías ahí abajo? ¡Y no me vengas con la excusa de la chaqueta porque no me la creo! ¿Qué eres? ¿Un botones? ¡Mecagoenlaputa!

—Alférez… —intenta decir el doctor Costales.

—¡Llevas un uniforme que debes respetar! ¡Hace sólo dos días que te conozco y no paras de mancharlo!

—Y más que lo manchará, alférez —carraspea el médico—. Tengo que coserle la herida, y sus golpes no ayudan a cortar la hemorragia.

Una vez en la consulta del doctor, Moisés se muerde la lengua para no gemir de dolor ante el alférez y el capitán. Silva continúa soltando tacos, mientras Jauréguizar observa impasible. Moisés es incapaz de leerle el rostro, de saber qué está pensando, qué decisión tomará cuando le encuentren el cuchillo. Busca excusas a toda prisa, pero las punzadas de dolor y los gritos del alférez no ayudan.

—Es la segunda vez que tengo que curarte en pocos días —le dice Costales al oído—. Chico, a este paso no llegas a Fernando Poo.

Una vez remendada la nariz, el alférez pide permiso al capitán y se dirige a Moisés:

—Levántate. Vamos, levántate.

Le pasa las manos por las mangas de la casaca. Palpa la camisa y busca en la parte interior del cinturón, se entretiene más de la cuenta estrujándole los genitales con el puño —una pequeña venganza— e introduce las manos dentro de sus bolsillos. Toca el metal tibio con la yema de los dedos. Mira fijamente a Moisés. Sigue con la inspección hasta llegar a las botas. Limpio.

El capitán asiente, la mano en la barbilla, pensativo.

—Mañana, a media mañana, quiero verle en mi despacho, alférez.

—A sus órdenes, señor.

—Y ahora retírense inmediatamente. Por hoy ya han armado bastante jaleo.

Pero el día aún no ha terminado para Moisés. En la cabina, entre tortazo y tortazo, Silva le pide explicaciones. El resto de los compañeros callan; el alférez blasfema por todos ellos.

En su nicho, magullado y dolorido, Moisés sólo maldice por no haber encontrado la carta. Y se pregunta por qué ese hombre, ese extranjero de barba anaranjada y pecas en torno a los ojos, ha intercedido por él.

Deja de escuchar a Silva y se concentra en el runrún de la hélice.

Esta noche, por primera vez en mucho tiempo, se duerme sorprendentemente tranquilo.