IV

Al día siguiente, el calor abrasador del mediodía despierta a Moisés Corvo dentro de una tienda de campaña. El sol convierte el aire estancado en un éter refulgente y anaranjado.

Moisés se retira de la frente un trapo que había estado húmedo y que ahora está completamente apelmazado, con tiras de piel pegadas que no tarda en intuir como suyas.

Tiene todo el cuerpo dolorido, y hace un esfuerzo por sentarse sobre el jergón empapado en el que se ha despertado.

Como si tuviera resaca, con la cabeza turbia y los brazos y las piernas debilitados, los recuerdos le vuelven a ráfagas.

Coge una cantimplora que está a su lado y apura el culo de agua, caliente como una sopa.

Huele a mar y se oye el piar de los vencejos.

Intenta mear en un orinal con restos resecos de excrementos, pero no consigue expulsar ni una gota. La cabeza le da vueltas y debe volver a sentarse.

Observa embobado el agujero del aguijón en la muñeca, totalmente amoratado, un cráter de carne que no tardará en infectarse.

Se levanta para dirigirse a la entrada de la tienda. Descorre la tela y el sol le apuñala los ojos.

—No puedes salir, Moisés —dice el soldado que le custodia.

La vista se acostumbra poco a poco al reflejo del sol sobre el agua de la playa, con parpadeos de todos los colores en el interior de las pestañas.

—¿Qué?

—Estás arrestado. No puedes salir de la tienda.

—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?

El teniente Rocaspana aparece detrás de otra tienda. Lleva el uniforme impecable y se ha peinado el bigote con vaselina, como si fuera domingo.

—Un pescador nos ha avisado esta mañana —dice, con voz engolada—. Tira para dentro.

El teniente y Moisés se conocieron en el barco que los llevó a Villa Cisneros. Uno no quería problemas y el otro no quería obedecer, así que el inicio de su relación fue, cuando menos, complicada; nada que no se arregle con dosis diarias de jerarquía militar administradas por la vía del arresto y el castigo físico. De esta manera, Moisés había logrado establecer con el teniente una confianza que ningún otro soldado tenía. Rocaspana, duro como una roca, suave como la pana, decía siempre el oficial. Presumía de magnanimidad cuando realmente Moisés había captado que no quería mojarse por nada que le comprometiera. Lo que el regimiento identifica como un tipo que se escaquea.

—¿Hasta cuándo durará el arresto?

—Podría ordenar que te fusilaran esta tarde, Moisés. Podría llevarte al muro de la factoría y dispararte yo mismo. Y nadie me lo recriminaría.

Moisés Corvo calla, con la mirada perdida, como si viera más allá del teniente, que vuelve a hablar:

—¿No tienes nada que decir? ¿No tienes nada para defenderte con esa lengua que el diablo te dio?

—No. No sé de qué se me acusa.

El teniente Rocaspana resopla y hace aspavientos con los brazos. Teatraliza mucho.

—Traición, Corvo. Alta traición. A la Corona, a tu país, a la Infantería, a tus compañeros, ¡a mí! ¡Vendías armas al enemigo!

—No —carraspea—. No lo hacía.

—No mientas, ¡mecagüenlaputa! El pescador nos ha dicho que un tuareg le contó toda la historia. ¡Que les vendías armas! —repite.

—Pero no es verdad.

Moisés sigue sentado, débil, y habla con un hilo de voz.

—No, claro. Tu salida de ayer, la que encubrió Rebollo, fue para ir a recoger conchas. ¿Me tomas por imbécil o qué? ¿Eres consciente de la gravedad de lo que has hecho?

—Mi teniente, le digo que no es verdad. Yo no vendía armamento al enemigo. Al menos no exactamente.

El teniente Rocaspana se echa a reír, aunque sin ganas.

—No exactamente.

—No.

—Y, e-xac-ta-men-te —silabea, como un telégrafo—, ¿qué les vendías?

—Fusiles en mal estado. Fusiles que no disparaban bien.

—¡Como si aquí los hubiera de otra clase! —responde el teniente, agitado.

—Ya me ha entendido.

—Rebollo me ha dicho que les llevabas munición.

Puto Rebollo.

—Tenían que creérselo, ¿no? Debían tragarse que les estaba proveyendo.

—El capitán está muy cabreado, Corvo. Mucho. ¿Te acuerdas de Feliu? ¿Te acuerdas de Sánchez?

