Es 9 de febrero del año de Nuestro Señor de 1887.
Hace poco más de un año que la tuberculosis ha segado la vida del joven Alfonso XII en el madrileño palacio de El Pardo, a dos mil doscientos kilómetros de distancia de Villa Cisneros, en Río de Oro, el extremo más occidental de África.
El pabellón de Infantería de Marina ondeó a media asta en señal de duelo hasta que nació el heredero al trono, su majestad Alfonso XIII. Esta bandera es el único vínculo que une a la colonia —exigua, desmotivada, acorralada— con la madre patria. Por orden expresa del gobernador, el excelentísimo capitán don Emilio Bonelli y Hernando, vestido de procurador en Cortes, con arena en los bolsillos y el sudor empapándole el cuello de la camisa, la tropa destacada en esta playa remota debe mantenerse firme en voluntad y espíritu y hacer sentirse orgulloso al difunto monarca, que ahora nos observa y protege desde el cielo, en paz descanse. Bendita sea la reina regente María Cristina y ayude a que su hijo crezca en la rectitud del espíritu español.
Pero el ejército es prolijo en gestos y tacaño en gestas, y parece dudoso que un destacamento de veinte soldados dejado de la mano de Dios despierte el interés de un monarca fallecido hace más de un año. Así que los soldados, a la espera de noticias del espíritu de Alfonso XII, se dedican a pasar los días haciendo instrucción bajo un sol de justicia, edificando el fortín, añorando sus pueblos de origen, jugando a las cartas y masturbándose como monos.
Recluida en tiendas de campaña, la guarnición sobrevive desde hace tres años de espaldas al mar y de culo al desierto, viendo en cada movimiento del moro una amenaza de la harka, el ejército sin rostro que va creciendo y engordando, alimentándose del miedo, y que un día les pasará a todos a cuchillo. La tropa mata el tiempo y los nervios disparando a perros y cabras, a pesar de las advertencias del gobernador de que no tolerará tales conductas. Intentan abatir gaviotas a pedradas y, si ese día hay puntería, ya tienen una comida diferente al habitual rancho de guisos malolientes. Carne seca y astillada de pajarraco, y juerga. Los soldados esperan la visita trimestral del barco de la Compañía Comercial Hispano-Africana, que les provee de cartas, noticias, caras nuevas y aguardiente. Dentro de una semana, el vapor procedente de Cádiz atracará en el puerto de Villa Cisneros, y ellos podrán renovar los votos de obediencia y los barriles de intendencia.
El brigada Flores traga saliva —seca, rasposa— antes de llamar al teniente frente a la puerta de lona de la tienda. Espera respuesta. Se sacude unas migas de pan de la pechera del uniforme que se habían mezclado con granos de arena. Esta mañana, el viento sopla muy fuerte desde el desierto. Parece que de un momento a otro el campamento vaya a alzar el vuelo. Desde las torres de vigía a medio construir ni siquiera se ve el poblado. Los soldados llevan las bocas cubiertas con pañuelos, pero no pueden evitar que la arena les entre en los ojos. Nadie dice nada. Cuando el desierto escupe ese aire cálido, rojizo, los hombres callan. Nadie gasta bromas. Como si temieran quedar enterrados para siempre bajo las dunas. El desierto aúlla como una bestia indomable.
—Adelante —invita el teniente.
—Con su permiso —responde el brigada al entrar.
—Ni permiso ni pollas. ¿Qué ha ocurrido?
El teniente Aurelio Rocaspana y Gallardo no se levanta nunca antes de las nueve de la mañana. Oye el toque de corneta y remolonea hasta que le sirven el desayuno. No cree en todas esas tonterías de dar ejemplo, de ser un modelo que imitar. Que se las apañen como puedan. Mientras el capitán se lo permita, piensa llevar una vida reposada.
—Mi teniente, tenemos un problema —carraspea el brigada—. Hemos perdido a un hombre.
—¿Que hemos perdido qué?
El teniente Rocaspana pega un bote del catre y se arrepiente al instante. Los huesos de la espalda no le han acompañado. Mueca de dolor. El brigada Flores guarda unos segundos de silencio por las cuatro o cinco vértebras que han estallado y responde:
—Rebollo estaba de guardia anoche. A primera hora de la mañana, cuando ha llegado el relevo, ha venido a verme. Uno de los soldados había salido de madrugada, con la promesa de que estaría de vuelta antes de…
—¿Qué, qué, qué? —le interrumpe el teniente, con la cara cada vez más roja.
Problemas: lo único que no le apetece desayunar. Se queda quieto, con medio pijama puesto, desnudo de cintura para abajo. El brigada le mira fijamente a los ojos. Por si no le resultara ya bastante difícil dar ciertas noticias a un superior, encima tiene que hacerlo en plena erección matutina.
—Señor, Rebollo me ha dicho que no era la primera vez que ese soldado salía a escondidas, pero que siempre había regresado a tiempo. Pero hoy no lo ha hecho, y por eso ha decidido dar la voz de alarma.
El teniente se viste a toda prisa. Se abrocha mal la camisa, y el brigada intenta hacer un gesto con la mano para advertírselo, pero decide interrumpirlo. El teniente está que trina. Suelta palabrotas ininteligibles. Parece tan disgustado por las novedades como por el hecho de que le hayan sacado de la cama antes de tiempo.
—¿Quién es? —pregunta, finalmente.
—¿Có… cómo? —tartamudea Flores.
—¿De quién se trata? ¿Quién es el idiota que se ha perdido?