Moisés Corvo escruta los seis escorpiones.
—Coja uno —ordena Driss.
Es un juego estúpido. Una manera idiota de palmar, piensa Moisés. No tiene ninguna posibilidad de salir con vida: si no le mata un escorpión lo harán los malditos moros. De hecho, será un cadáver enterrado en el desierto.
Alistarse en el ejército. Correr aventuras. Ver mundo. Alejarse del hogar. Jugar a los dados con unos escorpiones. Muy bien, Moisés Corvo, aún no has cumplido los veinte y has protagonizado una carrera meteórica.
Céntrate en los bichos.
Driss los hurga con el cañón del Remington. Moisés los examina, en busca del que no tiene veneno. En el caso de que haya uno que no lo tenga. La primera lección que aprendió al pisar África: no te fíes nunca de esta gente, nunca.
Los escorpiones se mueven a trompicones. Se quedan quietos hasta que los tocan, se desplazan un palmo y se detienen de nuevo. Levantan las pinzas y tensan el torso, muestran el aguijón, amenazante.
Cuando se ríe, la boca de Driss es la cueva de Alí Babá aquejada de halitosis.
Khaled espera en silencio. Su comportamiento indica que la prueba va en serio, que se cree este juicio supersticioso.
Un escorpión se aleja cada vez que se le acerca el fusil. Sigue el mismo ritual que el resto, pinza, pinza, tensión, pero Moisés Corvo se da cuenta de que retrocede, como si supiera que su aguijón es inofensivo. Es una deducción absurda, porque estos bichos no siguen ninguna lógica, no saben qué está pasando. Pero es el único razonamiento al que puede agarrarse. La ciencia de la superchería. Moisés no se lo piensa dos veces, no merece la pena, y coge el escorpión. Lo encierra en la mano, siente las cosquillas de las pectinas y las patitas debatiéndose por escurrirse. Driss contiene la respiración. Olor a menta y sol de media tarde. No voy a morir. Unos segundos eternos hasta que Moisés afloja la presa y nota la picadura en la muñeca.
El dolor es intenso y se extiende rápidamente hacia arriba, por el brazo. No voy a morir, se repite, cada vez menos convencido. Puede sentir el veneno fluyendo por sus venas, entrando en las arterias como un ejército vencedor que irrumpe en el cuartel general del enemigo, buscando el corazón.
Driss almacena la carcajada de satisfacción en el buche. Está a la espera de que el soldado caiga para dar rienda suelta a la euforia. No soporta a los españoles. Cuando su padre muera, no tendrá tantas contemplaciones con ellos.
El aguijón abandona la carne y deja una gotita de sangre. Moisés lanza el escorpión muy lejos. Respira profundamente. En cualquier momento empezará a sentir las contracciones. Espera el bloqueo de los pulmones. Incluso cree percibir un sabor agrio en la garganta.
Pero nada de esto ocurre.
No va a morir. Aquí no. Hoy no.
La cara de Driss se queda congelada en una mueca de incredulidad. Moisés Corvo lo mira de hito en hito, a la espera, aún, del golpe final del veneno.
Pero este no llega. El calor que ahora lo recorre por dentro es la euforia. Ha burlado a la muerte. Ha ganado la partida.
Le gustaría lanzar los otros escorpiones a los Alhazred. Pero se contiene, no quiere tentar más a la suerte.
—Espero que ahora me crea —dice Moisés Corvo, hablando directamente a Khaled, como si Driss no estuviera.
El patriarca cierra los ojos. Moisés no sabría decir si está decepcionado o acepta la particular sentencia que han dictado los escorpiones. Se frota la muñeca, que le escuece. Se la lleva a la boca y chupa la sangre, que luego escupe. Por si acaso.
Khaled Alhazred habla, pero Driss no lo traduce. El hijo sale de la jaima y deja a Moisés con la incertidumbre. Ahora sí, ahora es cuando le decapitan y llevan su cabeza al destacamento de Villa Cisneros.
Cuatro escorpiones permanecen quietos, indiferentes. Un quinto enfila lentamente el camino hacia la salida.
Cuando vuelve, Driss lleva una cuerda en las manos. Pega una coz al escorpión fugitivo y lo envía a los pies de Moisés, que retrocede, sentado. Driss se arrodilla.
—Las manos.
—¿Qué?
—Deme las manos.
Driss está enfadado, frustrado por no poder matar a este infiel que les ha estado engañando. Porque a él todo eso de la justicia de los jinn del desierto le parece una patraña. Sabe con certeza que Moisés Corvo les ha intentado tomar el pelo, pero no puede contradecir la voluntad de su padre.
