Con las primeras luces de la mañana, el vapor San Francisco de la Hispano-Africana entra en el golfo de Río de Oro con las velas caladas, escoltado por las tres balleneras que lo guían hacia un lugar donde poder fondear. Los marineros, la mayoría de origen canario, saludan a la tripulación y en seguida detectan que algo va mal. Caras largas, poca gente en cubierta. Llegan algunas barcas cargadas de bidones para rellenarlos de agua. Aquí, el clima es tan seco que deben llenar los pozos con el agua que les trae el vapor. Hoy se irán con las manos vacías.
El capitán, don Francisco Jauréguizar, contempla tierra firme desde la proa del barco. En la jornada de trayecto que separa las islas Canarias de la costa africana, dos miembros de la tripulación y un soldado destinado a Fernando Poo han muerto a causa de unas fiebres repentinas. El médico de a bordo no ha encontrado explicación a una enfermedad tan fulminante.
La parada en Río de Oro suele ser rápida: una mañana para trámites burocráticos con la factoría y para dejar los correos y los suministros para la colonia militar. El doctor Julián Costales ha recomendado pasar aquí al menos un par de noches para asegurarse de que se corta toda posibilidad de contagio en el vapor.
—No quiero que esto se convierta en un barco fantasma.
El cielo se llena de vencejos y gaviotas, que sobrevuelan la estela que la nave ha dejado a su llegada. En el horizonte, mar adentro, todavía está oscuro, pero los ciento trece metros de eslora se tiñen de dorado con el amanecer.
Amortajados en telas de algodón, impregnadas de sangre a la altura de la boca y el ano, como dos rosas trágicas, los cadáveres son transportados en una lancha de remos hasta la playa. Los niños de Dajla salen a recibir a la embarcación. Cuando llega el San Francisco siempre cae algún trozo de chocolate y más de un coscorrón. Ven llegar a cuatro marineros con las bocas tapadas con camisas y crucifijos sobre sus pechos sudorosos, que brillan al reflejar el sol de la mañana. Descargan los cuerpos y esperan las órdenes del capitán, que llega en otro bote, con aire de gravedad.
Dos de los soldados que patrullaban hablan con los marineros y les piden tabaco.
Uno de los oficiales de la Hispano-Africana espera al capitán Jauréguizar fuera de la aduana, una cabaña de madera destartalada que nunca resiste los vientos. Lleva un traje claro, gafas redondas y un bigotito finísimo. Observa con angustia los cuerpos envueltos. El capitán salta de la barca y hunde las botas hasta los tobillos.
—Bienvenido, capitán.
Este, hombre de pocas palabras, asiente con la cabeza. El doctor Costales, que ha esperado a que amarraran el bote para bajar, llega a paso acelerado.
—Tenemos que practicarles la autopsia. —Aspira, medio asfixiado—. Buenos días, señor Peláez, perdone.
—Buenos días, doctor. ¿Qué ha pasado?
—No lo sabemos con certeza. Unas fiebres muy fuertes con hemorragias masivas. Debemos asegurarnos de que no sea una epidemia.
El oficial Peláez interpela a los dos soldados, que estaban masticando el tabaco que les habían proporcionado los marineros:
—Llevad estos cuerpos al campamento. Informad al gobernador.
—Pondremos el San Francisco en cuarentena —dice el capitán—. Al menos hasta que estemos seguros de que podemos continuar el viaje hasta Fernando Poo sin más incidentes.
Desde la distancia, Judas Malthus contempla la escena apoyado en la barandilla de la cubierta del barco, jugando con la cadena de un reloj Dueber Hampden de plata. Tomás se acerca por detrás. El cabello demasiado largo, los ojos demasiado juntos.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta, con voz nasal.
Judas Malthus se ajusta el sombrero, se acaricia la barba y se guarda el reloj en el bolsillo. Se vuelve hacia Tomás, pero mira el cielo del horizonte, luchando por nacer entre nubes.
—Di a nuestro invitado que no salga bajo ningún concepto de su camarote.