Cuando llegaron a Río de Oro, en 1884, la población local recibió a los españoles con indiferencia. Aquella parte del mundo era lo bastante grande y lo bastante árida como para pelear por ella. La curiosidad hizo que se establecieran los primeros contactos. Muy pronto, una parte de los nativos llevaba pantalones o camisas fabricadas en España. Se instaló la factoría de la Compañía Comercial Hispano-Africana, que reclutó bastante mano de obra en la zona. Se estableció una base de operaciones para comerciar con la Península, a través de Canarias, y como puente con las colonias de Guinea Ecuatorial, más al sur. La Infantería de Marina se encargó de custodiar la factoría y a los españoles que tenían cargos de responsabilidad en ella (que vivían en casitas de madera a las afueras del poblado). Al poco tiempo, y de puro aburrimiento, la Infantería decidió encargarse de los problemas de orden público. Pendencias y discusiones, en su mayoría ocasionadas por los propios soldados.

La gente de Dajla, como era conocida Villa Cisneros antes de la irrupción colonial, comenzó a desconfiar de los militares. Cada vez había más hombres que se enfrentaban a ellos. Cada vez era más insistente el rumor de que estaban planeando una rebelión.

Nadie sabrá nunca con certeza si el cabo Feliu y el soldado Sánchez violaron a aquella muchacha. Habían estado forzando cambios de turno con otros compañeros para coincidir con ella cada vez que iba a lavar la ropa. Alguien les había oído decir que irían a buscarla. Una tarde estuvieron bebiendo y cantando por las calles del poblado. Apenas se tenían en pie. Les fueron a buscar el padre y los hermanos de la joven. Les acusaban de haber abusado de ella. De haberle robado la honra. Pero los dos militares ni les entendieron ni tuvieron tiempo de responder, porque antes de poder decir nada Feliu ya tenía una gumía perforándole el estómago mientras Sánchez recibía patadas en la cabeza. Cuando aún seguían con vida, les cortaron los testículos y se los metieron por la boca hasta la garganta, y luego arrastraron los cuerpos moribundos hasta el campamento militar. El capitán Bonelli envió un escuadrón para perseguir y detener —y, si era necesario, ejecutar— a quienes habían asesinado a los dos soldados.

Dajla les ofreció refugio y silencio.

Desde entonces, la curiosidad se convirtió en desconfianza.

Bonelli decidió levantar un fortín y el muro con aspilleras alrededor del campamento.

—No tiene nada que ver —se defiende Moisés Corvo—. Yo no he hecho daño a nadie. No he traicionado a nadie. Era material defectuoso.

—No tenemos contacto con las tribus del interior. ¡Son el enemigo, hostiaputa!

—No lo olvido, teniente. Feliu y Sánchez también eran amigos míos. Pero yo sé lo que me hago.

El dolor en la muñeca, un pinchazo intenso, como si el escorpión hubiera dejado una semilla de mala conciencia en su interior, le recuerda que no es verdad.

—Pues precisamente por eso, porque sabes lo que te haces, el capitán te montará un consejo de guerra.

Moisés Corvo levanta la vista por primera vez en toda la conversación. Mira fijamente al teniente.

—Aquí no soy el único que se la juega.

Contenidamente embravecido, con las manos cruzadas a la espalda, el teniente Rocaspana frunce el ceño. No es tonto, y sabe de qué habla, así que no se hará el sorprendido. Hace tiempo que este mocoso irreverente no le sorprende.

—Las amenazas a un superior son muy graves, Corvo. Sólo conseguirán dejarte en evidencia en el juicio.

—¿Estás seguro? No es ningún secreto que te repartes con la compañía una parte del cargamento que llega del sur. Que tu primo está en el vapor y se encarga de cobrar unas ganancias por hacer… ¿nada? ¿Por estar aquí, en un sitio de mierda, controlando lo que sube hacia la Península? Pues claro que lo sabe todo el mundo. Como todo el mundo sabe el vicio por los hombres que tiene el alférez Roncero, o la obsesión por hundir barcas de pesca de Puig y Vives, o que la mitad del destacamento que estamos aquí nos cagamos en el interior de los barriles de cacao que llevaban a España por el simple placer de hacerlo.

—Corvo…

—No, de Corvo nada. Si me hacéis un consejo de guerra, todo eso constará por escrito. De modo que, o cumples tus amenazas y me haces fusilar esta misma tarde, si tienes cojones, o lo arreglamos de otra manera, de modo que quien sea que esté en el gobierno de Madrid ahora mismo no tenga que mandar a otro regimiento para declararnos la guerra a nosotros.