Moisés alarga los brazos y Driss los ata fuerte con la cuerda. Muy fuerte. La herida de la picadura le provoca un relámpago de dolor, pero no tiene tiempo de protestar, porque Driss tira de él, arrastrándole hacia fuera.
Le introduce en otra jaima, donde le deja solo, sujeto a uno de los postes que la sostienen. Pasa una hora, puede que dos. Moisés tiene sed y un arsenal de pólvora en la cabeza, a punto de estallar. Cuando Driss vuelve, agarra la cuerda con la que está atado y le lleva de nuevo al exterior.
Mientras Driss le amarra al camello, Moisés tiene tiempo de echar un vistazo al campamento. Media docena de tiendas por donde corren los chiquillos, que ahora se detienen a observarlo como una atracción de feria. Ponen cara de sorpresa, con mocos resecos en los labios, hasta que llegan un par de hombres y les ahuyentan a gritos. El sol se está poniendo tras una colina que sirve de abrigo al oasis, pintando de oro la orilla del estanque, donde las cabras espantan las moscas. De repente, una sacudida tira de Moisés Corvo.
—Vámonos —masculla Driss—. Quiero volver antes de la lefjur.
Un mono pequeño y flaco les sigue durante un rato, con curiosidad. A veces salta sobre las piernas de Moisés, que se lo quita de encima como puede; otras, trepa por el camello hasta que Driss le clava un manotazo que lo hace caer al suelo.
—No deberías tratar así a tu mujer —dice Moisés.
Como castigo, Driss acelera el paso. Moisés está a punto de perder el equilibrio, pero finalmente logra mantener el ritmo.
Está sediento y le flaquean las piernas. El sol ya no es una amenaza, pero una caminata por el desierto, de noche, resulta igualmente peligrosa. Si les atacan las hienas, o un león o cualquier monstruo gigante de colmillos afilados que se esconda en la arena, puede dar por seguro que Driss le abandonará a su suerte. Y hoy ya ha gastado la dosis anual de buena fortuna.
Con la camisa empapada y los labios agrietados, Moisés delira. Cada vez le cuesta más mantener la mente serena. La picadura del escorpión le escuece con el roce de las cuerdas. Está convencido de que aún queda algún rastro de veneno, y es por eso que su cuerpo está abatido. Hace más de un día que no come ni bebe, y el sol se ha encargado de cerrarle todas las puertas de la cordura.
De vez en cuando, Driss come un bocado de una hogaza de pan que lleva envuelta en un pañuelo. Bebe a chorro sin desviar la mirada de Moisés. No le matará, pero le hará sufrir durante todo el camino.
Si es que este es el camino de vuelta a Villa Cisneros.
Moisés nunca se ha sentido tan lejos de casa como ahora. Ha echado de menos a su hermano, claro que sí, pero apenas añora otras cosas de Barcelona. Una ciudad maloliente, de gente mal avenida. Jamás se ha arrepentido de haberse marchado. De buscar nuevos horizontes. De hacer lo que le viniera en gana sin rendir cuentas a nadie. Por eso se enroló en la Infantería de Marina. No tuvieron que sacarle de su casa para formar parte de una de esas levas forzosas de chicos que se mearían en el uniforme en cuanto vieran a un moro, no. Tenía ganas de juerga.
El desierto emite un fulgor blanquecino, como si reflejara la luz de las miles de estrellas que les ignoran. El chirrido de los grillos se apaga cada vez que se acercan a una zarza.
Moisés tiene la sensación de que alguien les está siguiendo. Por el rabillo del ojo ve una sombra huidiza que se recorta contra las estrellas y las borra a su paso. No puede dejar de pensar en ello. De repente, todo el desierto se concentra en esa figura invisible. La amenaza de un espíritu maléfico que espera que desfallezca para poseerle. Quiere su cuerpo. Lo quiere a él, después de tantos años de vagar por la nada. Como una lámpara vacía esperando al genio.
El demonio le habla. Al principio cree que es Driss, pero hace rato que este le ignora, aburrido. Es la voz del padre de Moisés. Es el rostro del padre de Moisés. Es la mano abierta e implacable del padre de Moisés. Tadeo Corvo le golpea en la espalda. Le castiga, una vez más. Me avergüenzo de ti. ¡Embustero! ¡Ladrón! Le insulta, borracho, con ojos de fuego, hasta que se transforma en un escorpión colosal, antropomorfo, que le pellizca los talones con las pinzas y le clava el aguijón de la correa.
No, papá.
Driss acecha el horizonte, enturbiado por una nube de arena. Hace rechinar los dientes.
Finalmente, Moisés se da por vencido. No le quedan fuerzas. Pierde el sentido y se desploma.
El desierto desaparece, y con él, los demonios.