Basilio era de los suyos.
Veterano de Filipinas, todo el pelotón respetaba al hombre del escorpión en el pecho. Era una fuente de anécdotas, casi siempre sobre la pérdida de alguna extremidad a causa de una explosión, o glosador de las artes amatorias de las muchachas de ultramar. Ayudaba a calmar a los novatos que habían embarcado en Cádiz por primera vez, con lágrimas en los ojos y la familia vestida de luto, como si ya hubieran muerto, despidiéndolos entre lamentos y pañuelos blancos. Basilio se había despedido tantas veces que ya no le quedaba nadie a quien decir adiós. Los soldados siempre querían estar cerca de él, como si fuera un talismán, alguien invulnerable y que trae buena suerte, alguien a quien no le pasa nada. El alférez Silva y el cabo Ramiro Altamira, que habían coincidido con él en el cuartel de Cartagena, a la espera de destino, le trataban como si fuera un mando sin galones. El rubio Osvaldo Estrada, un chaval de diecinueve años, se había pegado a él como una lapa durante la semana larga que llevaban viajando juntos. Otros, como Baltasar Coronado o Adán Clua, ya habían servido con él en Melilla. Nicolau Lasheras se sentía culpable porque había robado algunas batatas frescas de Canarias para Basilio —toma, para ti, acaban de subirlas al barco—, que fue lo que le mató. No una bala en alguna selva en las afueras de Manila, un marido celoso en una taberna de Lucena o el hierro de un moro en una guardia nocturna en Tetuán. A Basilio, curtido en batallas y borracheras, soldado bravo, fiel, ejemplo que seguir y modelo de buen español, se lo había llevado una diarrea sangrante y poco honrosa.
Moisés Corvo, joven, inexperto, bocazas, con tendencia a ignorar la jerarquía, inconsciente y hosco, tenía que reemplazarle.
No empieza con buen pie.
El pelotón sube al comedor con la tripulación que no está de guardia. La cena, a primera hora, después de que los pasajeros hayan hecho un hueco en el estómago paseando por cubierta y tomando un anisete. No deben mezclarse con ellos, que por eso unos han pagado un billete y a la tropa les cede un sitio la compañía, porque les conviene que protejan sus intereses en África.
El salón comedor es bastante amplio, con un buen puñado de mesas de roble repartidas entre pilares y esculturas de basalto. Las sillas son de madera, con una capa de pintura dorada que ya se va desgastando en los brazos, y con estampados de motivos bucólicos en los cojines. Sólo las mesas están fijadas al suelo, perforando la moqueta, por si la travesía es movida. Las luces eléctricas suplen la falta de ventanas y acentúan las sombras entre los comensales, además de disimular el aspecto poco saludable de la comida preparada por unos cocineros inexpertos. La tripulación sospecha de la pitanza y la examina un par de veces antes de llevársela a la nariz para olerla, por si acaso, que gato escaldado del agua fría huye. La línea de Fernando Poo se inauguró hace menos de un año, y aún no ha habido un solo trayecto sin incidentes.
La tripulación come en silencio, y sólo los soldados levantan la voz de vez en cuando. El alférez Silva señala con el tenedor a Moisés Corvo.
—¿Y a ti qué te ha pasado para que quieras irte a Inglaterra?
Ahora no le habla como si le fuera a tirar por la borda de un momento a otro. Moisés bebe un trago de agua y se aclara la garganta.
—Ya me he cansado de África. Estoy hasta los huevos de camellos, de arena y de la mierda de idioma que hablan, que parece que se atraganten.
—¿Sabías que en Santa Isabel no hay camellos?
—¿Ha estado allí?
—No, pero eso me han dicho.
—Lo creeré cuando lo vea. Y no pienso verlo.
—Tampoco hay arena —añade Estrada.
—Ni moros —dice Coronado.
—¿Y qué hay? —replica Moisés—. Porque sin camellos ni arena, para mí no es África.
El cabo Altamira se inclina hacia él:
—Negros. —Y señala la tripulación—. Muchos negros.
Moisés inspira con fuerza.
—No sé qué es peor. Si son tan salvajes como los moros, me tiro ahora mismo al mar.
—Estos hablan castellano —dice Silva—. No todos, sólo los que han sido bautizados. En Santa Isabel hay una escuela, y los negros suelen ir. También hay misiones. Según tengo entendido, son bastante dóciles. Fernando Poo había sido inglesa, y ya se encargaron ellos de que siguieran su camino con rectitud.
—Y como son tan dóciles, por eso hay un destacamento de la Marina.
—Los negros no son nuestro mayor problema —explica Silva—. La isla había pertenecido a los ingleses, y esos cabrones creen que aún sigue siendo suya. Pero no sólo ellos: los portugueses también están interesados. En el ochenta y cinco, los alemanes intentaron tomar por la fuerza una isla más pequeña que está justo al lado de Fernando Poo.
—¿Y se puede saber qué hay en el quinto coño para que despierte el interés de tantos países?
—Es un puerto de primera para llegar a Haití. Conecta África con América. El África rica, la de las minas de oro y diamantes. Y todo son plantaciones de cacao, café y tabaco.
—Dinero.
—Un tesoro, Corvo. Nos dirigimos hacia un tesoro inmenso, quizá el último que queda por explotar en este planeta. Tenemos las llaves en el bolsillo, y tú quieres marcharte antes de abrir el cofre.
—No debéis de confiar mucho en ese botín —Moisés se apoya en la silla y extiende los brazos, disimulando un bostezo— cuando hace sólo unas horas estabais hurgando en mi mochila.