III

Los vigías introducen los candiles en las lámparas y las izan hasta la mitad del mástil. Sólo el humo que brota de la chimenea consigue ocultar una parte del firmamento, toda una explosión de estrellas titilando.

Suena la campana del rosario. El sacerdote es joven, como casi toda la tripulación, y aún no ha logrado acostumbrarse al balanceo del mar. Entra en el salón de primera clase con la piel amarillenta y apoyándose en las barandillas, la Biblia contra las paredes, a modo de muleta. La tripulación espera la confirmación del doctor Costales —es un mareo, no son las fiebres— para respirar aliviada. Por si acaso, se santiguan por partida doble, que nunca está de más. El sacerdote dirige la oración, en latín, que debe interrumpir para reprimir las náuseas.

—Suerte que esta noche la mar está calmada —dice en voz baja Adán Clua—. No pienso perdérmelo el día que haya tormenta.

Pero Moisés está preocupado: Sietemares no le quita ojo de encima. Está tramando algo.

Más tarde, en cubierta, Moisés se separa del grupo con el alférez Silva, ¿puedo hablar con usted?, y se dirigen al toldo de popa. Aquí, el zumbido del motor es más intenso, y la estela espumosa que dejan atrás rompe la negrura del agua.

—¿Dónde están las armas?

El alférez Silva frunce el ceño.

—¿Disculpa?

—Los fusiles y los revólveres. ¿Dónde los guardamos?

—Están en la armería. Pero ahora no los necesitamos. Cuando lleguemos a Freetown…

—Quiero un revólver —urge Moisés.

—No.

—Corro peligro.

El alférez Silva se vuelve y le da la espalda.

—No.

—Sietemares es el primo del que era mi teniente en Villa Cisneros y…

—No sigas —le interrumpe—. Sietemares no hará nada mientras no le provoques. Es tan niñato como tú, pero no es idiota. Si yo no quiero, él no te toca.

—No lo tengo tan claro. Por eso preferiría ir armado.

—Sé por qué estás aquí, Corvo. Jauréguizar me ha informado. He visto el sobre con la sentencia. En cierto modo, me ha tocado ser tu carcelero. No puedo darte un arma. No puedo arriesgarme.

—El que se arriesga soy yo.

La calma del alférez le enfurece aún más.

—Todos nuestros actos conllevan una consecuencia. Tú debes apechugar con la tuya.

—¿Quién eres? ¿Mi padre?

Moisés se aleja hacia las escaleras, pero tiene tiempo de escuchar la respuesta del alférez Silva:

—¡Aquí, sí!