El gobernador Bonelli ordena llevar los cuerpos a la tienda donde está recluido Moisés Corvo. Que le eche una mano al doctor, a ver si así sirve de algo, remacha. Mientras tanto, él se reúne con el capitán Jauréguizar en las oficinas de la factoría.
Cuando Moisés ve entrar a los marineros cargando los bultos, se asusta.
—¿Qué cojones…?
El brigada Flores, que no se atreve a traspasar la puerta y se seca el sudor de la frente resguardado del sol bajo el toldo de la entrada, dice:
—Es el doctor Costales. Necesita tu ayuda para investigar unas muertes que ha habido en el vapor.
El médico inclina la cabeza. Moisés retrocede hasta un rincón.
—¿Y Serrano?
Se refiere al médico del destacamento.
—Tiene cagalera. No puede ni salir de su tienda, el pobre.
—No podéis hacerme esto.
Los marineros salen corriendo a toda prisa tras dejar los cadáveres amortajados en el suelo.
—Órdenes del gobernador. Ayúdale en todo lo que te pida.
Moisés Corvo traga saliva y arena.
—Tendré que colocarlos aquí encima —dice el doctor Costales, y empieza a retirar los papeles, la cantimplora, la lámpara y el lápiz que hay sobre la mesa. Cuando todo está amontonado en el jergón, añade—: Coja este primero, por favor.
Moisés se resiste. Es una faena. El doctor Costales se cruza de brazos y se arma de paciencia.
—¿De qué han muerto? —pregunta Moisés.
—Eso mismo es lo que intento averiguar. Si me ayuda a subir a este —señala la tela estampada de sangre—, veremos si la fiebre ha sido provocada por alguna infección o por algo que comieron.
—¿Y eso cómo puede saberlo?
El médico hace rechinar los dientes y se rasca las cejas. Tiene ante él a un chiquillo ignorante a quien no puede pedir más. Aun así, le explica la situación:
—Empezaremos por los tripulantes y acabaremos con el soldado. Los abriremos en canal desde aquí hasta aquí —con las manos, describe un paréntesis entre el cuello y el pubis— y examinaremos su estómago. Veremos qué hay, porque quizá sea algún alimento en mal estado. Si no es eso, entonces comprobaremos el estado de los pulmones.
Moisés Corvo ha palidecido tras la explicación. Una cosa es ver muertos, y otra muy distinta removerlos por dentro.
—Pero… pero podría ser peligroso.
—Los muertos no son peligrosos. A mí me dan más miedo los vivos. Además, peor sería volver al barco sin saber qué ha matado a estos tres hombres. Vamos, ayúdeme.
El doctor Costales está disfrutando de lo lindo. Está harto de combatir los mareos o los ataques de histeria a bordo del San Francisco. La mesa es demasiado pequeña: la cabeza y las piernas cuelgan por los extremos, pero le da igual. Perfora la carne con el escalpelo, separa la piel y la grasa amarillenta para llegar a las entrañas, con las manos desnudas. Canta una melodía en voz baja, contento. Moisés está un par de pasos por detrás, pero tampoco puede evitar mirar con atención el interior de los cuerpos.
De vez en cuando, el médico se vuelve y le muestra un órgano:
—¿Sabes qué es?
Ahora ya le tutea: jugar con vísceras crea esa confianza.
—No.
—El hígado. ¿Te gusta el paté?
A veces, el doctor Costales habla solo, como si interrogara a la cavidad torácica. ¿Dónde estás? ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué te has tomado? Y va sacando riñones, intestinos y tripas y los coloca cuidadosamente en el suelo.
Un perro callejero yace en la entrada de la tienda, a la espera de que caiga un hueso que roer.
El calor intensifica el hedor de los excrementos, que se mezcla con el olor ácido de la sangre. Las moscas han ido llegando por docenas, con su zumbido ondulante y su vuelo errático. Se empeñan en posarse en las fosas nasales del médico y el soldado, que las apartan a manotazos. Buscan los ojos, las orejas o cualquier parte que sea extremadamente molesta, hasta que encuentran los cadáveres y se dedican a explorarlos. El perro pega mordiscos en el aire mientras las esparce con la cola. Tiene tres en un párpado. El médico rompe una costilla con unas pinzas y se la tira. El perro la muerde con deleite y se va con su trofeo.
—¿Sabes que se nos comería a todos si palmáramos? Para él sólo somos carne en conserva —dice Moisés.
—Entonces, no es muy distinto a nosotros —sentencia el doctor.
