IV

Desayuno e instrucción. Un poco de ejercicio físico que a Moisés le hace crujir las articulaciones. En Villa Cisneros nunca hizo carreras, saltos ni estiramientos, salvo cuando debía escaquearse de las órdenes del teniente Rocaspana. El alférez Silva no quiere que sus hombres se relajen, que se abandonen a la pereza. Moisés tiene cada vez más claro que al llegar a Freetown se largará.

Tras la sesión inquisitorial, los soldados tienen permiso para pasear por el barco. El alférez Silva aún sigue corriendo un rato con Altamira de un extremo a otro del vapor. Baltasar Coronado y Adán Clua vuelven a la habitación, a jugar a las cartas y a esperar la hora del rancho. Moisés se protege del sol tras la cabina de proa con Osvaldo Estrada y Nicolau Lasheras. Entonces se cruza con los pasajeros por primera vez.

Y se lleva una sorpresa.

—No hay ninguna mujer.

Hombres, sí. Todos vestidos de lino blanco, como si fuera el uniforme oficial para soportar el calor del trópico. Dos de ellos, ingleses, sudan mientras juegan a las palas, pasando una pelota emplumada de un lado a otro de una red alta, atada entre dos mástiles. Bádminton, lo llaman. Cerca, dos pasajeros más les observan desde las hamacas. Más allá, un hombre está leyendo un libro apoyado en la barandilla. Otro par, que acaban de salir a cubierta, charlan entre calada y calada a unos cigarrillos que echan un humo casi tan negro y espeso como el de la chimenea del San Francisco.

—No —corrobora Nicolau—. No hay ninguna que se atreva a viajar a Fernando Poo. Al parecer, son demasiado débiles para su clima. Caen enfermas muy rápidamente.

—Yo sí voy a caer enfermo entre tanta barba —vaticina Moisés.

—De todos modos, yo lo prefiero así —dice Nicolau, que se ve impelido a matizar a raíz de la mirada acusadora de Moisés—: No me entiendas mal. Tengo novia, mi Lucía, esperándome en casa. Sin tentación, no hay pecado.

—¿Eso es lo que te ha dicho, no?

Nicolau frunce el ceño. Está intentando ser amable con el nuevo. Pero se le pasan las ganas.

Osvaldo, el más joven de los tres, interviene en la conversación:

—¿Tienes novia, Moisés? ¿Alguien en España?

Moisés hace rechinar los dientes. En España sólo tiene fantasmas. Cambia de tema.

—¿Qué se os ha perdido en Fernando Poo? ¿Solicitaron voluntarios y os presentasteis o vais allí obligados?

Una ráfaga de viento hace cambiar la dirección del humo que recorre la cubierta. Nicolau empieza a toser. Los dos jugadores de bádminton deciden dejar el juego durante un rato y descansar. Los fumadores vuelven a los compartimentos inferiores.

—Voluntario —dice Nicolau.

—Sí, yo también voluntario —añade Osvaldo.

—¿Por qué?

—¿Por qué estabas tú en Villa Cisneros? —pregunta Nicolau.

—Aquello es distinto. Estaba frente a las Canarias. Fernando Poo no está cerca de nada.

—Un buen lugar para iniciar una nueva vida, ¿no?

—Sin mujeres no tiene tanta gracia.

—El gobierno ofrece tierras y propiedades a los colonos que se establezcan allí. Dentro de un tiempo pienso dejar la Marina y vivir con Lucía. En casa no tenemos nada. Ni un triste pedazo de tierra que cultivar ni una familia que nos deje una masía donde vivir.

—¿No decías que no soportan el clima?

—¡Bah! —exclama, haciendo aspavientos con la mano—. Mi Lucía es fuerte.

—¿Y tú, muchacho?

Osvaldo es un poquito más joven que Moisés, la edad justa para ingresar en el ejército, pero parece un adolescente dickensiano: rubio y enclenque, con la mirada aún inocente, mezcla de algunos gramos de admiración y un puñadito de pocas luces, de quien se ha dejado embaucar a cambio de vestir un uniforme en el que no encaja.

—Yo quiero ver elefantes.

Silencio. Nicolau y Moisés pactan una sorpresa tácita hasta que el segundo pregunta:

—¿Hay elefantes en Fernando Poo?

El doctor Costales le saluda al salir de la cabina. Está departiendo con el capitán Jauréguizar.

El hombre que tiene su sentencia dentro de un sobre.

A Moisés se le incrusta una idea entre ceja y ceja, como un elefante enloquecido que aparece de repente en la selva.