—Segundo mandamiento de la Infantería de Marina: seré siempre respetuoso con mis superiores, leal a mis compañeros, generoso y sacrificado en mi trabajo.
El gobernador Bonelli recita de pie en el despacho de su residencia privada, una cabaña hecha de tablas de madera dañada por la sal que trae la brisa marina. Va vestido como capitán de fragata, el uniforme azul marino impecable, con hombreras y doble hilera de botones dorados, unas cuantas medallas colgando del pecho y la franja roja a ambos lados del pantalón. Tiene la gorra sobre la mesa, y el papel con la sentencia que ha redactado apenas hace unos minutos en las manos.
A su lado, el capitán Jauréguizar, de una juventud que se apaga en la mirada, y el teniente Rocaspana, que levanta acta de la sesión.
Bonelli prosigue con la lectura:
—Cuarto mandamiento de la Infantería de Marina: seré siempre respetuoso con las tradiciones del cuerpo, estaré orgulloso de su historia y no haré nada que pueda desprestigiar su nombre. —Se pasa la lengua por la comisura de los labios y levanta la vista hacia Moisés—. ¿Les suenan, aunque sea remotamente, de haberlos oído alguna vez, soldados Corvo y Rebollo?
—Sí, señor —dice Moisés, haciendo un gallo.
—Sí, señor —añade Rebollo, con lágrimas en los ojos.
El gobernador se dirige a Moisés:
—Usted es una vergüenza para este cuerpo. Mancha el uniforme. Actúa con vileza y egoísmo, sin mirar por el bien de la Infantería, de España o del rey, que Dios tenga en su gloria. Y con usted involucra a compañeros de tropa con una excelente reputación, como el soldado Rebollo. ¿Tiene algo que decir?
—No, señor —acata.
—Su indisciplina es constante. No negaré que las condiciones con las que nos las tenemos que haber son lamentables. Peor que lamentables: son miserables. Vivimos en una tierra inhóspita, sin agua, sin refugio, expuestos a las inclemencias del sol y del desierto. —Espanta a un abejorro que ha entrado veloz por la ventana—. Pero es en estas condiciones en las que un soldado de la Infantería de Marina debe demostrar de qué es capaz, cuando debe sacar lo mejor de sí mismo y hacer sentir orgullosa a España de nuestra tarea aquí.
Moisés delata al teniente Rocaspana dirigiéndole una sonrisa. Gilipollas, y tú sacándote las pulgas de encima todo el santo día.
El gobernador Bonelli continúa:
—Por esta razón, y siendo estricto, podría dictar su muerte ante un pelotón de ejecución mañana al amanecer. Pero no lo haré, no. No quiero desmoralizar a mis hombres haciendo que disparen a uno de los suyos. Y que conste en acta que remarco los suyos, porque yo a usted no lo considero uno de los nuestros. Lo último que quiero es que la tropa piense que sólo disparamos a españoles. —Se sienta, parsimoniosamente—. Además, me han dicho que usted es bastante apreciado, lo que le tengo que decir que me extraña muchísimo. Pero el teniente Rocaspana ha hecho una gran defensa de su persona antes de mi deliberación.
—¿Me concede la palabra, señor?
—Adelante.
—El teniente Rocaspana es un gran mando, señor, y lamento profundamente haberle decepcionado —se excusa Moisés, que piensa: lo del chantaje sí que no me sabe tan mal.
—Me alegra escuchar estas palabras, pero debería haberlas reflexionado antes. —La saliva se le arrebuja en el labio inferior, y se pasa el dorso de la mano para secárselo—. No me extenderé más:
»Soldado Rebollo: le condeno a seis meses de reclusión por delito de colaboración en actividades de alta traición, que serán contabilizados a partir de la fecha de hoy, y se harán efectivos en territorio peninsular cuando el vapor de la Hispano-Africana esté en disposición de llevarle hasta allí. El San Francisco zarpa este mediodía hacia Fernando Poo, y usted subirá a su vuelta.
»Soldado Corvo: en el barco del capitán viajaban siete soldados de reemplazo para el destacamento de Santa Isabel, pero uno de ellos murió ayer, como usted pudo comprobar con el doctor Costales. Mi voluntad es que usted le sustituya y abandone Villa Cisneros para ocupar su plaza indefinidamente bajo la pena de que, en caso de reincidencia, se le condene a muerte y sea ejecutado sin dilación. Mandaré hacer una copia de esta sentencia, que será entregada al capitán Jauréguizar, para que la haga llegar a manos del gobernador Montes de Oca, en Fernando Poo. ¿Tiene algo más que decir?
—No, señor.
Moisés aprieta los puños con fuerza, reprimiendo la euforia.
—Muy bien. —Espera a que el teniente Rocaspana termine de escribir las últimas frases, en una letra ininteligible y torcida, con manchas de tinta por toda la hoja—. Se da por finalizada la sesión. Espero no volver a verles por aquí nunca más.
Una punzada de dolor aprieta los tendones de la muñeca de Moisés bajo el vendaje, recordándole que, gracias a dos escorpiones, aquí empieza su aventura.