Poco a poco, Moisés Corvo se acerca y colabora. Al fin y al cabo, si hay algo infeccioso en estos cuerpos, sanseacabó. Pregunta: ¿qué es esto? ¿Es el corazón?
El doctor ha examinado a los dos miembros de la tripulación, y se toma un descanso antes de empezar con el soldado. A sus pies hay un rompecabezas de órganos, perfectamente dispuesto en orden junto a cada cadáver.
—Empiezo a hacerme una idea… —murmura, para sí mismo—. ¿Tienes sed?
—Sí.
—¡Brigada! —grita.
Flores aparece por la puerta y la cara se le descompone en una expresión de angustia al ver el espectáculo.
—¿Di-di-dígame? —tartamudea.
—Tráiganos agua para mi amigo y para mí.
Flores no pierde el tiempo y sale corriendo. Cuando regresa, trae la cantimplora llena. Extiende el brazo desde la entrada, vuelve la cabeza y espera a que Moisés la coja.
—Flores —dice Moisés.
El brigada enarca las cejas, la boca bien cerrada. Moisés Corvo le tose en la cara.
—Nada, nada.
Y se echa a reír, mientras el brigada se va, pálido y sobrecogido, mascullando hijo de puta, hijo de puta.
Después de un largo y ruidoso trago, el médico se fija en la herida de la muñeca de Moisés.
—¿Cómo te has hecho eso?
—Me picó un escorpión.
El hombre abre unos ojos como platos.
—¿Cuándo? Los de esta zona son mortales.
—No me obligues a contártelo.
—Pon el brazo en agua, con mucha sal. Esta tarde te limpiaré el pus, o acabarás perdiendo la mano.
—Si me tienen que matar, no creo que importe mucho una extremidad de menos.
—¿Qué has hecho? —El médico arquea las cejas—. ¿Debo preocuparme? ¿Eres un asesino o algo parecido?
—Es una mala pregunta para hacérsela a un soldado.
—No quería parecer indiscreto.
—No, no. No pasa nada. Sólo quería sacar algo de provecho a mi estancia en Villa Cisneros.
—Ajá.
Está pensativo, como si se hubiera desconectado de la conversación al descubrir algún detalle oculto entre todas las vísceras esparcidas por el suelo.
El doctor es bajo, gordito y calvo, con el pelo ondulado cayéndole por encima de las orejas, bastante peludas. Lleva todo el delantal manchado de sangre.
—Estoy esperando una sentencia —se ve obligado a continuar Moisés.
—Ajá…
Moisés sigue la mirada del doctor, por si puede adivinar lo que piensa. Nada.
—¿Qué es?
—¿Qué?
—Que si ya sabes qué pasó.
—Sí, me parece que sí.
—¿Y qué es?
El médico escarba entre la comida deglutida que ha extraído de los estómagos. Coge unas pastitas de color verdoso y rojizo. Moisés intuye pedazos de tomate, pepinos o patatas.
—Verduras.
—¿Verduras?
—Por lo que he visto, creo que se trata de una fiebre de origen estomacal. Y creo que la ha producido la batata. En Canarias reunimos una buena reserva de verduras. En los dos tripulantes hay restos de batata. A veces, si una verdura entra en contacto con aguas fecales, puede ocasionar hemorragias internas muy severas a quien la come. Podría ser que las batatas que subieron a bordo estuvieran en mal estado por esta razón.
Moisés Corvo no se lo cree.
—¿Estás seguro? En el barco todos podrían haber comido batata.
—Quizá, pero no creo que diese tiempo. Además, no tiene por qué causar el mismo efecto en todo el mundo. Ahora examinaré al soldado. Si en su estómago hay batata, podríamos sospechar que es eso lo que les ha matado. Y lo tendremos que comunicar cuanto antes al vapor, para detectar quién más ha podido comer batata y para deshacernos de ellas. Ayúdame a subirlo.
Asiendo la mortaja por cada extremo, Moisés y el médico colocan al soldado sobre la mesa, que ya chirría, a punto de romperse. El cadáver, en plena rigidez, mantiene un equilibrio precario.
El doctor Costales abre las sábanas y se encuentra un hombre en la treintena, la cara hinchada y azulada, con sangre coagulada en la nariz y la boca. Con las tijeras, le recorta la camisa, ra-rac-rac, dejando al descubierto un pecho tatuado. Es un dibujo grande, tosco, irregular, pero que Moisés reconoce perfectamente.
Es la imagen de un escorpión.